En el reino de Siris, en una época en donde las flores aparecían tímidas por el camino, llegó a la taberna de Monte Verde el caballero andante, Renhart el matadragones.
Dejó apostado en una viga a su caballo y entró. El sitio estaba prácticamente vacío a no ser por una mesa ocupada por un grupo de viejos que jugaban al bosque indómito: un tablero en el cual varias piezas en forma de árboles debían derrotar con estrategias a figuras con forma de dioses antiguos. Los ancianos observaron a Renhart con rostros sonrientes. Les llamó la atención que aún usara una espada de doble filo ceñida a una armadura de hierro típica de las zonas del este. En la barra había un hombre, también viejo, que limpiaba tranquilamente los tazones de madera.
—¿Qué quiere beber? —preguntó.
—Mi nombre es Renhart el matadragones y vengo de las Tierras del Este. Soy hijo de Rollo, hijo de Rumhol, hijo de Reitz. He venido a Siris en busca del dragón Ornitotheiros para darle muerte.
El dueño de la taberna observó con sorpresa a los otros ancianos. Estos rieron. Bebían una mezcla de alcohol con jugo de hongos.
—¿De qué reís vosotros, ancianos? ¿Acaso queréis sentir el poder de mi espada?
Los ancianos rieron aun más. Uno de ellos se levantó y se acercó a Renhart.
—En Siris hace tiempo que no existen caballeros —dijo el anciano— y mucho menos dragones. De hecho con mis amigos aquí presentes, nos dedicamos a desenterrar huesos de dragones y venderlos a coleccionistas. Mire.
El viejo les pidió a sus amigos que sacaran un saco de debajo de la mesa. Al abrirlo, extrajeron de su interior unas vértebras enormes. También había dientes de dragón. Renhart quedó asombrado.
—¿De dónde habéis sacado esos huesos? —preguntó.
—En Monte Verde hay muchos lugares en donde puedes encontrar estos huesos, hijo. Pero no verás nunca un dragón. Aquí ya no existen —contestó el anciano con determinación.
—Tenemos una teoría de porqué se acabaron —exclamó otro anciano. Sacó de entre sus ropas un pliego en donde había un esquema con dibujos—. Según nuestros estudios, los dioses se convirtieron en semidioses. Estos se convirtieron en hombres. De un grupo de los hombres aparecieron los dragones y ahora estos se transformaron en otro tipo de criaturas que algunos viajeros dicen haber visto en los bosques. No vuelan ni escupen fuego.
Renhart se sentó en una silla, cabizbajo. Necesitaba matar al dragón para pedir la mano de Dominique, la princesa del reino de las Tierras del Este.
—Yo sé adónde aún hay un dragón —dijo el hombre de la barra—. Está en la tierra de los duendes grises. No son criaturas muy amables pero si les das oro o dinero, te dirán el lugar exacto en donde habita ese dragón. Debes seguir unos ochenta kilómetros hacia el sur.
Rápidamente, el espíritu volvió a Renhart. Montó su caballo y partió rumbo al sur. Luego de dos días de viaje llegó hasta un pueblo llamado Canción Antigua. En un cartel de roble rezaba el lema «Aquí los duendes grises dominan». Entró al pueblo. Se encontró con casas pequeñas aisladas unas de otras como repartidas al azar. Parecían abandonadas. Vio un par que habían sido quemadas. El olor a putrefacción todavía se podía percibir. Dejó a su caballo amarrado a un árbol y avanzó sigiloso, siempre con la mano en su espada. Revisó cada casa y no encontró señales de vida. A lo lejos se escuchaban gritos y llantos. Sintió un vacío enorme.
—Hace mucho que los duendes grises se acabaron —dijo una voz ronca y molesta.
Renhart se dio vuelta. Ante él un ser de cincuenta centímetros, de color oscuro, orejas largas, nariz aguileña y un cuerpo entre anfibio y reptil, yacía sentado sobre una piedra. Tenía unos dientes que parecían los de un dragón.
—¿Quién sois tú? —preguntó Renhart.
—Soy Trupi, hijo de un duende gris y de una humana. Tengo ciento veinte años. Hace ochenta que los humanos arrasaron con los duendes grises. Hay quienes dicen que todavía existen pero acaso sólo sean mitos —Trupi escupió una flema. Esta se convirtió en gusano.
