La casa vacía – 2 de 4

Juego.

Alejandra se refirió a Cortez por su apellido en un tono de falso reproche, tragó su bocado y dejó la mitad de su comida, cerró la caja para hacerla a un lado, limpiándose los dedos con muchas servilletas. Ambos se sentaron en sus banquitos, la barra se interponía entre ellos y Pedro seguía con los pies en el área de la sala, justo al lado del umbral de la cocina. Cortez repartió. En la primera partida Pedro perdió con un par de doces contra uno de ases de Cortez y tuvo que quitarse el saco. En la siguiente Cortez se quedó en bóxer. Había hecho una actuación para ponerse una gorra que estaba encima del microondas y parecerse a los contadores de dinero de las películas. Así que se la quitó en la siguiente partida. Luego se desprendió del reloj Redo. Después fue el turno de Alejandra de perder. Durante el tiempo que tardó en cumplir su penitencia Cortez meditó si iba a quitarse los calzones o si se iba a sacar la camisa. El torso desnudo con los brazos al frente o disimular la entrepierna con las piernas cerradas y lo que eso significaba y lo que eso decía sobre ella. Se quitó la camisa. Pedro miró sus nudillos y después a Cortez antes de que se agotara su racha y tuviera que deshacer el nudo de su corbata para aventarla sobre el sillón. Alejandra jugaba poniendo mucha atención a sus cartas, sosteniéndolas con ambas manos. En el siguiente juego Cortez se quedó como a la hora de su nacimiento, luego vio a Pedro mirándole la cara, sosteniendo la lata, y volteó a ver la condensación bajando con lentitud entre los pechos de Alejandra. Ella volvió a perder, se bajó las bragas de encaje celeste de modo rápido y sin darle la espalda a nadie, haciendo un rollo que puso sobre la barra antes de volver a sentarse sobre el banco con las rodillas muy juntas. Cortez volvió a mirar a Pedro.
¿Te gusta?
Pedro no respondió con palabras. Sin dejar de verlo a los ojos Cortez también le habló en silencio. Ni siquiera necesitó quitarse los pantalones, todo lo que hizo con ella sobre el sillón fue mediante el hueco del zipper abierto. Cortez los veía desde el banquito del que no se paró nunca al otro lado de la barra. Alejandra se lavó los dientes antes de empezar aunque jamás se besaron. Cuando volvió la luz, tampoco se detuvieron.

La pareja

Cortez y su esposa hablaban los sábados para recordar la infancia de ella en la quinta donde se habían conocido. En ocasiones debatían asuntos de dinero, aunque desde que habían abierto juntos los primeros gimnasios todo lo relacionado a presupuestos dejó de preocuparles. Se tomaban el café con las rodillas apuntando hacia el otro en el mismo sofá o Cortez con el tobillo de una pierna sobre la otra, mientras la luz ahumada por el papel polarizado les llegaba desde las cristaleras al borde del gran patio de piedra con una escalera de caracol al fondo, vacío porque nunca albergó un perro. Cuando la señora había hecho planes para ir con sus amigas a Chilli’s se lo anunciaba a su marido poco antes de concluir la charla, depositando la taza sobre la mesita de centro. Jamás se lo dijo, pero él sabía cuando ella iba a darle tales avisos porque entonces Juani y Maca no pasaban por la sala deseándoles buenas tardes ni atravesaban la cocina para salir por el pasillo porque alguien tenía que cuidar a las niñas. Ellos hablaban de la quinta del Ojo de Agua que había estado empotrada en una villa apartada del pueblo que el sol acariciaba con la soporífera melancolía de los caballos. La visitaban los hombres que los lazaban cargando el mecate en una mano y las sillas de montar agarradas por el pomo pegadas a sus muslos o a cuestas con la otra; donde familias de dinero habían comprado hectáreas en tiempos después de la revolución para construir sus haciendas bardeadas con cantera y enredaderas de perennes buganvilias. Cortez vendía manzanas acarameladas a los ocho años al enamorarse por primera vez de la mujer que lo acompañaba esas tardes de sábado que los primeros años de matrimonio empleaban en dormir frente al televisor encendido, luego de hacer el amor y despertarse cada tanto para repetir. Entonces ella tenía diez. Era hija de alguien que años después se convertiría en alcalde, más tarde en diputado y más tarde en candidato a la gubernatura por el partido de oposición. Esa fecha perdida entre los sábados del calendario, Cortez no había vendido todas las manzanas en la plaza que por algún motivo estaba vacía. Sabía que si regresaba con el producto su madre no se lo iba a reprochar, pero también que necesitaban con urgencia el dinero. Se encaminó hacia la calle de la loma con nogales a la vera en cuyas copas se escondían cuervos diminutos que cantaban para anunciar las historias de tíos y abuelos fallecidos que se le aparecían a los niños. Enfiló hacia las casas más grandes y no tuvo suerte en más de tres. Un jardinero anciano le dijo que no en ese momento, otro día, y luego llegó a la casa donde un prieto con pinta de soldado se apresuró a despacharlo con malas palabras. Detrás, salió el patrón, muy blanco, panza prominente, calvo de la coronilla, bigote bien recortado, camisa de manga larga. El patio olía a llanta y a perro y a transpiración vaquera.
Espérate.
Le dijo. Entró y salió con una niña de cabello castaño que había estado llorando.
¿A cuánto las das?
A tanto.
Dame todas y quédate con la diferencia.

