El abuelo dijo que iba a llover. Y muy fuerte.
Al la orilla del estanque, al pie del poblado donde vive Daniel en Isla Amarales, se entretiene viendo los enormes hormigueros que pueblan la rivera, en la telescuela le han enseñado que esa especie se llama Solenopisis invicta, son unas hormigas negras. Les traza un caminito con una vara de una chimenea a otra y algunas siguen el sendero, son bravas y muy valientes, se cuida de que no le piquen. Hay mucho movimiento y casi todas llevan una hojita o algún grano a sus almacenes. El aire arrecia y el pueblo debe guardar los paneles solares del campo marino o el próximo huracán los hará volar muy lejos como el año pasado. Le llama mamá desde casa, rápido guarda unas paladas de la fina tierra, aun seca, que forman las chimeneas de la construcción de las hormigas y las pone, con sus habitantes incluidos, en una garrafón de vidrio. Corre a casa cuando empiezan a caer grandes gotas. Sube a la parte alta de su hogar y desde ahí puede ver los vehículos que se apuran en la bahía a recolectar los paneles solares flotantes, en realidad faltan pocos, el gran ojo en el cielo se acerca detrás del farallón de nubes. Su padre y hermano también regresan a la playa en el hovercraft más grande. Llegarán al almacén a resguardar el hove y su preciada carga de paneles fotovoltáicos.
Daniel, ven a comer, le llama mamá desde la cocina, no quiere dejar su arenero solo, ha vaciado la arena con sus nuevos habitantes, les deja caer un poco de fruta y las hormigas se apuran a devorarlo todo. Cada semana lo hace más grande. Voy. Justo baja las escaleras a la cocina y se escucha el potente sonido de un VTOL. Voy a verlo a la plaza, mamá. Sale corriendo mientras ella le grita algo que no alcanzó a escuchar.
Tiene los logotipos del Frente de la Internacional de Solidaridad en los costados de su fuselaje, y al parecer la bautizaron como Walden, Daniel ya sabe leer. La mitad del pueblo se ha reunido a ver el aterrizaje. Ve ahí a su papá y a Julián, su hermano mayor una vez que dejaron su vehículo y su cargamento. De la aeronave baja el piloto solamente, se dirige exactamente a donde se encuentran los tres, se detiene, saluda y después se quita el casco, tiene el pelo largo negro y unos ojos color verde, es una chica. Abraza a Julián y le da un beso. Papá, te presento a Noa; Noa, él es Daniel. La piloto hace señas al copiloto y le pide que espere. Por favor, le pide al guardia civil de la Isla, que nadie se acerque al vehículo. Los truenos se escuchan más cercanos.
La nave es de carga. Enorme. Se desata la lluvia junto con el viento. Todos corren a casa. Daniel no, quiere ver qué es lo que transporta el avión y tras el descuido del guardia quien fue a refugiarse a la casa del doctor, se acerca a la escotilla por la que bajó Noa. El copiloto está distraído y por el ruido de la lluvia no se ha dado cuenta que subió un polizonte, ya dentro busca la compuerta de carga y se desliza dentro. Está oscuro y tras de él se ha cerrado, por la fuerza del viento, la puerta.
La puerta está abierta pero sigue sin animarse a entrar a la casa de su novio.
—Julián, sé que tu padre es parte del consejo comunitario de esta isla.
—Pero, siéntate a cenar, hija —le dice desde la sala la madre de Julián, Cleo—, pasa.
—Gracias, señora pero tenemos mucha prisa. ¿Estoy en lo correcto, señor Peña?
—Estás en lo correcto, ¿en qué te puedo ayudar? —el señor Peña también se queda de pie en el airado porche de su casa. Las mecedoras colgantes se columpian por la fuerza del aire.
—Quisiera que convocara una videojunta para explicarles nuestra petición.
—¿Ahorita? ¿Con la tormenta encima?
—Sí —contesta Noa aún de pie y con un sentido de urgencia que no deja lugar a la duda.
