El oro del U-2554

Aunque para efectos prácticos estábamos en medio de la nada en el océano, el GPS del yate señalaba los 33°10’ Latitud Norte y 39°18’ Longitud Oeste. Segundos más, segundos menos de donde el año pasado los drones submarinos habían ubicado la posición actual del U-2554, a tres kilómetros de profundidad, sobre la Dorsal del Atlántico.

Después de soltar el ancla escuché a Frank destapar una lata de cerveza a mis espaldas y le hice una señal con la mano para que me arrojara una a mí. Teníamos que brindar: nos habíamos tardado más de un año en juntar el dinero para volver aquí, y esta vez la meta no era obtener algunas imágenes borrosas de sonar, sino entrar al submarino. Si la investigación de Frank estaba en lo cierto, dentro nos esperaba un auténtico cargamento de oro nazi, uno que jamás llegó a Argentina.

Después de beberse la lata, Frank la comprimió fácilmente entre sus manos, como probablemente la presión lo había hecho con el navío en 1944 mientras sus sesenta tripulantes se ahogaban y se precipitaban a su fría y negra tumba submarina. Mi amigo se sentó delante de su laptop y empezó a teclear con la mirada clavada en la pantalla. Ningún buzo podría llegar al U-Boot sin un sumergible apropiado así que para economizar Frank me convenció de que construyéramos el robot antropomorfo al que bautizó como “Gustav”.  La razón de hacerlo más o menos humanoide, en vez de hacerlo con forma de disco hidrodinámico, era porque consideró que así sería más sencillo moverse en los pasillos y camarotes diseñados para seres humanos. “Gustav” era apenas un rectángulo de plástico y metal con partes neumáticas y motores eléctricos de metro y medio de altura, pero sus cuatro brazos prensiles tenían suficiente fuerza para cargar cien kilos, y un soplete de hidrógeno. Aunque le insistí a Frank que lo engancháramos a una grúa en caso de que fuera necesario subirlo, él se opuso, arguyendo que le restaría movilidad dentro del submarino. Tenía además de unos potentes faros, tres cámaras de HD que nos permitirían ver en tiempo real lo que encontrara. En caso de que “Gustav” no encontrara oro, al menos nos ofrecería buen material en video que podríamos vender a alguna cadena de TV por cable o de streaming.

El sol de medio día ya era bastante intenso bajo un cielo sin nubes cuando Frank terminó de probar a “Gustav”. Me hizo una señal y lo enganché antes de mover la grúa, despacio y con cuidado para colocarlo fuera de borda, permitiendo que se posara en el mar. Antes de soltarlo Frank probó los motores eléctricos y a su señal nuestro bebé ya estaba haciendo su primera inmersión en mar abierto. Frank había adaptado un control de playstation para manejarlo y parecía tan sencillo que me sentí tentado a que me dejara jugar con él. Pero esto no era ningún juego, si esto no funcionaba los dos nos iríamos a la quiebra. Él perdería su casa hipotecada y yo el bote. Así que murmuré una bendición y vi como “Gustav” se convertía en un borrón blanco azulado conforme se hundía rápidamente.

El sonar le permitió a Frank corregir el curso de “Gustav” mientras bajaba. Ya quería encender los faros y ver el submarino pero no tenía sentido desperdiciar electricidad en las primeras dos horas de descenso. Finalmente los sensores detectaron al U-2554 cien metros más abajo y las propelas de “Gustav” disminuyeron su velocidad. Las luces se encendieron y tras casi ochenta años, ojos humanos vieron de nuevo con perfecta claridad la cubierta del submarino alemán, tapizada de detritus y sobre la que fantasmales crustáceos huían del haz de luz. Durante una hora exploramos el casco del submarino buscado un hueco por donde “Gustav” pudiera entrar, y obteniendo una grabación que por sí misma ya nos garantizaría algo de dinero si la movíamos bien, pero que podría ser mucho más si el dron encontraba por dónde entrar.