Esa noche su madre lo besó en la frente. El domingo le compró zapatos. El siguiente fin de semana volvió y desde entonces aquel hombre que jamás llegó a saber que se convertiría en su suegro póstumo porque moriría dos años antes de la boda, fue su protector y padrino por la ley de la vida. Los visitaba los fines de semana y lo mandaba por las cocas con un billete grande para sentarse con su madre a hablar hasta altas horas de la noche antes de despedirse con la mano de él y sus amigos que todavía jugaban en la calle cubiertos de tierra sin pedirle a Cortez el cambio. Lo extrañaba a veces, rememorando sus malas palabras y su risa que se oía hasta el zaguán si estaban abiertos los postigos. Siempre fue cordial con él y su madre y el Cortez niño le había agradecido en silencio lo que hacía por ellos aunque no llegó a admirarlo sino hasta que ya como alcalde aquel hombre mandó ayudar a un muchacho al que su madre lo amarraba a un árbol de mandarinas para irse a trabajar. El Cortez adulto pensaba que no es que ya no hubiera bondad en el mundo como en aquellos días, sino que las personas estaban hechas de otra sustancia. Menos de una semana después de la graduación de primaria la madre de Cortez murió y él tuvo que irse a vivir con unos tíos a Monterrey. No volvió a saber nada del padre de su esposa hasta que se convirtió en un contador con experiencia la segunda vez que se enamoraron. Se la encontró un verano trabajando en el Congreso cuando él iba a hacer unos trámites a Control Vehicular, ella llevaba un broche en el pelo con una rosa de tela. Esos sábados de muchos años después también recordaban el reencuentro. Ella sonriéndole tras la ventanilla, la conversación de la nostalgia de la niñez truncada porque había más personas en la fila, lo que él pensó hacer para volver a buscarla, cómo había conseguido que le dijeran a qué hora salía a comer e hizo guardia para verla y dudó en acercarse cuando la contempló caminar con un compañero tomada del brazo pero lo hizo de todos modos. El compañero no sólo resultó ser gay sino que se convirtió en un cómplice para los cortejos de Cortez.

