Amor mío

Cuando hablo acerca de mi padre siempre cuento la misma historia. El día que a los siete años me caí del columpio.

Recuerdo que era agosto. El calor durante el día se había vuelto agobiante, sofocante, pero yo, a esa edad, era toda caprichos. Recuerdo sus manos, grandes, duras, pero  cuando me tomaba de las mías, eran suaves y delicadas. Me sujetaba como si fuera una muñeca de porcelana. Mi largo cabello ondeaba al aire mientras caminábamos hacia el parque, lo sé porque veía mi sombra en el piso mientras iba dando saltos, emocionada. El parque que estaba a unas cuantas cuadras de nuestra pequeña casa era un enorme pulmón para la ciudad. Lleno de árboles y juegos, diversas plantas y una vía para correr o andar en bicicleta. Tenía, además, tres quioscos dispersos entre sus terrenos, uno más hermoso que el otro. A mí me encantaba escalarlos y desde lo alto podía ver la cara de terror de mi papá cada que yo hacía una acrobacia. Yo hablaba mucho, demasiado y mi papá, siempre con esa calma en su rostro me escuchaba mientras yo contaba mis aventuras de niña. Solíamos ir al resbaladero, los subibaja, los pasamanos, pero mis favoritos siempre fueron los columpios. A esa edad siempre pensé que mi papá le tenía miedo a todo, después entendí que su principal miedo era perderme.
Recuerdo que subí al columpio y tomé impulso, una y otra y otra vez hasta que veía que mi sombra se hacía pequeña con el vaivén del juego. Entonces, sin previo aviso, pasó. Una de las cadenas que sujetaban el asiento del columpio se rompió, caí mientras estaba en lo más alto y mi cabeza fue la primera en aterrizar. Papá corrió con el color gris en su cara, suplicante, me levantó del piso y me inspeccionó de pies a cabeza. Yo lloraba y por un momento creí que él también. Me levantó y me llevó a casa, esa noche se la pasó en vela cuidándome, siempre al pendiente de un dolor póstumo o algún corte que no hubiera visto. Pero eso sí, nada de doctores.

Durante mi niñez nos mudamos mucho. Mi papá decía que era por su trabajo. Aunque él tenía muchos y hacía de todo. Su pasión, sin embargo, siempre fueron los relojes. Arreglaba encargos durante las noches mientras en el día conseguía todo tipo de empleos. Cerrajero, ayudante de carnicero, empleado de un súper, ayudante de albañil. Yo me adaptaba rápido a las escuelas y los nuevos amigos, pero entonces algo pasaba en el trabajo de papá y había que volver a mudarnos. Cuando eres hija única y tu mundo cambia constantemente esto puede llegar a frustrarte, y a los catorce años comenzó mi etapa rebelde. Todo lo cuestionaba, todo preguntaba y por todo peleaba. Papá solía soportar mi mal genio, incluso en sus días difíciles. Pero a veces estallaba levantando la voz y luego yéndose a su habitación a reparar relojes. Nunca me pegó.

Un día en el lado oriente de la ciudad fuimos a recoger algunas piezas para relojes. Mi papá parecía nervioso, él decía que esa parte de la ciudad no le gustaba, que era peligrosa. Yo tenía dieciséis años, deambulamos un poco por el mercado de segunda mano, luego fuimos en autobús al centro comercial por unas refacciones especiales, luego de camino a casa mi papá dijo que me había ganado un helado. No quise contradecirlo, ni siquiera comentarle que ya no era una niña de siete años, pero, a veces, las cosas más preciadas de la vida vienen en forma de helado con la compañía de tu padre. Llegamos a una heladería que mi papá recomendó y entonces pasó algo muy extraño. Mi papá se detuvo frente a una mujer que llevaba dos niños, un pequeño de seis o siete años y un bebé de brazos. Sentí que el cuerpo de mi papá se puso tenso y luego frío. La mujer lo vio, luego dirigió su mirada a mí y después de regreso a él. En su rostro sólo había confusión y luego miedo. Pero cuando me vio a mí, su rostro se convirtió en una máscara amarga, como si yo le diera asco… O miedo.
Papá y yo dimos media vuelta y casi corrimos del lugar. Entonces dijo las palabras que tanto me habían aterrado escuchar: «debemos mudarnos». Discutí, quise saber quién era la mujer, quería saber de dónde la conocía, pero él en ese momento no dijo nada. Y entonces nos volvimos a mudar.

