Feudos

La vista es imponente. La entrada a su fraccionamiento privado, ceñida por una arcada casi tan masiva como la montaña que le sirve de fondo, deslava sus colores ante el ocaso salmón que corona su día tan productivo. El portero la reconoce como la psicóloga de la colonia y la deja pasar, atenúa la música de su camioneta mientras recorre las calles calmas al lado del parque que ocupa casi la mitad de su feudo. Rueda despacio mientras ve pasar corredores vespertinos y paseadores de perros. El camino a la cochera, aquí no se necesitan bardas o rejas o puertas automáticas, engulle su vehículo que finalmente descansa del cargado tráfico de las horas pico.

Sobre la amplia mesa de su comedor deja las bolsas de las compras que hizo por la tarde en el centro comercial, La casa está ordenada, limpia y acogedora. Su marido decidió ir a pasar el fin de semana en casa de su madre, su suegra, junto con las niñas. Ella pretextó trabajo acumulado aunque en realidad sólo quería un fin de semana largo a solas. Los zapatos de tacón quedan en la entrada de la sala, a la vez que del refrigerador saca una botella de Romanée Conti y la descorcha mientras enciende su equipo de sonido. Pierre Boulez le acompaña la velada, escancia su copa. La primera.

Su relajación navega por la ventana donde aún se perciben los restos del ocaso y el nacimiento de la luz artificial. La vida la ha tratado bastante bien en medio de este país sumido en una guerra que ni de lejos la ha tocado. Se deshace de sus medias, sus bragas y el sujetador, no ha quedado desnuda pero sí tan holgada como lo ansiaba. Cierra los ojos, percibe en su respiración los restos de su perfume que se mezclan con las notas frutales del vino, eso le permite desconectar su vida laboral, poner una pausa a su vida familiar y siente que flota en la mullida sala blanca que se dio el lujo de cambiar hace apenas unas semanas. Después de algunas melodías se incorpora para servirse una segunda copa y el sonido del líquido bermellón le complace tanto como la música que está escuchando. La casa que queda frente a la suya, parque de por medio, ha encendido las luces, ello le llama la atención y supone que ha recibido a sus moradores. Antes de terminar de servirse le parece escuchar un grito procedente de su casa vecina, la de enfrente. La botella queda en el aire, la caída del líquido es detenida, la música le da un respiro pero ni así escucha más. Algún malentendido sonoro, decide pensar. Brinda, bebe y se recuesta de nuevo. Elige una nueva pieza musical.

El silencio profundo y un leve dolor en el cuello le recuerdan que se quedó dormida en el sillón y no en su cama. Pasa de la media noche y más de tres cuartos de la botella. Hace fresco sin llegar a tener frío. Es hora de ir a su habitación decide mientras apaga el equipo de sonido, enmudecido hace rato, y la lámpara de pie. La habitación queda a oscuras y ello permite apreciar de mejor manera la aún encendida luz de la casa de enfrente. No hay luna. Unos nuevos quejidos lejanos le erizan la nuca y la detienen frente al ventanal de su sala. Cree que provienen de aquella residencia. Espera para cerciorarse de que no ha sido nada y nuevamente escucha gritos y llantos.

Algo no está bien se lo dice su instinto y los sonidos fuera de lugar. Sabe que sus vecinas han aprovechado el puente para salir de viaje, le encargaron sus casas como si en estas colonias privadas eso fuera necesario, por supuesto que era para presumirle sus lúdicos destinos y mejores posiciones. Las bicicletas de los hijos de sus vecinos siempre han estado en el jardín frontal y jamás nadie las ha tomado. Piensa si tal vez debería alertar a la vigilancia del feudo o simplemente hacer como que no escuchó nada, como todo mundo hace siempre. Espera con la respiración pausada, ni los perros ladran. Un nuevo grito la llena de miedo al mismo grado que de curiosidad. El vino tal vez. Otea al resto de casas que le quedan a la vista y todas moran en la más absoluta paz. Excepto aquella. No hay vecinos, ni vigilantes, ni extraños, ni perros. Decide salir tal y como se encuentra: con su vestido de calle pero descalza y nada más.

