Ya casi lo hemos perdido todo,
ya no podemos describir a un hombre feliz,
ni celebrar ceremonias alegres.
-Ursula K. Le Guin
La casa
Se despertaba todos los días a las seis de la mañana para encender la cafetera, preparar el desayuno de hot cakes con mantequilla, mermelada de fresa y miel de maple para su esposa y sus hijas gemelas. Un enorme tazón de Zucaritas para él. Las niñas tomaban un vaso grande de leche para acompañar, él rebajaba su café con agua del grifo y crema. Su esposa lo prefería negro. Cerca de las siete llegaba Pedro con el diario de la mañana en la mano, abriendo la puerta principal con su propia llave. Saludaba a las niñas asegurándose de seguir el hilo de lo que habían conversado en días anteriores, cómo iban con las clases de violín o el examen de inglés. Le daba un beso en la mejilla a la señora con un apretón en el antebrazo, le entregaba el diario doblado a Cortez mientras este le servía una taza humeante con dos cucharaditas de azúcar. Cuando se sentaba, Cortez ya había extendido el periódico en la barra desayunadora y discutían las novedades antes de que las muchachas del servicio conminaran a las niñas a cambiarse y la señora fuera en pos de ellas para llevarlas a la escuela, manejando ella misma la Durango del año. Esto ocurría de lunes a viernes.
Los sábados Pedro los esperaba a las ocho en la cochera sin apagar el motor para ir al Tito, un restaurante en la carretera de cuyas paredes de revestimiento de nogal colgaban retratos en mate y blanco y negro de famosos locales la mayoría de los cuales había fallecido hacía décadas. Cortez ordenaba machado con tortillas de harina y las niñas, Pedro y la señora, exploraban las otras posibilidades de la carta. Menudo, tacos de guisos, barbacoa, asado, deshebrada, champiñones y tamales de dulce. Junto a los limones, las señoritas meseras con trenzas como la princesa Leia
y vestidos de Adelita ponían frente Cortez dos molcajetes plásticos de fantasía y él se agenciaba su almuerzo con movimientos tranquilos del tenedor, no sin antes haber volcado el contenido de uno de los molcajetes sobre su plato justo después de acomodar las servilletas en las piernas de las niñas. Siempre dejaba intacta la salsa roja. La comida terminaba cuando Cortez salía al estacionamiento tomando por el camino un palillo del mueble de la recepción donde estaba ubicada la caja registradora. Pedro iba tras él, repartiendo monedas entre las niñas para que extrajeran juguetes desechables en huevos traslucidos de unas máquinas de colores junto a los baños. Cortez usaba el tiempo que su familia tardaba en salir, y su esposa en pagar, para fumarse un cigarro, a veces dos. Pedro lo había dejado años atrás, y Cortez asumía que era desconsiderado tentarlo. Hablaban del clima, de lo mucho que habían crecido Pedro Alberto y Pedro Antonio, de la salud de Doña Celia, la mamá de Pedro, de béisbol o de asuntos pendientes que tendrían que revisar el lunes a primera hora. A veces una nube de tormenta opacaba la resolana del llano y se quedaban en silencio, olfateando la humedad, a la expectativa.
Pedro
Después de que Pedro los llevara a su casa, las niñas subían corriendo a su recámara para jugar con la computadora. Cortez y su señora tomaban café en la sala y hablaban, nunca más de veinte minutos. Pedro jamás había intentado adivinar lo que se decían, mataba el tiempo en Facebook, hablando por celular o con las muchachas del servicio que emergían del pasillo lateral llevando las mejillas encoloretadas y los labios de rubí, disponiéndose a gozar de su tarde libre. Bromeaba con Juani, la joven, declarando sus intenciones de romance. Ella fingía reconocer las ladinas motivaciones ocultas de Pedro, las cuales no existían, y Macarena, a la que le decían Maca, una solterona figura materna curtida en el desamor, los regañaba con cariño. Cuando se despedían con la mano y él hacía su número de celos por el novio que Juani jamás vería en la Alameda, Cortez ya estaba como un aparecido en la puerta prendiendo un cigarro, a veces dejándola entreabierta para usar la otra mano y sofocar el aire antes de dar el portazo. Abordaba el asiento del copiloto dejando colgar por la ventanilla el brazo de fumador, hablaba de las muchachas, lo buenas que eran y cuánto había que cuidarlas. Se extraía el celular de la bolsa de la camisa y usando ambas manos de carnicero con el cigarro entre los dedos marcaba cuando la camioneta Ford ya estaba dando la vuelta a la esquina. Según las palabras de Alejandra, iban a un lado o a otro. Con frecuencia pasaban a comprar alitas para cenar, a veces café de Starbucks, botellas de vino tinto y una vez hasta un juego de toallas para baño. Lo que ella pidiera.