Cuando cumplí diecinueve años, papá me dejó un regalo sobre la mesa. Yo me preparaba para ir a la escuela, con mucho sacrificio habíamos logrado entrar en la universidad. Pluralizo porque siempre fue un trabajo en equipo, yo con mi promedio y mi papá con su trabajo. Cuando vi la caja en la mesa me extrañó un poco, vivíamos austeramente, no éramos totalmente pobres pero tampoco alcanzábamos un nivel económico estable. La caja tenía una nota encima: «Para mí Lucy que brilla en el cielo como un diamante», me gustaba que me dijera así, amaba esa referencia, sonreí al verla. La caja tenía dentro una laptop y un reloj Casio muy, muy viejo con otra nota: «fue de mi padre, ahora es tuyo”. Todo ese tiempo en su habitación arreglando relojes, también se daba el espacio e intentaba hacer funcionar ese viejo Casio. Lloré de la emoción y también por el sacrificio.

La vida escolar fue una cosa extraña para mí, sobre todo en mi niñez y las mudanzas. Sin embargo llegada la universidad las cosas tomaron un nuevo equilibrio. Nuestra vida juntos se resumía en las horas de comer o cenar. Siempre nos sentábamos juntos, siempre charlábamos sobre algo pero durante mi carrera, la mesa estaba siempre llena de libros, fotocopias y la laptop que papá me había regalado y detrás de todo eso estaba él, viendo cómo me esforzaba. Mientras yo lo veía cada vez más cansado, con arrugas en su frente y cerca de los labios, su cabello dejó de ser completamente negro para darle espacio a esas hebras grises de la edad pero parecía rejuvenecer cada que me veía por la forma en que sonreía. Seguíamos siendo un equipo imparable.

Entonces llegó ella.

Los horarios de clases siempre fueron una tortura, hubo muchos sacrificios que se hicieron a lo largo de la carrera. Hubo días en los que los pasaba enteros en la universidad. Entre carreras a la biblioteca, al centro de cómputo, a las aulas de clases y ocasionalmente a la cafetería. Era un caos interminable que yo cumplía gustosa. Luego, un frío día de noviembre, entre descansos yo platicaba con varios compañeros cuando una mujer me tocó al hombro. Cuando volví la mirada el rostro de la mujer se me hizo muy conocida, al momento no pude recordarlo bien pues habían pasado años. Pero ella me reconoció e incluso sabía mi nombre.
—Lucy —preguntó con voz temblorosa—, ¿de verdad eres tú?
—Perdone… ¿la conozco?
—No —se contestó la mujer a si misma—, no puedes ser tú. Pero eres idéntica.
—Señora, creo que se confundió.
Ella me miró un largo rato, una lágrima solitaria resbaló por sus ojos y mejillas y posó su mano derecha sobre mi rostro. Yo no supe qué hacer ni qué pensar pero su contacto no me molestó en lo absoluto, olí una fragancia que me resulto inquietantemente familiar, cerré los ojos por un segundo intentando averiguar de dónde venía ese aroma, o incluso, de cuándo. La mujer retiró su mano y yo salí de ese trance, abrí los ojos y la vi dando pasos hacía atrás, sin apartar la vista de mí, entonces, dijo: «Eres idéntica a mi Lucy pero ella ya brilla en el cielo, entre diamantes».
La frase, el olor, su mirada. Había tanto de ella que necesitaba conocer pero en ese momento, en medio de un ataque de miedo, me quedé paralizada. Mi papá siempre me decía así, ¿cómo podría saberlo esa mujer? Y por qué su mirada me recordaba tanto algo que no lograba ver. En ese momento fui yo quien lloró, como si el sentimiento se hubiera quedado suspendido en el aire y se impregnara en la persona más cercana.
—¿Quién es usted? —le pregunté en un susurro débil
La mujer se fue sin decir nada más. Se desvaneció entre el gentío que entraba a clases y las personas que transitaban fuera de la escuela. Y yo me quedé ahí, de pie, esperando sólo Dios sabía qué cosa. Entonces, como un chispazo, recordé su mirada, era la mujer de los dos niños en la heladería. Y mi papá sabía quién era. Así que tomé mis cosas, me salté clases y fui directo a casa con la esperanza de que papá estuviera ahí y me dijera lo que estaba pasando.

