Al poco tiempo de empezar a oírlo tuve la certeza de que no se trataba de algo normal. El silbido parecía formar espirales insoportables de melodía desafinada, pero que a su vez se tornaba en una sola y hermosa canción que se repetía durante cada noche y día.
Al principio no le di la suficiente atención ya que creí que sólo era el silbido de un ave desconocida para mí. Con el paso del tiempo, atrayéndome cada vez más su canto singular, la melodía comenzó a volvérseme tediosa, más insoportable, ¡increíblemente tétrica! Pero la toleré. La soporté ya que no era tan frecuente por la noche, sino que sólo me acompañaba en el desayuno, antes de ir a trabajar. Pero sus macabros detalles desiguales comenzaron a torturarme, a trastornarme, y ahora no sólo se aparecía generalmente en ese momento, sino durante toda la ausencia del sol.
Día y noche cantaba aquel extraño pájaro, sin descansar. Lo busqué entre el follaje de los árboles, moví las ramas buscando exaltarle, pero sólo salían volando palomas pacíficas. Intenté soportarlo un poco más de tiempo antes de intentar incendiar el árbol. Entonces llegó el invierno oscuro, las ramas de los árboles se habían desvestido y en ellas sólo eran visibles los nidos de los horneros. Yo esperaba durante todo el día a que aquella ave intolerable se apareciera cantando para que pudiera darle un placentero escopetazo. El momento llegaba, el silbido irregular resonaba por alguna zona indefinida, y una vez me encontraba preparado para disparar, ningún ave se aparecía.
Hubo días en los que llamé a mis amigos para que presencien mi tortura, y una vez llegado el momento no oían nada de nada. Les ofrecí que viviesen conmigo, al menos por un tiempo, pero ellos se negaban a convivir con un loco, como ellos me decían; así, perdí a todos mis supuestos amigos.
Observaba con sumo detalle las ramas secas de los árboles durante cada hora del día, tanto que hacerlo se me volvió un vicio; debido a esto olvidaba comer, bañarme, hacer mis necesidades; básicamente, perdía la razón del tiempo.
Mi apariencia se volvió repudiada, y debido a las pocas veces que me veían comenzaron a nombrarme “ermitaño” -generalmente, los residentes del departamento-. Pero yo no era eso ni mucho menos, a decir verdad, era más lúcido, consciente y sano que cualquiera, la diferencia se presentaba, además de en mi intelecto y apariencia, en lo desarrollado que estaban mis sentidos. Podía percibir, tocar cosas que ni siquiera estaban a mi alcance; también oírlas y verlas. Debido a esto sé que este animal, o lo que sea que producía aquel silbido escandaloso, se encontraba a una distancia sumamente cercana.
Un día desperté desconcertado, sentado sobre la ventana como siempre, sólo que aquella ave o animal había dejado de chillar. Dejé la escopeta a un lado y me puse de pie para comenzar a buscarla. Mis huesos tronaron como comida crocante y caí al suelo debido a mi pie adormecido. Entonces la oí. Tenía el oído apoyado a la madera del suelo sucio, sabía lo que estaba por debajo. Algunos niños corrían jugando y de hecho percibía sus pisadas retumbando en las paredes. También los veía felices con sus padres, quienes le daban unos objetos con los que, a mi parecer, producían un atronador chillido, una melodía retorcida y macabra, que aumentaba, aumentaba, y aumentó hasta el punto en el que casi me dejó sordo. Entonces entendí lo que debía hacer.
Actualmente, no creo que haya sido una buena idea. Ahora, los del piso de abajo, están bajo su suelo. Después decidí tomarme un baño, seguido a esto guardé mi ropa manchada de sangre, y cuando me decidí a dormir, creí escuchar un leve sonido, pero suficiente como para fastidiarme. Subía en murmullos débiles, pero luego se tornaron infernales; silbidos que provenían del mismo Hades, irregulares torbellinos de melodías espantosas, ¡el mismo chillido de Lucifer! Lo perseguí guiándome por mis oídos, y de nuevo me llevaron hacia el piso que había bajo mis pies. Quité las tablas de piedra, y lo que había allí fue verdaderamente horrible, algo que jamás creí poder presenciar. Entre la tierra húmeda y la madera podrida se retorcían unos seres diminutos, peludos, de rostro alargado al igual que su cola rosácea. Chillaban y chillaban, y cuando me vieron no supieron hacia dónde correr. Al oírlos caí al suelo como una piedra, y recuerdo que comencé a gritar aterrado, oyéndolos silbar irregularmente a mi oído.
Desperté acá, entre paredes blancas. Vi a una silueta bajo la apertura de la puerta; le pedí una pluma y un cuaderno, me lo dio. Le pregunté que en dónde me encontraba, me respondió que en el manicomio, y me encerraron por haber enloquecido debido a unas ratas, seres de los que jamás había oído hablar.
Robert Gray