La otra casa
En la casa de la calle Da Vinci de la zona residencial, Cortez le podía solicitar a Pedro que se quedara en la cochera. Nunca procuró decirle que la puerta estaba siempre abierta por si quería ir al sanitario en la primera planta o hasta ver la tele y servirse papitas con cacahuates si había juego. Ambos lo sabían. Podía otorgarle la tarde libre, pedirle las llaves de la camioneta o incluso que se la llevara. Cortez se trasladaba después en Uber o podía llamarle el domingo temprano para que fuera a recogerlo. Esto último era infrecuente. Ciertas tardes, Alejandra estaba ocupada con actividades que no podía reagendar y a las que Cortez no era prudente que asistiera o no le interesaban. Si era una boda de las primas que vivían en Monterrey, entonces Cortez rentaba un smoking y se presentaba como su pareja. Pero si ella le decía que había hecho planes como subir a Chipinque o comprar ropa en Liverpool con sus amigas, Cortez la alentaba a cumplir sus compromisos mientras él y Pedro tomaban whiskies en el bar Antonio, propiedad de un excompañero de ambos de la secundaria que se llamaba como su dueño, donde Cortez se emborrachaba hasta como las ocho o las diez de la noche esperando la llamada de Alejandra que confirmara su arribo para lanzarse a su encuentro. Era en esos momentos y cuando compraba alcohol que Pedro se llevaba la camioneta. Pero no siempre se iban a tomar, a veces Cortez visitaba la casa cuando Alejandra se encontraba ausente. Tanto si tenía que irse con sus parientes a Oaxaca como si había salido por unas horas, por razones que Pedro nunca se quiso preguntar, en esas ocasiones Cortez buscaba desafanarse del ajetreo en la oficina para ir a una de sus viviendas y pasar ahí la tarde antes de volver a la otra.
La otra pareja
Todo empezó como un juego. Se había ido la luz y la marea de la noche se esparcía por el asfalto del fraccionamiento alcanzando la altura de los setos que perimetraban las paredes de tablaroca en las fachadas, tiñendo de azul azulejos de pedernal y cascajo. Cortez y Alejandra habían bebido pero no más de la cuenta y aun así no habían querido salir al Oxxo por más alcohol. Cortez le marcó a Pedro porque no era muy tarde, se había retirado como a las seis. Le pidió que le trajera cervezas y unas hamburguesas para cenar ya que habían pensado en pedir algo de todos modos. Alejandra añadió unas toallas sanitarias a la exigua lista. Pedro tardó casi dos horas, luego les diría que porque en las hamburguesas había mucha gente. En ese tiempo, ante la penumbra del aduraznado fulgor de la vela, azuzada su creatividad por el aburrimiento, a la pareja se le ocurrió jugar póker de prendas. La baraja la tenía Alejandra de cuando había intentado trabajar como crupier, de cuya capacitación desistió al darse cuenta de que no poseía la habilidad para manejarla a nivel profesional ni la paciencia para abrirse camino en un casino, justo antes de postularse como instructora en la sucursal Gonzalitos de Alcos Gym. Casi se habían olvidado de Pedro cuando vieron las luces atravesar las ventanas que vibraron con el rugir del motor. Alejandra, en panties mientras Cortez aún conservaba los pantalones, apenas alcanzó a subir las escaleras antes de que se activara el timbre. Pedro fue conducido por un Cortez descalzo hasta la barra desayunadora integrada a la cocineta donde se amontonaban las cartas y los vasos vacíos para que colocara encima la bolsa de la comida mientras Cortez tomaba de su mano la que contenía los doces para meterlos al congelador, que se abrió como si la boca lóbrega de una criatura marina pretendiera comerse su cerebro, llevándose luego dos latas en una mano y en la otra los paquetes de unicel de las hamburguesas al carbón que Alejandra ya estaba manipulando. Había bajado rápido, llevaba puesta una camiseta blanca con un estampado de Lola Bunny sobre el esternón de una talla que le llegaba hasta al límite inferior de las nalgas. No se había puesto brasier. Sus pezones eran dos sedosas gotas de aguamiel de caña derritiéndose sobre un busto de mármol. Cortez empinó la tecate y sintió la frescura del líquido deslizándose por su esófago, el contacto de su erección con la tapia y el alero de la barra en el vientre. Destapó el empaque de su hamburguesa con las palmas como incubando el calor. Alejandra rociaba la suya con queso derretido y los dedos de Pedro ocasionaron el chistido de la anilla perforando su bote de cerveza. Cortez descubrió que no tenía tanta hambre. Esa tarde había ansiado embriagarse y no iba a permitir que la comida le quitara la sed de alcohol. Con una mano tomó el papel encerado y con la otra agrupó los naipes para evitar que se mojaran con el sudor de las latas. Se dio cuenta de que el reverso tenía un extraño parecido con el patrón de colores del envoltorio. Vio la mirada de Pedro, deslizando el pulgar sobre su teléfono, y a Alejandra absorta acercando la hamburguesa a su boca con ambas manos. Le dio otra mordida a la suya y antes de acabar de deglutir le preguntó a Alejandra si pensaba seguir jugando. Ella lo miró con los ojos muy abiertos, una sonrisa camuflada tras la boca llena. La cara de una muñeca maliciosa que se recogía una brizna de lechuga en la orilla de los labios con la punta de sus dedos. Pedro seguía enajenado en su smartphone.—¿Juegas?
—¿A qué?
Pedro lo miraba directo.
—Estamos jugando póker de prendas. Por el calor.
Alejandra torció la vista hacia Pedro y puso cara seria. Para sorpresa de Cortez, la respuesta de su amigo fue acompañada por una risa nasal y calmada.
(Continuará)
Isidro Morales