Al llegar a casa entré como si fuera un torbellino destructor, azotando la puerta, moviendo sillas, y la mesa, tirando la mochila lejos y dejando la laptop en la pequeña barra entre la sala y la cocina. Le grité a papá pero no estaba en casa. Lloré un poco más. Mi cabeza hizo demasiadas preguntas, demasiadas teorías. Entre en mi cuarto y busqué un viejo álbum familiar. Mi papá cuando yo era niña me dijo que mamá nos había abandonado. Que estábamos solos. Pero ¿y si no era así? ¿Y si esa mujer era algo más que una señora loca? Me fijé en las fotos pero no había dudas. Éramos solamente nosotros dos. Luego, como si una luciérnaga con su luz me guiara se me ocurrió entrar en la pequeña habitación de papá. Rara vez lo había hecho pero él prefería que no lo hiciera ya que decía que era espacio para hombres. Un ligero ataque de ansiedad comenzó a apoderarse de mí. ¿Y si encontraba algo que no me gustara? ¿Y si ese hombre no era mi padre? ¿Y si me había robado de pequeña? Había demasiadas incógnitas inundando mi cabeza en esos momentos. Hasta que entré.

La habitación de mi papá a diferencia de la mía era más pequeña, con sólo la cama y un escritorio de madera con un cristal encima lleno de papeles, hojas y una caja con refacciones para reloj. Una lampara encima iluminaba su área de trabajo. Parecía una eternidad desde la última vez que había estado ahí. Olía a aceite, metal y un ligero toque de perfume. Pasé la mano por el escritorio y sentí un ligero toque estático luego escuché un zumbido, como cuando enciendes un televisor y este tarda en arrancar, pero nada más. Ahí no había nada que me dijera qué era lo que necesitaba saber. Entonces decidí esperar a papá en la pequeña sala. Rezando a cuanto santo supiera para que llegara temprano.

Dos horas después llegó y me sorprendió dormitando en la sala.
—¿Qué haces aquí, Lucy? —preguntó.
Papá, necesitamos hablar.
—Oh, no, un tono ominoso ––dijo él en son de juego.
—Es serio, papá.
—Ok, ok, entiendo, ¿qué pasa? Aún faltan doce días para la mensualidad.
—No… no es sobre la escuela. ¿Recuerdas a la mujer de la heladería?
Papá se congeló. Pude escuchar como pasaba saliva y vi cómo su rostro tomó un color cenizo. Dejó su mochila sobre la mesa, algunas refacciones tintinearon dentro. Tomó una de las sillas más próxima y se sentó.
—¿Qué pasa con ella? —me preguntó afable pero su tono era frío.
—Hoy… no sé cómo supo pero hoy me visitó en la escuela.
—¿Qué?
—Llegó y dijo mi nombre y me… acarició el rostro… Papá, ¿qué esta pasando? Necesito saber la verdad.
Papá se quedó callado unos momentos. Luego me miró y se pasó los dedos por los ojos, estaba cansado, se le notaba, pero yo quería una explicación.
—¿Sí soy tu hija? —le pregunté.
—¿Qué? Claro que eres mi hija, ¡no lo dudes!
—Entonces, ¿qué esta pasando, carajo? —le grité.
Papá me vio como si mi rostro le fuera desconocido o por el contrario, como si supiera perfectamente lo que podría venir después. Se recargó en la silla, me miró con sus ojos llenos de agua listos para derramar las lágrimas. Suspiró y me contó: De niña caíste muy enferma, creímos que morirías. Hicimos todo lo posible pero no había doctor que supiera qué estaba pasando contigo. Nos desesperamos tanto que la vida se volvió una constante batalla, una guerra entre nosotros. Entonces, cuando comenzabas a recuperarte, ella nos dejó. Creo que no pudo con tanto.
—Pero… tiene dos hijos —dije más para mí misma que para él.
—No puedes culparla, a veces no sabemos cómo solucionar las cosas y a cierta edad uno tiende a correr.
—Ella habló como si yo hubiera muerto…
—A veces nos evadimos de cierto modo, Lucy. Es de humanos.

