Los escalones de la boca del metro estaban llenos de palomitas de maíz. A alguien se le había roto la bolsa y a mí siempre me han encantado. Así que mientras me las comía, fui descendiendo hasta llegar a un largo pasillo donde me di un susto de muerte cuando un hombre, distraído con su celular, casi me embiste. Para evitarlo pegué un enorme salto que hizo que se me atragantara el último bocado.
Seguí avanzando. A penas había gente. Seguramente la hora influía. Llegué a un inmenso vestíbulo donde unas mamparas de cristal impedían pasar. Pero no a mí que me alcé sobre ellas para luego aventurarme por unas escaleras que me habían de conducir al andén, grande, tétrico, con luz falsa y escasos viajeros sentados a lo lejos.
Enfrente había otro andén separado del mío por una plataforma hundida, con rieles como los de un tren donde una bolsa de colores brillantes allí abandonada me ofrecía patatas fritas. ¡Guau! ¡Con lo que a mí me gustan! Y ¡con el hambre que me dan mis futuros hijos! Bajé. Estaban buenísimas. Me encontraba saboreándolas cuando los rieles empezaron a vibrar. Un ruido apocalíptico, desgarrador, lo llenó todo y ante mí apareció un monstruo de metal. Mis alas me levantaron por inercia y empezaron a batirse en retirada. Nunca había volado a tal velocidad. No sé la distancia que recorrí pero paré túnel adentro, en un recodo que formaba la pared, y en ese preciso instante el monstruo pasó a mi lado, casi rozándome. Lloré. Tardé unos minutos en volver a la realidad, y entonces me di cuenta de que había puesto un huevo. Todavía no era el día, pero con el susto… Posteriormente puse el segundo.
Pasaron horas, creo, al cabo de las cuales comprendí que mis hijos nacerían allí y que para que nacieran yo tenía que comer y estar fuerte. Por lo tanto, tenía que pensar cómo gestionaría mi vida durante la incubación y luego, durante los primeros días de vida de mi prole.
Reflexioné. Entonces me di cuenta de que, a partir de un momento determinado, los trenes habían dejado de pasar. Hacía rato que no me asustaban con su envergadura próxima que parecía querer llevarme con ellos. Debía de ser que por la noche cesaba el servicio. Pues de actuar entonces se trataba. Abandoné mi recién fundado nido y, siempre pegada a la pared, no fuera que de improviso apareciera un tren, regresé a la estación que permanecía iluminada. Iluminada y vacía. Había papeleras en las que seguramente había comida. Así fue, en la primera encontré restos de un bocadillo muy apetitoso. Me lo comí con rapidez y regresé. Tenía sed. Tendría que pensar en ello, me decía, y en ese preciso momento pisé un charco de agua que se filtraba por la pared del túnel. Nuevo problema solucionado.
Pasaron dieciocho días y mis polluelos nacieron, sanos y fuertes.
Una quincena después consideré que ya era el momento de sacarlos de allí y, en fila india como los patos, nos dirigimos al andén y luego ascendimos por las escaleras hasta llegar a las mamparas de cristal. No había pensado en ellas. ¿Cómo las pasarían mis hijos? Allí, a toda prisa, tuve que darles su primera clase de vuelo. O de saltos, tendría que decir. Temblando saltaron hasta la máquina que expendía billetes y de allí, a gritos, les obligué a saltar más, esta vez hasta el borde de la mampara, donde primero uno y después el otro, fueron felicitados por una madre desesperada. El descenso fue más fácil. Los empujé porque los pobrecitos sentían un miedo atroz. Finalmente aterrizamos todos en el frío suelo y con rapidez nos dirigimos a través del largo pasadizo hacia la puerta de barrotes que, por las noches, cerraba la entrada de la estación. La atravesamos, subimos los escalones donde había comido las palomitas de maíz el día que empezó todo y respiramos el aire libre de la noche.
Mis hijos, cansados, lo miraban todo con extrañeza. Yo solté mi última frase de ánimo: Ya veréis, cuando nos vean llegar al palomar.
Albert Xurigué