La mente de Pedro

Pedro sabía de las relaciones de Cortez desde que tuvieron la misma novia en la universidad, primero Pedro y luego Cortez. Carmelita, una menuda morena con pinta de secretaria. A lo largo de los años, Cortez se había acostado con varias empleadas de los gimnasios. Iban a los tables algunas veces pero nunca lo enganchaban, Cortez sólo permitía que las bailarinas que le llamaban la atención se sentaran en sus piernas para despedirlas al dejar el lugar cuando se acababan las bebidas y Pedro fuera tras él. En la empresa no era distinto. La lista no era ni larga ni corta, era selecta. Estaban Diana, la de nóminas, con la que se vio en un buen hotel unas tres ocasiones. Luego Sandra, a quien le llamaban a sus espaldas Salamandra, por larguirucha y malaleche, que había renunciado cuando Pedro amenazó con despedirla por insinuar que iba a hablar demás. Después vinieron Carolina, Abril, Lucero, Maricela y Alejandra. Había más, pero eran relaciones demasiado breves para inventariarlas. Las faenas de Cortez comenzaron más o menos aquel mes de abril en que abrieron la sucursal de Valle Oriente, la más rentable, que fue años atrás, cuando la esposa de Cortez se retiró para encargarse de la casa y ya nunca más volvió a dirigir la administración ni a coordinar la operación de los gimnasios. No importaba, Cortez pagaba quién lo hiciera como pagaba tantas cosas para sus conquistas amorosas. A Lucero, la única que había sido casada, se la llegó a llevar de viaje una semana para acordar con unos japoneses imaginarios la apertura de una cadena de gimnasios en la Riviera Maya. Pedro supo después que su esposo le hablaba todas las noches, feliz por al avance profesional de su mujer, y ella contestaba las llamadas desde una recámara del hotel que no era la suya sino la de Cortez. No lo supo por él, él era tanto reservado como menos proclive a lo barato que a lo bonito. En materia de mujeres como en el alcohol, a Cortez le gustaba lo mejor pero rara vez se sobreexponía. Así era. Dejaba que floreciera la sospecha entre los empleados que eran objeto de sus cuestionamientos sobre el historial de la nueva que había llamado su atención, no de cualquiera. Veía su desempeño con los clientes para disimular que las veía a ellas, admiraba los contornos en la segunda piel de sus leggings cuando sacaban copias. Sus ojos recorrían sus figuras cuando hacía como que revisaba el funcionamiento de las máquinas de ejercicio y hablaba con otros pero sin dejar de verlas, con un desinterés que ellas intuían que fingía. Les hacía indicaciones delicadas, sonrisas seguras al saludarlas y despedirlas en la puerta si se subían a sus autos u ofrecerse a llevarlas si iban a tomar el camión. Les asignaba vehículo de la empresa con un puesto de supervisión de horarios flexibles si ellas también lo eran, las llamaba a su oficina y cerraba la puerta cuando todos sabían que iba a hablarles de sexo para cerrar el trato, no sin antes haberse hecho merecedor de su confianza. Pedro siempre se preguntó cuánto sabían esas mujeres de todo lo que iba a ocurrir después de iniciadas las tentativas de seducción, cuánto disimulaban y cuánto de verdad no se les pasaba por la cabeza. La medida exacta de cada cosa, pensaba, era algo que ni las mujeres podían decirse entre ellas y no sólo porque no lo supieran. La aventura con Lucero, por ejemplo, duró hasta que no fue soportable para ella mentirle a su esposo cada vez que llegaba a su casa. Cortez no insistió, con ninguna lo hizo. Llegado el momento, cuando se casaban o cansaban, conseguían novio o tras unas pocas semanas en que ya no estaban cómodas con la situación, les compraba un regalo que enviaba con alguien más, un arreglo de flores espléndido o joyería, y dejaba de hablarles al día siguiente. Como si nunca se hubieran conocido. Si ellas lo volvían a buscar, entonces las aceptaba, si no, mantenía un respetable período de calma entre una tormenta y la siguiente hasta que llegaba otra nueva que llamara su atención. Sólo después de Lucero mantuvo un ánimo sombrío. Duró unos meses, conoció a Maricela con quien no llegó a engancharse, y meses más tarde, llegó Alejandra.

(Continuará)

Isidro Morales

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