Nos abrazamos y no dijimos nada más. Tuve un momento de dolor que se clavó en lo más profundo de mi ser. Una madre que no me quiso o le di miedo. ¿mi vida habría sido diferente? Pasaron los meses y una parte de mí quería volver a verla, quería buscarla, saber porqué nos había dejado. Ella no volvió. Y después de un tiempo yo dejé de esperar. Luego llegó la graduación después mi primer empleo formal. Posteriormente como mis cosas se estaban acumulando en la pequeña casa de papá, decidimos que mudarme era buena idea. Él estaba consciente de todas las cosas que iban a cambiar en su vida pero nunca se quejó al respecto. Me dolía tener que dejarlo solo, saber que nunca volvió a casarse ni se emparejó con nadie. Pero como él mismo decía, así estaba bien.

Mi trabajo en el campo de ciencias aplicadas de la biología me llevó a muchos estados, luego a países, a diferentes conferencias, a diferentes campos. Siempre que lograba un reto, por muy pequeño o grande que fuera pensaba en papá. En sus ganas y compromiso para conmigo. Que nunca se dejó vencer ni se dejó apabullar por las situaciones en las que vivimos, él siempre estuvo ahí conmigo y aún lo está. Papá murió una noche de octubre. Solo en casa mientras leía una de sus tantas novelas. Al parecer todo su día había sido de lo más común. Trabajó los últimos diez años en un despacho fiscal, llegó a casa, se bañó, preparó su cena, acomodó su sillón favorito para leer y ahí se quedó dormido. Los médicos forenses dicen que su corazón estaba débil, que murió mientras dormía. Un sueño eterno y apacible. En su funeral nos acompañaron muchas personas, de toda clase de personas. Al parecer papá era una persona muy querida. Sin querer de pronto la recordé. La busqué en los alrededores de la iglesia, luego en el campo del cementerio pero nunca la vi. Sentí por un momento que también la dejé en el lugar con papá. Sin pedirle ni necesitarla para nada. Ahí, esa tarde de octubre, despedimos a papá. Me gustaría decir que la ultima vez que lo vi nos sonreímos y nos despedimos como siempre, él dándome un beso en la frente llamándome Lucy en el cielo con diamantes y después me abrazó y que me dijo que estaba orgulloso de mi. Que a donde quiera que él haya ido nos volveríamos a ver, tal vez en aquel viejo quiosco del parque en el que solíamos ir a jugar. Que me levantaría por los aires y reiríamos como posesos por lo divertido que era aquello. Pero volví a ver a papá en su viejo cuarto y eso me rompió el corazón.