El pavimento aún conserva algo del calor del día pero el aire es fresco. El cambio de suelo al entrar a la tierra suave del parque la reconforta y le hace sentirse protegida al cubierto del alumbrado público gracias a las copas de los árboles. Ni un alma. Ninguna casa parece tener vida. Nuevamente siente la dureza de la calle y de la acera, ha atravesado el parque, está frente a la misteriosa residencia y no ve a nadie salvo algunas habitaciones con las luces encendidas en la planta superior. Un desgarrador grito de hombre la paraliza. No acierta a moverse mientras espera que se calme el lamento y que no salga nadie de aquella casa. No sale nadie. Tampoco hay vecinos indiscretos, ni de ningún tipo. La curiosidad la impele a avanzar a la fachada de la casa, las ventanas de la planta baja están a oscuras, la puerta cerrada. Se acerca y decide entrar por el pasillo lateral que, como se usa en estos fraccionamientos, ni siquiera tiene una reja de protección.

Los gritos son más fuertes y no provienen sólo de una persona. Ahora alcanza a diferenciar una variedad de voces, de intensidades, de llantos y dolores. De golpes también. Aunque no distingue o aprecia a los autores ejecutantes del dolor, sabe que hay personas sufriendo de manera atroz. Después de un lapso desconocido se reencuentra a sí misma, aún paralizada, en el patio de aquella casa mirando a las altas ventanas iluminadas del segundo piso sin atinar a moverse. Reza porque no haya perros guardianes o guardianes perros. La casa no tiene mayor protección que la suya. Por el rabillo del ojo alcanza a ver una sombra que se desliza por la barda del fondo del patio y, ahora sí, siente el frío de la madrugada y de lo desconocido. No sabe qué fue lo que cruzó rauda y silenciosamente el patio.

Los gritos hacen una pausa y le llega el rumor de una respiración, sólo una, pesada y profunda, como si de una bestia se tratara, tal vez si no al acecho sí en reposo, como tomando un descanso de su cacería o de un esfuerzo pesado. Duda. Duda si entrar en la casa o salir corriendo rumbo a la suya. De la cual, cree vagamente, nunca debió salir. La transparente puerta corrediza de la cocina, que ahora divisa gracias a que se atrevió a deslizarse un poco más al fondo del patio, le deja ver una ranura de luz, está abierta. El agua clara de la piscina está en calma, en una calma que ella desearía. Dirige la vista de nuevo a la cocina y simultáneamente los gritos reinician arriba, y algo produce ondas en el agua. Una nueva sombra oscura que, afirma, se dirigió al interior de la casa. El miedo produce efectos fisiológicos tan palpables por reales: el sudor de sus palmas, lo agitado de su corazón, los nervios en punta, pero algo la sigue impulsando inexplicablemente al interior de esa casa. Entra, y aunque la cocina está a oscuras, la poca luz que llega de la planta alta le deja localizar la escalera desierta, sigue los llantos y los quejidos, los golpes y los maltratos. Sube los escalones con la espalda pegada al muro, lento, tan lento que piensa que tal vez al llegar al rellano haya casi amanecido. Sube y de pronto siente algo húmedo en sus plantas descalzas, no lo había visto pero sí lo sintió, un líquido espeso y tibio que hace una pequeña cascada en los escalones. Se tapa la boca para no gritar, nuevas sombras viajan por las paredes, suben y bajan proyectando pautas azarosas, son como aves asustadas escapando del intruso de su nido. Unos escalones más y su cara queda al nivel de la planta superior, puede entrever cuerpos castigados, amordazados, sujetos por cuerdas toscas de naylon. Ellos no la ven a ella. Su corazón se acelera, a la vez sus fosas nasales se expanden tanto como sus ojos: los golpes ahora se escuchan nítidamente secos, fuertes, dolorosos. Los gritos ya son ensordecedores. Lentamente ve una sombra formando de lo etéreo de la nada una garra que empuja con lentitud la puerta. Esa puerta que le da un atisbo del infierno y una probadita de sus aromas: excrecencias humanas de todos tipos, líquidos corporales de toda clase incluyendo lágrimas y saliva que cae de bocas extenuadas de proferir tantos gritos de dolor. La sombra, que en un inicio le pareció era sólo una garra que abría la puerta, se materializa en una especie de cabeza enorme con orificios como ascuas. Pareidolia le llamaría ella misma si estuviera en sus cabales y en la seguridad de su consultorio dando alguna terapia, pero el terror la hace retroceder mientras la sombra abre el hocico mostrando su fulgor interno en un mudo grito. Baja corriendo las escaleras y el charco de líquido que la espera ya en la planta baja la hace resbalar. Duro golpe en la cadera. Nuevas sombras surcan las paredes, se multiplican y la siguen hasta los muros del patio. El agua de la piscina, ahora oscura y turbia, se revuelve como si algo luchara dentro de ella para llegar a la superficie. Corre.