Duda Daniel saber en compañía de qué se encuentra. Todo está oscuro, y en ese momento alcanza a escuchar sonidos raros, respiraciones tal vez. Trata de abrir la portezuela por la que entró pero esta al parecer sólo se abre por fuera. Sus ocho años le impiden ponerse a llorar a grito abierto pero poco le falta. Sabe que no debería estar ahí así que en silencio y usando todas sus fuerzas se cuelga de la perilla, intenta girarla hacia un lado, hacia otro, nada. Una tos al fondo del compartimento de carga lo asusta. Prisioneros, caníbales, robachicos, gente contagiada, tigres de Bengala, bebes dinosaurios clonados, el chico tiene una imaginación bastante activa por lo que esta vuela rauda y lejana poniéndolo cada vez más nervioso. Nada se mueve, nada se ve. Si creyera en dios, cosa que no hace porque nadie que conozca tampoco lo hacen, tal vez ya estaría rogándole que lo sacara de ahí. ¿A quién podría rogar por ayuda? Su miedo infantil le hace recordar su terrario y, en eso sí cree porque sí las ve, le ruega a sus hormiguitas que se metan por la cerradura y le ayuden abrirla. Por favor, porfavor porfavor. Regueros de lágrimas tibias y saladas se escurren por sus mejillas. Por favor, clama en voz muy muy bajita.
Bajita por decepcionada la voz de la piloto insiste: Se los pido por última vez: por favor —clama con seriedad.
La pantalla de la sala de la casa, cubierta de un mosaico de personas que formal el órgano de gobierno de aquella isla, ha quedado en silencio y tapizada de expresiones ausentes. Una a una van transitando a negro cada vez que alguien deja la videojunta, incluso la de aquellos que estaban de acuerdo en apoyar su petición.
—Lo siento, hija, se hizo lo que se pudo. No puedes dejar esa carga aquí.
—Le daría las gracias, señor Peña, pero no veo porqué.
—Noa —Julián la sigue en medio de la ya oscurecida isla bajo una pertinaz lluvia pesada. Los relámpagos a lo lejos, el viento arrachado a lo cerca.
Cerca, cerca siente el calor de alguien en medio de la oscuridad. Daniel se repega a la puerta. Está frío el metal y caliente su cuerpo. No se mueve. Para qué se metió ahí. ¿Y si el avión despega y nadie sabe que él esta abordo? ¿Y sus padres, su hermano? ¿Sus hormigas? El pánico nuevamente crece y más cuando alguien le toca la mano.
Mano de su copiloto que toca la suya —Se hizo lo que se pudo, Noa, no te aflijas.
—Lo mismo dijo el señor que quiere ser mi suegro —la piloto lo agradece y activa los motores para ganar altura en vertical, el ruido es ensordecedor. Tanto que se escucha en la bodega de carga. Daniel grita porque sabe que el avión está partiendo. A su vez las luces se encienden. Se percata de la persona que está cerca de él y que le había tocado una mano, es una mujer de mirada bondadosa que busca consolarlo. Mira, al tiempo que se deja abrazar, una cantidad de personas sentadas en el piso de la bodega. No tengas miedo, hijo. Son diferentes a él, ellos tienen la piel más clara, sabe que habitan la isla al oriente de la suya, allá dónde los huracanes pasan antes de llegar a su hogar. Sabe que por ello ahí pegan primeros las calamidades y que en años anteriores muchos se quedaron sin casas, sin paneles solares, sin alimento, sin familias. Tal vez como ahora él. En la mirada que ahora lo abraza busca.
—Busca bien —exclama la madre de Daniel, Cleo.
—Tal vez ya esté en el refugio —sugiere el padre no muy convencido—. Vamos todos para allá.
Llegan a la entrada de una gigantesca construcción subterránea diseñada precisamente para escapar de los cada vez más potentes huracanas que nacen en todos los océanos del planeta. Hubo que inventar nombres, aparte de categorías, y refugios como ese para que la humanidad intente sobrevivir en las comunidades cercanas al mar. No, vivir lejos del mar tampoco garantiza que las ingentes masas de agua transportadas por el viento hagan menos daños y la vida sea más segura. El mundo ha cambiado y la humanidad trata de hacerlo al mismo ritmo y, aunque no siempre lo logre, en una mejor dirección.
—Nadie lo ha visto entrar —confirma Julián—, papá, pide que busquen su rastreador.
—Rastreador Central indica que la fuerza de los vientos no nos dejará navegar con seguridad —le confirma el copiloto a Noa.
—¿Regresar a Islas Unidas?
—No con la carga que traemos, no con estas condiciones de vuelo.
—Sé que está bastante lejos pero tratemos de llegar a Isla Calma.
—Calma, pequeño, calma —la mujer que le tocó la mano a Daniel se sienta en el suelo y lo acurruca en su regazo.
—¿Quienes son? —pregunta Daniel entre sollozos pero ya más tranquilo.
—Somos el pueblo de Islas Unidas, nos rescató La Internacional.
