Murió en mis brazos mientras hacíamos el amor. Sostenía mis hombros y yo me aferraba a la pared para no caer ante la fuerza de su embate. Gritó muy fuerte y pensé que había alcanzado el clímax, pero no fue así, su cuerpo se puso rígido y un rictus de dolor cruzó su rostro. Le grité, traté de reanimarlo, pero fue cuando vi que se había transformado en un ser abominable. Me asusté tanto que lancé un grito que despertó a toda la abadía.
Él me mostró las vilezas que esconde el alma humana desde el primer día en que lo conocí. Todas las noches al terminar el fornicio me azotaba con un cuero de cabra negra que ataba a la cogulla. Accedí a la sodomía por temor, pero después lo disfruté. Creí en sus promesas de vida eterna, fui parte de sus ritos, bebí con él la sangre que emanaba de animales muertos.
Le suplico, Abad, que me dé la oportunidad de salvar mi alma y me ayude a salir del putridarium al que por castigo me confinaron para acompañar en la muerte a mi amante. He visto cómo cientos de larvas nacen de su cuerpo y después vuelan para meterse en su carne muerta. ¡Ahí están! Llaman a otros seres carroñeros. Él se equivocó, la vida eterna no existe, he visto caer su carne podrida y los jugos pestilentes llegan hasta mí. Por las noches, ¡oh, Padre! Se aparece una cabra negra que bala con voz de hombre y bestia; se levanta en dos patas y me azota con su enorme cola, me hace sangrar, bebe de mí hasta saciarse y finalmente me sodomiza.
¿Padre? ¿Me escucha? ¡Sáqueme de aquí! No puedo más.
—¡Bbeee! ¡Bbeee! ¡Bbeee! ¡Airght bbbbbbeeeee!
Verónica Miranda Maldoror