Los tres hombres despertaron al escuchar los graznidos. El primero en salir, a quien aún le quedaba algo de energía, se acercó a una de las barandillas del yate y levantó su brazo para cubrirse del intenso sol mientras buscaba en el horizonte al responsable de esos sonidos. La brisa salada le quemaba el rostro, resultado de las múltiples llagas obtenidas de aquellas tres semanas interminables que llevaban a la deriva.
¿Dónde estaba el rescate? Se preguntaban en todo momento. Sin agua, enfermos del estómago y con migajas de alimento, se hacían de la idea de que ya no volverían a ver tierra firme. Los primeros días habían logrado tener comunicación esporádica con la guardia marítima, quien les indicó que a la brevedad mandarían a un grupo de búsqueda a la posición donde se encontraban. Sin embargo las transmisiones cada vez tenían más interferencia y lo último que habían recibido era que había problemas en tierra y en cuanto los solucionaran estarían en camino a por ellos.
El graznido del ave se intensificó seguido por un aleteo, los otros dos hombres habían salido a cubierta a pesar de lo precario de su condición y pudieron presenciar el aterrizaje del ave al techo del yate.
¡Estamos salvados! —gritó uno de ellos—. Debemos estar muy cerca de tierra. La gaviota miraba cómo los hombres brincaban y se abrazaban de felicidad.
En un inicio, esta travesía había sido un viaje de pesca de fin de semana pero debido a la falta de preparación, y del mantenimiento del yate había concluido en la avería del motor a pleno mar abierto.
—¿Qué es lo que tiene colgando? —preguntó uno apuntando al ave. Parecía ser un trapo rojo lo que estaba enredado en una de sus patas y la gaviota estaba intentando quitárselo con el pico.
El ave aleteó y graznó fuertemente al enredarse aún más por lo que terminó siendo agarrada por uno de los hombres, el cual la desató y esta rápidamente emprendió el vuelo.
—¡Tonto! —le gritó otro de los desafortunados tripulantes—. Debiste matarla, pudimos haberla comido. Pero el hombre aún hincado donde había liberado a aquel animal no estaba poniendo atención a la exaltación de su amigo.
—¡Miren! —señaló mientras se levantaba—.
Lo que sostenía en las manos no era un trapo, era un cubrebocas, desgastado y manchado por lo que todos intuyeron era sangre.
Durante ese día, los tres hombres estuvieron más alerta de lo normal con la esperanza de encontrar señales de vida humana. Pero no fue hasta el atardecer cuando vieron la silueta de lo que pareciera ser un barco en el horizonte. Rápidamente dispararon la pistola de bengalas pero no obtuvieron señal alguna del barco que confirmara que los había visto, por lo que en su desesperación dispararon los otros dos cartuchos que tenían a bordo.
Casi a la media noche pasaron el navío sin poder acercársele lo suficiente, del cual vieron que tenía algunas luces encendidas, pero no daba señales de vida.
—Debe ser una broma, ¿no nos están viendo?
Pero por más que gritaron no tuvieron respuesta alguna. La frustración de los hombres no los dejó descansar durante el resto de la noche, acompañados de los rugidos de sus estómagos y de la insoportable sed, mientras intentaban comprender el motivo del porqué no tuvieron respuesta alguna del barco que les había pasado.
El siguiente día, mientras permanecían bajo cubierta conciliando el sueño, sintieron un intenso golpe en la proa del yate. Al salir a averiguar con qué objeto se habían estrellado se encontraron con un escenario completamente diferente a lo que ya estaban acostumbrados en aquellas semanas rodeados solo por agua. El mar estaba repleto de lo que a primera vista pensaron que era un basurero acuático. Decenas de gaviotas revoloteaban sobre aquel paisaje. Al observar detenidamente resultó que lo que pensaron era basura, era una enorme cantidad de botes, lanchas y veleros los cuales eran arrastrados por el vaivén de las olas.
El olor a podredumbre los invadió en cuanto salieron a cubierta, del cual encontraron su origen en cuanto descubrieron que se habían estrellado con un bote. Dentro de la lancha vieron los restos inflados y deformados por el sol de lo que alguna vez debió ser una familia, los rostros de estos estaban carcomidos muy posiblemente por las parvadas de gaviotas que iban acompañando aquel grupo de embarcaciones.
Era tanta la sed del grupo que, sin pensarlo, uno de los hombres se aventuró a bajar y saquear los restos de las provisiones que encontraron en la lancha.
—¡Al fin, algo de agua!
Bebieron extasiados y comieron de las pocas frituras que encontraron en el bote.
Conforme fueron ganando fuerzas continuaron la exploración de los barcos que se les iban acercando. En la mayoría encontraron gran cantidad de cadáveres, maletas atestadas de ropa, dinero, papeles personales y provisiones como atún y alimentos enlatados. Las gaviotas observaban atentamente cómo aquellos hombres realizaban rapiña en aquel cementerio ambulante. Para los amigos, era tanta la emoción de encontrar alimento que no les importaba caminar sobre los restos de las personas y ni siquiera se preguntaban cómo aquellos desafortunados tripulantes habían terminado en este lugar.
Después de la cena fue cuando comenzaron a cuestionarse el origen de los cadáveres, pero ya era demasiado tarde. Algo había hecho que esas personas hubieran zarpado hacia el mar. La mayoría de los botes no contaban con las llaves de arranque y se veía que intentaron forzar encenderlos (sin éxito aparente) y si agregas los remos rotos o intentos de estos que acompañaban los navíos daba la impresión de que habían huido de algo ¿qué pudo haber sido tan grave para preferir salir al mar en esas condiciones?
Aquella misma noche comenzaron con tos y esa horripilante fiebre acompañada de intensos escalofríos y fuerte dolor de cabeza.
—Estaban enfermos —murmuró uno de los amigos. y ahora nosotros también lo estamos.
A los dos días, el grupo de botes recuperó la calma y volvió a pertenecer solo a las gaviotas, estas, animadas por su nueva adquisición, bajaron al yate en busca de los cuerpos de los náufragos para hacerlos parte de su festín.
Eduardo Nápoles