—¿Perdieron su casa?
—Todo, mi niño, todo.
La mirada de Daniel recorre el ahora iluminado vehículo: niños, mujeres, pocos hombres, ancianos, bebés. Todos en lo suyo pero con una mirada ausente, no saben qué pasará ahora que a sus hogares se los tragó el mar.
—¿Mar abierto? ¿Cómo es eso posible? —grita asustada Cleo— Quiero a mi hijo de regreso, vayan por él en el hove, Julián, Pedro. ¡Hagan algo!
—Lo más probable es que se haya subido al avión de Noa, mamá —dice Julián.
—Lo raptaron en venganza a la negativa de darles asilo a sus malditos refugiados.
—No, papá, no hagas dramas. Probablemente Daniel se subió sin que nadie lo viera, despegaron y lo llevan con ellos.
—Vayan tras él —clama desesperada la madre.
—No podemos salir en medio de la tormenta.
—¡Ordénales que regresen!
—Mujer, los acabamos de mandar al infierno de esos vientos.
—¡Llámales ya!
—¿Ya te contestaron en Isla Calma?
—No nos autorizan aterrizar —afirma Noa.
—Dirígete al ojo, seguiremos la ruta del huracán tanto como podamos. Pronto amanecerá y nuestras baterías se podrán recargar.
Recargar tu cabeza en el regazo de alguien que te da confianza para hacerlo, te permite dormir con calma, ya es tarde y estás cansado, también te permite soñar con tus hormigas y ver cómo se comportan allá en tu casa, en su casa. El arenero está justo en la ventana de tu habitación, ni tú ni nadie recordó cerrarla, los vientos entran con fuerza y, aunque la construcción de tu hogar está hecha de flexible bambú y soportará, como en años anteriores, el paso del meteoro, el viento salvaje tira la morada de tus hormigas al suelo, el vidrio se rompe y las granos de arena caen en el ya inundado piso de tu habitación. Lo ves pero no puedes hacer nada. Se tienen que ayudar ellas solas porque tú no puedes salvarlas. El agua sube mientras sientes el nivel cerca de tu cuello mientras ellas están en peligro de ahogarse. ¡No! Gritas con tanta fuerza que el sueño se desvanece y te encuentras de nuevo en el regazo de aquella mujer encerrado en la fortaleza volante sacudida por los aires feroces de tu planeta embravecido.
Es de día, el vehículo de despegue y aterrizaje vertical está de nuevo en la plaza de su pueblo. El ojo justo encima de la isla origen de Daniel. El cielo azul da un respiro momentáneo. Su familia lo recibe en el refugio bajo tierra como si hubiera regresado de la muerte, casi seguro que así fue si le preguntaran a Noa y a su copiloto. Daniel sabe que los adultos tienen cosas que arreglar, como por ejemplo saber si les darán refugio a la gente de la bodega de carga, él piensa que hay espacio en la isla, comida en el mar y energía en el sol, como para darles sustento a todos. Ellos que todo perdieron en Islas Unidas y, tal vez ahora su comunidad cambie de opinión y reconsideren que, aunque pocos, para todos pueden alcanzar los recursos de Isla Amarales. Papá, ayúdenles. El aire empieza a soplar un poco más fuerte, por ello Daniel corre a su habitación preocupado por su arenero.
Tal como lo soñó, el piso está inundado, la pecera quebrada en el suelo con la arena húmeda regada en toda la habitación, y en la parte con más agua una bolita negra llama su atención. Se acerca sin importarle mojarse la ropa, se hinca y ve con dedicación: son sus hormigas que han formado una masa flotante, piensa que se han ahogado, busca y encuentra la lupa que le sirve para apreciar en detalle la vida de sus mascotas y las ve abrazadas unas a otras, vivas, formando un cuerpo lleno de aire que le permite al conjunto flotar y salvar una mayor cantidad de vidas; también aprecia que constantemente los insectos que están en mayor contacto con el agua intercambian su lugar con otras que están más arriba y menos fatigadas. Se da prisa en buscar un recipiente adecuado y rescata a todas las que puede.
Va corriendo con sus padres ya que el ojo pasará pronto y esperan el segundo embate de la tormenta. Reconoce a la señora que arrulló su sueño y la acompaña dándole la mano y enseñándole sus sobrevivientes, entran junto a los demás al refugio. Recuerda cómo los insectos hacían lo mismo. Los ve a todos entrar en paz a su hormiguero subterráneo para esperar juntos a que pase la tormenta.
Samuel Carvajal