Contrario a lo que la mayoría de mis conocidos pensarían, no fue una botella de mar ni una gaviota mensajera las que me trajeron noticias del Doctor Paolo. Como cualquier otra persona, había usado la red satelital para llamarme un viernes después de la hora de la comida. En el video las barbas canosas y el cabello enmarañado del viejo le revoloteaban por encima de una cara sonriente donde sus vivos ojos grises me saludaron alegres, con un par de segundos de retraso en la pantalla. Paolo, hombre de pocas palabras, básicamente me pidió que lo viera en la desembocadura del Paraná en dos semanas, o antes de ser posible.
Yo estaba terminando de supervisar un proyecto en Sao Lorenco Do Sul, donde varias juntas de vecinos antes se habían organizado para independizarse de la red eléctrica central, y ahora estaban interesadas en reciclar el cien por ciento de su agua. Aquel proyecto estaba casi terminado, por lo que calculé que mi equipo y yo podríamos disfrutar de unas vacaciones adelantadas de fin de año, y yo podría ir a la cita con Paolo en más o menos quince días.
El verano más caluroso de la historia del hemisferio sur nos obligó a apresurar la puesta en marcha de la potabilizadora comunitaria, así que después de unos últimos ajustes me despedí del equipo e icé las velas de la balandra para zarpar al sur. Unos días después encendí el motor eléctrico y remonté por la bahía del Río de la Plata, donde extensas manadas de delfines franciscanos rosados, de largos y delgados hocicos, me escoltaron por varias millas hasta que abandoné las aguas salobres y comencé a remontar la desembocadura del Paraná.
Al amanecer del día siguiente el motor se apagó y la marcha se redujo hasta punto muerto, pues la nave de Paolo estaba suficientemente cerca ya. El perfil de parelelogramo del casco reflejó la luz del sol que se levantaba sobre las aguas calmas del río, y los paneles solares que la cubrían comenzaron a alimentar las batería que le daban energía. El viejo alzó los brazos y mi pequeña balandra se alineó a aquel gran catamarán modificado que yo sólo había visto en fotografías. Paolo había tardado varios años en construir al “Ichthyosthega” y ahora que finalmente lo había logrado, quería que yo fuese el primero en verla. Me mostró las baterías de grafeno bajo el casco, la vela solar para incrementar la absorción de luz, los tubos translúcidos en los que algas modificadas proveían tanto de alimento como de hidrógeno combustible, e incluso de filtros biológicos para aguas negras. Por otro lado, tanto el comedor como la sala de estar y las tres recámaras me parecieron no sólo cómodas sino hasta cierto punto más lujosas de lo que habría esperado del gusto del Doctor. Finalmente me mostró el sistema de jaulas dentro del cual estaba criando algunas especies de peces locales como fuente de proteína.
“¿Qué te parece mi nave acuática? ¡Dame tu opinión como experto en naves terrestres!*” Me apremió emocionado después de sentarnos al comedor y disponernos a tomar una taza de café. Le di un buen trago a la taza y le proporcioné un informe detallado. Las dificultades de mantener una habitación autosustentable en un río o el mar, es parecida a las de las colonias marcianas: estando lejos de centros urbanos, ¿qué pasa cuando las celdas solares llegan al final de su vida útil? ¿Cómo reciclarlas? Y en el caso del hardware, el problema era el mismo. Si bien una nave terrestre podría continuar funcionando remendada con adobe hecho de la tierra misma sobre la que se había construido, no era posible decir lo mismo de una embarcación de fibra de carbono, ni siquiera de una hecha de madera como su balandra. La “Ichthyosthega” era un logro definitivamente, y probablemente pudiera aislarse del mundo exitosamente hasta diez años, pero después tendría que entrar al dique seco de cualquier puerto para ser reparada.
Más que desanimarse, Paolo volvió a sonreír y tamborileó con las palmas sobre la mesa del comedor. “¡Diez años me parece un tiempo más que suficiente!” exclamó antes de ponerse en pie e invitarme a que lo acompañara de nuevo a cubierta. Apuré mi café y seguí a aquella especie de Capitán Nemo que por años había buscado la manera de vivir por su cuenta lejos de tierra.
Salimos a cubierta y la silueta de un muchacho rapado apareció delante de nosotros. Pensé que al ser deslumbrado repentinamente por la luz de la mañana mis ojos confundieron el traje de neopreno con manchas, pero no era así. El joven, de unos quince años, realmente tenía manchas verdes en hombros, espalda y pecho: colonias de cloroplastos que lo proveían de glucosa sintetizada a partir del dióxido de carbono que exhalaba, y la luz del sol. Sabía que existían personas autótrofas pero nunca había visto una. El muchacho se puso de pie y extendió una mano palmeada hacia la que le extendí la mía y nos la apretamos con firmeza. Parpadeó y vi que además tenía un tercer párpado transparente. A pesar de su apariencia, no tenía agallas o branquias en el cuello.
Paolo intercambió algunas palabras en portuñol con el muchacho y este asintió. Hizo una breve inclinación con la cabeza hacia mí y se zambulló en el agua. Como si un hechizo se hubiera roto, agité la cabeza aturdido y pregunté al viejo maestro qué acababa de pasar, a lo que él sin dejar de sonreír respondió: “Dijiste que mi nave acuática podría ser autónoma alrededor de una década y después necesitaría volver a tierra. Esa expectativa es más de la que yo esperaba. No necesito tanto tiempo para que Rigoberto termine su entrenamiento. Cada vez puede pasar más tiempo bajo el agua sin salir a respirar, casi como un delfín. Ha cultivado con éxito varios tipos de algas e incluso algunos peces; y algún día no necesitará regresar a cubierta. Y cuando lo logre, naves acuáticas como esta ya no le serán necesarias ni a él, ni a otros que son como él”.
Los brillantes ojos del viejo me miraban satisfechos, y tras unos segundos de estupor, sonreí. Pensé en un planeta Tierra donde los transhumanos se integrarían definitivamente a todos los ecosistemas; en un planeta Marte donde ya no fuera necesario que los gruesos domos de roca protegieran a la humanidad de la radiación, o que ni siquiera les fuera necesario obtener oxígeno del aire, sino que lo obtendrían de las piedras; y aquello sería posible no a través de implantes electrónicos como los que ciborgs como yo teníamos en vez de ojos, manos o piernas.
*Una ”Earthship” o “Nave terrestre” se refiere a una casa residencial diseñada para ser autónoma en cuanto a su generación de electricidad, producción de alimentos y gestión de residuos.
Abraham Martínez