Arte naturalista

Le gustaba lo que hacía cada tarde.
Le gustaba declamar, exclamar, pontificar. Oír su propia voz. A veces pensaba que incluso amaba el hecho de que casi nadie le prestara atención porque eso hacía más especial que sus palabras –que La Palabra– entraran en ciertos escasos corazones.
Pero en general no se engañaba. Le habría gustado que la recepción fuera otra. No tener que ver, en la plaza donde hacía lo que hacía, esas expresiones en las caras de la gente. Parecían insultarlo con la simple mirada. Parecían juzgarlo ellos a él por no dejarlos descansar tranquilos, en aquellos bancos incómodos, de una vida plagada de esfuerzos mal recompensados, de soledad, de tantas decepciones.
Un día cierto hombre muy bien vestido lo escuchó y lo invitó a su casa: quiero que prediques para varios amigos, le dijo. Alegría, sorpresa y orgullo fue lo que sintió. Se subió al Mercedes Benz; se bajaron en el patio de una gran mansión.
Le sudaban las manos, le tiritaba la quijada. Al fin un grupo de pecadores estaría colgado de sus palabras; se había preparado toda la vida para esto. Y aunque sintió una repentina inquietud, la descartó por inexplicable. Un par de horas después estaba frente a un montón de personas que, sentadas ante sendos caballetes, pintaban con silenciosa concentración cada una un retrato. No ponían atención a las palabras de él que, semidesnudo, con la cabeza ensangrentada por una corona de espinas y clavado de pies y muñecas a una cruz, les decía que se moría de sed y aceptaría cualquier cosa para calmarla, incluso vinagre; que podían quedarse con su espíritu, pero que por favor le devolvieran la libertad de sus manos; que lo perdonaran si había hecho algo para ofenderlos, porque antes no sabía lo que hacía.

 

Felipe Uribe Armijo

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