Son las once cuarenta y cuatro y voy tardísimo de regreso a casa. Me subí al vagón con la tonadita en la mente de la canción del TRI que le hiciera fama a la susodicha estación del metro Balderas, resignado a hacer un largo y solitario camino. Por dentro todo se ve sucio y triste, casi abandonado; el piso está pegajoso; los vidrios cochambrosos, plagados de huellas digitales sobrepuestas; algunos carteles están arrancados o intervenidos con esténciles. Estamos solamente cinco personas en todo el lugar. Nadie mira a nadie. La única mujer, que parece estar a punto de dar a luz debido al tamaño descomunal de su panza, va cubierta por un suéter largo hasta las rodillas y agazapada en el asiento junto a la puerta. Un viejo dormita tres asientos adelante. También están dos chicos más o menos de mi edad, ambos con audífonos, sentados uno junto al otro. Uno de ellos, el rubio, extiende las piernas y sube los tennis sobre el asiento de enfrente pero de inmediato su compañero le da un patadón para exigir que los baje. ¡Bien hecho!
Observo a todos pero discretamente pues no quiero incomodarlos o peor aún, violentarlos con mi escrutinio. Me gusta viajar en metro y más a esta hora. Sin embargo, ya en dos o tres ocasiones me he quedado dormido y he perdido mi bajada así que esta vez, previniendo tal inconveniente, me hice de un expreso doble para así lograr soportar despierto todo el viaje. Son sólo ocho estaciones, a esta hora a lo sumo haré veinte minutos. Creo que sí aguanto. Espero. Sin embargo…
El sonido del tren en marcha me transporta inevitablemente a un estado de letargo, lo párpados pesados se me cierran poco a poco, los demás pasajeros ya duermen y yo, en un intento fallido por permanecer despierto escucho a lo lejos el sonido del metro haciendo parada en una estación que ya debía ser Etiopía o Eugenia, pero no estoy seguro, pues tengo los ojos cerrados, el cuerpo suelto y la boca abierta. “Por diez minutitos, no pasa nada”, pienso.
Despierto de golpe, sobresaltado por algún sueño angustioso que no recuerdo. Llego a la última estación sin darme cuenta. Ya no hay nadie en el vagón ni tampoco hay manera de bajarme. El tren sigue su marcha para recorrer ahora el camino de regreso, por última vez. Pero algo extraño ha pasado. Las paredes del vagón lucen muy diferentes, blancas y sin mácula. Los carteles, distintos a cualquier otro que haya visto antes, son todos similares, de un color base al fondo y un código de barras grande en medio. Nada de letras, nada de imágenes más allá de eso. Estoy confundido. Parece que no hay paradas hasta llegar al punto de salida del tren. Me asomo a una de las ventanas y para mi gran sorpresa logro ver que debajo de las vías por donde va este tren no hay nada, como si estuviese flotando muy a lo alto, en el espacio. Pienso que tal vez sigo soñando así que froto mis ojos y pellizco mis brazos pero nada cambia. El tren impoluto me lleva bastante rápido a un destino que no conozco. Resignado, saco mi celular para captar el código de uno de esos carteles y así al menos tener alguna pista. Pero claro, era de imaginarse, el código marca error, parece que mi tecnología no alcanza. Rendido, fijo la mirada en un punto fuera de la ventana, por si diviso algo que me oriente. Parece que el tren está frenando. Una luz intensa se propaga a lo lejos. Me pongo de pie y me acerco a la puerta, también muy distinta, no sólo por lo blanca sino porque parece ser solamente una imagen holográfica. Cuando se detiene el tren veo la estación con algunas personas que esperan, todas vestidas de blanco. Parecen felices. No es un lugar que conozca y dudo en cruzar esa extraña puerta. El espacio se ve inmenso, blanco y completamente iluminado. En vez de escaleras hay una sola rampa eléctrica en forma de caracol que abarca un buen tramo del lugar. Hay sofás con formas ergonómicas y una tonada clásica que no reconozco del todo, musicaliza el ambiente. Estoy a punto de bajar cuando mis ojos se nublan debido a un resplandor descomunal. Pero no siento miedo, al contrario, siento un enorme bienestar que viene de escuchar una voz lejana desde la bocina, que en vez de anunciar la estación me dice amorosamente: Tranquilo, ya estás aquí. Bienvenido.
De pronto abro los ojos. De nuevo me encuentro en el vagón del metro. El chico rubio me observa con cierto miedo, agazapado del brazo de su compañero. El viejo, frente a mí, corta de tajo el cordón umbilical con una navaja que acerca con manos temblorosas y me limpia el rostro con su pañuelo y la mujer del suéter, sudorosa, me abraza y me besa el rostro. Estoy desconcertado hasta que reconozco su voz. Es la misma que escuché hace unos instantes a través de la bocina de aquél extraño lugar, así que me retuerzo entre sus brazos hasta que poco a poco me quedo tranquilo y duermo. Ya no recuerdo de dónde venía ni en qué estación bajaba, solo sé que por fin he llegado a casa.
Montserrat Varela Mejía