Al comienzo de la tortura, María, Marcos y yo esperábamos dentro del auto. Luego de un tiempo, mis padres salieron del almacén con bolsas de alimento en las manos. El rostro de papá no reflejaba mucha alegría, y no tardó en explicar los motivos
—Dijeron que esta es la última estación a la que traen gasolina; suponen que el camión llegará como a las siete de la tarde —miró su reloj y comprobó que aún quedaban cuatro horas para aquello.
Al poco tiempo de aparcar en aquella estación de servicios, papá bajó del auto para comprobar los fallos del mismo. Hace no mucho tiempo habíamos cargado gasolina pero esta se había desaparecido con rapidez. Papá no encontró problemas en el vehículo.
Mamá se inclinó hacia nosotros para darnos un par de sándwiches que sacó de una canasta. Salimos de casa con el propósito de hacer un picnic a orillas del río Álgabo, pero terminamos haciéndonos a la idea de que terminaríamos acampando en él. María y Marcos comieron sin pensarlo.
—¿Por qué no vamos caminando, papá? —recuerdo preguntar.
—No es seguro que dejemos el auto por acá, el río está lejos —respondió con una calma que se acoplaba a la de los árboles que nos cubrían.
Teníamos bastante comida guardada.
Pasamos la tarde contándonos historias hasta que oímos el ronroneo de un camión. Del vehículo bajaron dos hombres con rostros desanimados. Mamá le dio un codazo a mi padre que dormitaba, y él fue hacia ellos aunque no hablaron de nada.
Cargamos la gasolina y continuamos con el viaje.
Papá dijo que quedaba poco tiempo para llegar. El día había oscurecido. Mis amigos y yo nos deleitábamos con las luciérnagas entre los árboles, cuando un repentino sueño nos invadió a todos, seguido por un silencio inusual, escalofríos y un aroma nauseabundo que inundó la zona.
Pasó la noche, y al día siguiente papá nos despertó a todos diciendo que faltaba poco para llegar pero no mencionó nada sobre lo sucedido -creo que para no preocuparnos-. Seguimos andando por unos minutos pero ahí estaba otra vez: la gasolinera de nuevo, el cartel de precios oxidado y el almacén avejentado rodeado de arbustos. No entendíamos del todo lo que había sucedido pero se volvió más confuso cuando el vehículo comenzó a dar espasmos y se detuvo ya sin gasolina.
Dentro del almacén no vimos a nadie, y esperamos hasta la tarde a que llegara el camión cisterna y lo hizo. De él bajaron los dos hombres desanimados del día anterior y eso nos extrañó a todos pero cargamos la gasolina y seguimos.
Seguimos por el camino entre la oscuridad de los árboles y el centelleo de las luciérnagas cuando un horroroso sueño volvió a caer sobre nosotros, acompañado de frío, de un silencio inquietante -que se producía por a la falta de viento y el canto de los grillos-, y el mismo olor nauseabundo de antes.
Despertamos, seguimos con el viaje y nos quedamos sin gasolina de frente a una estación de servicios. Y así siguió y seguirá el ciclo, mi recuerdo interminable, quien se llevó consigo el alma de mis padres y Marcos.
¡Por supuesto que intentamos bajar del auto! Cuando osábamos bajar el asiento se nos aferraba al cuerpo provocándonos inmensos dolores. También intentamos desviarnos del camino pero la dirección del vehículo no respondía. Marcos intentó quitarse la vida pero no lo consiguió sino con ayuda de la vejez.
Es un terrorífico y tortuoso ciclo sin fin que perdurará en mis recuerdos para la eternidad. Todo se repitió, se repite y seguirá haciéndolo, llevándose consigo muertes e infernales momentos de tortura.
Manu Gallardo