Centinela

Encaramados en las murallas de la Ciudad vencida, los robots del ejército conquistador arrojan desde lo alto a los hijos de su enemigo.

Más allá de esas paredes, decenas de filas formadas por aquellos prisioneros que todavía pueden portar un saco, recorren las tierras de siembra regándolas con sal.

Mientras tanto, en el palacio real, los cadáveres del Monarca y su esposa están colocados burlonamente en sus tronos.

El General Alop, el invasor asesino, les hace una reverencia socarrona y les da la espalda para iniciar los festejos haciendo un brindis en el pequeño cráneo del Príncipe heredero.

La ovación de sus soldados es estrepitosa y ahoga en parte los gemidos agónicos de las mujeres ultrajadas.

Ejerciendo mi dudoso privilegio, soy testigo de todas estas acciones, sentado en la cabecera de la mesa de oficiales.

Tras su discurso, el General pide silencio y se acerca hasta mí para ofrecerme el horroroso cáliz.

Todos me observan.

En mis labios se apoya el borde irregular de los huesos y puedo adivinar entre los restos de piel los rizos morenos de quien en vida fuera el niño más amado de mi urbe.

La boca se me contrae en un rictus de espanto.

Ante un guiño del General, el oficial que está a mi derecha me golpea la mano y quedo bañado en sangre y vino.

Las risas llenan el recinto y los músicos empiezan a tocar el himno del victorioso.

Los respaldos de las sillas azotan el piso, mientras las tropas se ponen de pie para aullar su gloria.

Ya he dejado de existir para ellos.

Salgo del palacio entre la indiferencia y vuelvo a mi condena. Soy el fallido centinela que todas las noches es vencido por el sueño y que en cada despertar ve devastado un nuevo Reino.

 

Santiago Repetto

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