—Me han dicho que los duendes grises sabíais sobre la existencia de un dragón. Decidme, ¿qué sabéis vos al respecto? —preguntó Renhart, con un tono desesperado.
La criatura le dirigió una sonrisa irónica. Alzó su cabeza y observó el cielo con nostalgia. Un viento tibio traía olores molestos. Renhart se llevó una mano a la nariz.
—Yo no soy un duende gris, caballero extraño. Ni siquiera sé lo que soy. Tú buscas a tu dragón, yo busco mi identidad entre estas casas derruidas, entre el olor del pasado y de los cuerpos de aquellos duendes grises que lucharon por sus tierras. Yo no soy nada más que un fantasma…
—¿Y el dragón? ¡Decidme dónde está! —gritó Renhart.
Tripi se levantó de la piedra. Con una mano indicó la dirección sur.
—A unos diez kilómetros encontrarás la casa de un mago. Su nombre es Panheim. Dice que se comunica con los muertos y alimenta a un dragón que cuida como si fuera su propio hijo.
Reinhart montó de inmediato sobre su caballo y cabalgó con prisa en dirección hacia el sur. Tripi, en tanto, volvió a sentarse sobre la piedra. Cerró sus ojos. Pensó en el pasado.
Luego de horas galopando, encontró una casa en medio de una colina rodeada de árboles. Apostó su caballo al lado de una laguna y avanzó hasta la casa. Sorpresa fue la suya cuando halló a un grupo de soldados de la guardia real de Epifanio III, el rey de Siris, custodiando la entrada. Los guardias se adelantaron y le amenazaron con lanzas.
—Dejadme entrar, deseo ver al mago Panheim.
Los guardias rieron.
—Ese mago fue condenado a la horca hace veinte años —sentenció un hombre—. Entre sus crímenes se contaba ejercer la hechicería, el paganismo y hablar con los muertos.
—¿Y por qué custodiáis vosotros este sitio si el mago ya ha muerto? —preguntó intrigado Renhart.
—Porque esta casa ahora es el centro de meditación de nuestro rey. Así que puedes largarte de inmediato o te apresaremos como un adorador de la hechicería y seguidor de Panheim.
—Me iré…pero antes decidme algo —dijo Renhart.
Los guardias se observaron extrañados.
—¿A dónde puedo encontrar un dragón?
Pensó que los guardias reirían. Sin embargo, entre murmullos, ambos se dirigieron palabras secretas.
—Mira —dijo uno de los soldados—, ve derecho por el sur y encontrarás la Bahía de las Ánimas. Ahí dicen que vive un descendiente del último dragón.
Renhart agradeció la información y subiendo sobre su caballo, procedió a cabalgar rápidamente. Cuando llegó a la bahía encontró un lugar solitario, rodeado de rocas inmensas golpeadas por el mar. En medio, la playa lucía apacible. Dejó a su caballo y caminó por la arena. De pronto, una figura apareció. Era blanca, con alas emplumadas. Su cabeza era la de un dragón pero su cuerpo era el de un hombre de tres metros. Fumaba una pipa sobre una roca. Renhart se acercó hasta aquella bestia.
—Yo soy Renhart…
—¿Has venido a matarme, cierto? —le interrumpió el ser.
—Sí… ¿tú eres el dragón?
La bestia rió.
—No sé lo que soy. Pero si un caballero nostálgico quiere creer que yo soy un dragón, está bien. Entonces seré un dragón.
Renhart frunció el ceño.
—Ven, hombre aventurero, siéntate a mi lado —el dragón hizo un espacio para que Renhart se sentara sobre la piedra—. Observemos el mar. ¿No es hermoso?
Renhart tomó asiento.
—Muy pronto todo esto cambiará —prosiguió el ser—, y es que todo cambia, ¿no cierto? El mar cada vez incrementa su lecho, la gente cada vez se preocupa más en adorar al rey que a los elementos de la naturaleza y nosotros nos convertimos en mitos…
Renhart miraba de forma fija el mar. Entre las olas le parecía ver sirenas y tritones.
—Nosotros vemos las cosas de forma muy diferente a los demás —el ser abrazó a Renhart.
De pronto, el dragón acercó su hocico al oído del caballero. Muy despacio, le dijo: Renhart, yo también he venido a matarte.
Los minutos pasaron y la marea subió. Un caballo solitario esperaba a que su dueño volviese. Las horas pasaron. Los días también.
Rodrigo Torres Quezada