Finalmente, tras posarse en el fondo cerca de la proa y después de que el sedimento se disipara, una hendedura retorcida pareció ser lo suficientemente ancha como para que “Gustav” entrara por ella. La corrosión, depósitos calcáreos y algunas colonias de moluscos habían invadido la nave y el robot trepó por encima de la cámara de torpedos y avanzó lentamente. El daño era tan extenso que no fue difícil acceder por el estrecho corredor principal en el que perturbamos el reposo de algunos peces albinos. “Gustav” avanzaba a saltitos en medio de una ligera nevada de restos de animales marinos que se habían colado al interior y que levantaba conforme se movía hacia una escotilla redonda, una tráquea inútil en medio de un maraña de tripas e instrumentación reventada, que seguramente habían cedido ante el embate del agua helada en los primeros minutos del naufragio. Fue entonces cuando Frank mencionó que era raro que no hubiéramos visto ningún cadáver. ¿Pero realmente podría haber quedado algún resto casi un siglo después? Le sugerí que mejor buscáramos en las áreas de carga algún rastro del oro, pero me dijo que primero quería explorar el puente.

“Gustav” accedió por una escalera marina y se topó con una escotilla cerrada. Al principio pensé que bastaría la fuerza de sus brazos hidráulicos para abrirla, pero no pudo. Frank activó el soplete y después de media hora, había rajado el metal lo suficiente como para afianzarse con sus tres extremidades, y haciendo palanca con la otra, arrancar un fragmento lo suficientemente grande como para permitirle pasar sin dificultad.

Ojalá no lo hubiera hecho.

Si no lo hubiera visto en vivo, en alta definición y a la intensa luz de los faros hubiera pensado que era un engaño, un truco de efectos especiales. Y probablemente es lo que todos los escépticos del mundo dirían si lo vieran. Pero Frank no estaba asustado, estaba sorprendentemente calmado aunque estábamos mirando en vivo aquellos seis cadáveres. Eran  apenas esqueletos cubiertos de algas cuyos ojos de mirada confundida parecían brillar reflejando la luz que los había arrancado de su reposo. Los seres se hicieron a un lado, como sombras que temieran el amanecer y quisieran volver al sueño que se les había negado casi un siglo después.

Entonces, cuando se movieron vimos a otro más. Estaba sentado en una caja derruida mirándonos desde un solo ojo, ya que el otro no existía, era sólo una cuenca surcada por un tajo negro que nacía en su pómulo y terminaba en donde debiera estar su ceja. Aquel movió la mandíbula lentamente como intentando hablar, y acarició codicioso la caja clavando en su podrida superficie las falanges descarnadas. Juro que a través de las cámaras él sabía que lo mirábamos, y del mismo modo a través de los lentes de “Gustav” nos devolvió la mirada.

Frank apretó los dientes y se puso de pie. Movió el control del dron submarino y este le mostró al ser lo que equivaldría a su antebrazo izquierdo. El cadáver tuerto se echó al frente para ver mejor y después abrió y cerró su mandíbula todo lo que pudo, moviendo espasmódicamente la cabeza hacia los lados y su único ojo destelló con rabia. Le pedí a Frank que apagara la cámara, que nos fueramos de ahí, que ya no me importaba el robot ni el bote ni su maldita hipoteca ni el oro. Pero mi amigo se giró con un rencor viejo en la mirada. El número que “Gustav” tenía en su extremidad, era el A-26707, el mismo que le habían tatuado a su bisabuelo cuando lo metieron en Auschwitz, donde le arrancaron los dientes de oro igual que a muchos más antes de que su único hijo y el resto del Ejército Rojo se abrieran paso a cañonazos y pudieran salvarlo. Ese oro estaba maldito, y  esta noche aquel asesino tuerto, Kapitänleutnant Messermaul, y lo que quedaba de su tripulación  ya no podrían esconderse del juicio de la historia.

“Gustav” encendió de nuevo la antorcha de hidrógeno que centelleó en medio de burbujas ardientes. La llama provocó que el tuerto se pusiera de pie y señalara con su garra huesuda al frente, dando la orden de atacar. Pero Frank no le dio ni un instante de ventaja a aquellos marinos malditos: giró el brazo hidráulico y alcanzó con la llama la manguera de combustible. “Gustav” iluminó el sepulcro de aquellos seres con una bola de fuego elemental, y juro por lo más sagrado que le pedí a Dios que los torpedos del U- hubieran detonado con la misma explosión.

Sin embargo nunca lo sabré porque en cuanto perdimos la señal salimos avante toda del lugar. Remontamos la ola que aquella onda expansiva había desplazado hasta la superficie, y no dormimos en toda la noche, hasta llegar a puerto; pensando que jamás, en lo que me quedara de vida, volvería a acercarme al mar.  

 

Abraham Martínez Azuara

 

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