Un mes después fui a mi vieja casa. Su presencia seguía ahí, entre los muebles, la cocina, su cuarto. Limpié lo mejor que pude, sacudí la tierra de los muebles, de los libros. Cubrí la mesa y las sillas con manteles. Fui a mi viejo cuarto y seguía tal y como lo había dejado. Barrí y trapeé lo mejor que pude, pero siempre relegando el cuarto de papá. Seguía siendo su santuario sagrado y me negaba a entrar. Hasta que al final lo hice. Abrí la puerta y esta chilló por lo vieja que era. Encendí la luz y vi sus cosas tal y como las recordaba del día que entré buscando respuestas. Sólo que el escritorio estaba limpio, sin hojas, ni refacciones, ni lámpara, solamente el cristal encima. Pasé mi mano por la superficie lisa y entonces volví a escuchar ese zumbido, como el de un viejo televisor. El cristal cobró vida en fragmentos luminosos, mostrando archivos y carpetas holográficos. El escritorio entero de mi papá era una computadora. Me saltaron a la vista iconos de carpetas y archivos, luego, moví la mano de izquierda a derecha, como intentando apagarla, aun con lo sorprendida que estaba no quería husmear en sus cosas, ni siquiera me preguntaba cómo lo había conseguido, simplemente sentía que estaba husmeando. Al pasar la mano e intentar apagar el aparato ese, una grabación de papá saltó frente a mí. Se veía exactamente igual a la última vez que hablamos, en ese momento la grabación parecía verme directo a los ojos y entonces comenzó a hablar.
—Hola, Lucy, si estás escuchando está grabación significa que yo estoy muerto y la configuración se adaptó a tu huella digital. Ojalá pudiera verte de frente una última vez y poder abrazarte y decirte esto en persona, pero me temo que siempre tuve terror de que me abandonaras a causa de mis pecados del pasado. Toma asiento, te contaré una historia que pesa en mi alma y tal vez así obtenga un perdón y un descanso decente. Cuando naciste… tu madre y yo ya no estábamos juntos. Lucía, nuestra primera hija, murió a la edad de cinco años. Eso nos devastó totalmente. Mi esposa dejó de comer, dejó de salir, quería morir junto con nuestra hija. Yo, por mi parte, me enfoqué en el trabajo. Estaba en medio de una investigación muy importante, cuando, en medio de un baño, noté uno de los cabellos de mi pequeña aún enredado en su botella de champú. Lo levanté con cuidado y lo llevé de muestra al laboratorio donde trabajaba. Una empresa privada era la que nos daba los fondos para la investigación en curso, quise aprovecharlo todo y jugarlo el todo por el todo. Aun a sabiendas de los resultados, estaba desesperado por volverla a ver. Le conté todo a mi mujer y ella no pudo con la alternativa, dijo escandalizada que era una abominación siquiera pensarlo. Luego ella simplemente se fue. Pero yo no podía parar, lo necesitaba para seguir viviendo. Entonces, como un verdadero milagro a base de ciencia, llegaste tú. Lucy, mi pequeña niña. Pero el laboratorio quería dejarte ahí para cerciorarse que crecías correctamente y yo no podía permitirlo. Así que huimos, juntos. Y fue lo que siempre hicimos.

Me quedé un momento sin hacer nada, pensando que era una broma de muy mal gusto, que en cualquier momento mi papá reiría y me diría que me amaba, que descansara. Que nos veríamos por la mañana. Pero la computadora soltó datos e informes detallados, videos, avances. Así que lo que mejor pude hacer fue salir de ese lugar y vomitar en el baño. Salí corriendo de mi antigua casa y no volví. No miré atrás, no me quedé y jamás regresé.

—Y ahora estamos aquí, bajo este viejo árbol, en este viejo parque.
—¿Y querías contarme todo eso? ¿Por qué?
—Papá una vez me dijo que las personas solemos actuar muy erráticamente al momento de estresarnos o asustarnos. Además, cierta parte de mi quería volver a verte.
—Siendo sinceras yo también quería verte. Ver lo que pudo ser mi Lucy.
—No soy ella, jamás podría serlo, eso también quería decírtelo.
—Lo sé.
La mujer sonrió y se alejó caminando en medio del parque. Pasó por el quiosco y lo vio de hito en hito, por un momento deseé que ella hubiera estado ahí con nosotros cuando era una niña. La mujer volteó y sonrió, una lágrima caía por su mejilla, después sólo se perdió entre los arboles y los juegos. Yo me senté en una banca y observé a mi hijo correr entre los escalones del quiosco mientras jugaba con su padre. Me pregunté si al morir yo también podría ir a ese lugar especial. Poder volver a ver a mi papá y reír con él. Pero… aun a pesar de todo… ¿seguiría siendo humana? Volteé a ver los árboles y cómo la luz se filtraba entre ellos, sonreí también, me levanté y caminé hacía donde estaba mi hijo y mi esposo. Ya dejaría que pasara lo que fuera más adelante.

Jorge Robles

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