¡Al fin lo alcancé! Estoy en el tren. Ni las ráfagas de los vientos que golpean la estación del Golfo me pudieron detener, estoy acompañada por mis dos primas alegres y juguetonas. Mi tío lee en el periódico, noticias sobre Porfirio Díaz y política; juntos, sin ninguna preocupación, vamos directo a Tampico para visitar a nuestros queridos abuelos.
Desde la ventana veo las caprichosas formas de las nubes que se forman en el cielo, silenciosas en comparación al rugido y crujir de los hierros que sentimos desde nuestros asientos como melodía en nuestro viaje; se aprecian también las fumarolas de la Fundidora que parecen saludar a las del tren, pasamos a gran velocidad ríos, álamos, praderas y sierras. El maquinista saca de su bolsillo un pequeño reloj dorado, todo parece marchar bien.
Las gemelas, a quienes les faltan dos años para tener mis catorce, gritan emocionadas cuando ven el cielo rojo naranja que anuncia la despedida del brillante y amarillo sol. Mi tío con esa reserva y seriedad que lo distinguen, tiene fija su mirada en una bella dama que porta un sedoso vestido azul con difuminados dibujos de uvas y hojas de vid, ella lleva puesto un gran sobrero de rosas de los más diversos colores y mitiga el calor con el suave batir de su fino abanico de mano. Mis primas no dudan en decir en voz baja que es un pavo real, sí, mis primas y mi tío no parecen extrañar nuestra hacienda.
En las primeras horas de la madrugada el tren nos despierta con su fuerte silbar, lentamente se detiene, el maquinista nos llama a bajar al campo para admirar el espectáculo en el cielo; al descender con cuidado y recibiéndonos una fresca brisa que mueve las enorme ramas de los nogales, nuestros cómplices, la gente señala con admiración la dirección en el cielo para que contemplemos un curioso astro que va dejando atrás su estela de luz. Logro escuchar en el murmullo que se trata de un cometa llamado Halley; percibo temor, algunos creen que esto significa la llegada de malos tiempos: una sequía, habrá epidemia o una revolución, da mucho rumor por cierto. Me recuesto en el pasto con mis primas y desde ahí miramos al insólito objeto. El sueño vence a una de ellas, desde la ventana ve emerger la luna, tan grande y llena de tantos detalles como nunca se había visto, nuestro tren viaja a velocidad de vértigo y no se siente el temblor y el cimbrar de los hierros, sus rieles son como la cauda del cometa, en el trayecto damos una vuelta al rededor de la luna, asombrados vemos sus montes y un sinfín de cráteres de todos tamaños, nos recibe un brillo inusual de las estrellas que palpitan como nuestros corazones. La tierra toma el lugar de la luna y al regresar a nuestro planeta se nos revelan de manera fantasmal los valles y llanuras del reino de las nubes.
Mí tío mueve el hombro de mi prima, «ya despierta» le dice, porque es hora de abordar el tren, ella estira sus brazos a la vez que da un largo bostezo, de seguro está muy triste por el sueño interrumpido, el cual no deseaba abandonar en este momento.
En eso mamá mueve bruscamente la mecedora, aparentamente me vio dormida ahí, con mucha emoción me pide salir fuera y me señala el enigmático lucero, salgo y levanto la vista hacia el cielo salpicado de estrellas, y ahí está, con su maravillosa cauda, el cometa. Mamá me dice que ojalá mi tío y mis primas estuvieran aquí en la hacienda para contemplarlo todos juntos. Simplemente sonrío, no lo sabe, lo acaban de ver, y siguen su viaje a Tampico.
Galaviz Yeverino