Atraviesa el parque de regreso a su hogar, las gotas de rocío de la madrugada le mojan los pies y el reborde de su falda donde la hierba es alta. Siente pisadas enormes, siniestras y poderosas tras de ella. Una, otra, lentas pero tan firmes como implacables. Y pesadas. Escucha algo romper las ramas e incluso los troncos de los árboles más jóvenes. Nadie a la vista y no quiere voltear. Sólo la noche, la calle y eso; al frente su casa y a sus espaldas la nada con ese vaho sofocante que siente tal cual saliera de algún hocico enorme a la altura de su nuca.

Despierta y hay luz. Demasiada luz para ser horas de la mañana. Tal vez sea media tarde. Baja para encontrar la botella vacía y el aparato de sonido enmudecido. También una segunda botella que hoy no recuerda haber abierto. Espera nuevamente que todo sea un sueño pero el piso la desmiente. Ve sus propias huellas que cruzan la casa desde la puerta principal hasta su recámara en la segunda planta. Son pisadas nítidas mezcla de tierra, hierbas y un líquido ahora ferrosamente oscuro. Lava las sábanas, hurga en sus recuerdos, limpia los pisos, implora que sea una borrachera, se duele al tiempo que se asusta por el renovado suplicio en la cadera. Toma un baño escuchando a Mozart y bebiendo una sobria agua mineral. Al final del puente de días feriados desea que llegue su familia aunque no está muy segura de ello. Se ha pasado dos días enclaustrada y dos noches obligándose a dormir con pastillas para combatir el insomnio, ha funcionado. Ya escucha llegar la camioneta de su cónyuge. Desde su recámara en la plata alta ve bajar a su marido una tras otra a sus hijas dormidas que acomoda amorosamente en sus respectivas camas.

La saluda con un beso apasionado y le inquieren que si descansó. Miente al responder que sí. Se ha jurado no contarle nada. Se ha convencido a sí misma que fue una borrachera en mezcla con algún mal sueño o una alucinación. Lo invita a que tome el baño que le ha preparado pero él le dice que prefiere estirar las piernas ya que fueron muchas horas continuas manejando. Le sugiere ir al parque frente a su casa a dar un breve paseo. Temerosa acepta. ¿Para qué contarle si no pasó nada? Todo fue una pesadilla. Camina aliviada por la tierra suave y las sombras frescas. El ocaso en el horizonte recorta la bella silueta de la montaña contra el cielo anaranjado. Las luces de alumbrado público se encienden y, ahora, le dejan apreciar algunas ramas caídas y uno que otro arbolito quebrado de tajo. Su leve dolor en la cadera le recuerda la caída al bajar aquellos escalones. Ya tendrá oportunidad de explicar el moretón. Algo en el suelo, cubierto de hojas, le parece una huella profunda, terrible y enorme, una garra amorfa. Debido a ello le aprisiona con fuerza excesiva la mano a su hombre y él lo resiente y se extraña. Perdón; nada, mi amor, me da mucho gusto que hayas vuelto. Me hiciste falta. Mucha falta. Trata de ocultarle su estremecimiento en un abrazo estrecho.

En ese momento ve sobre el hombro de su marido que en la casa de enfrente se encienden las luces de la planta alta.

Ha anochecido.

Vámonos a casa por favor.

 

Samuel Carvajal Rangel

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