Vendía monedas de plata en plena banqueta. Y en una pequeña mesa de ambulante: chicles, dulces y cigarros sueltos.
Abril, en esos días, era una pasta bochornosa que se aferraba a la frente y a las axilas y aun así, vestía una chamarra de lana prensada y una bufanda de franela enrollándole el cuello. Anciano loco.
Metros antes de pasar frente a él comenzaba a olerse la indigencia. No lo digo de una manera despectiva. A final de cuentas, esta Ciudad de la tan cacareada opulencia y triunfalismo, ya huele así desde hace mucho tiempo.
Una cuadra huele a esa indigencia de humedad y cochambre añeja y la otra hiere las fosas nasales con la triunfal, por supuesto, basura y alimentos desperdiciados. Porque, ¡uta madre, cómo nos sobra comida a los regios!
Y si se vive en el Barrio Antiguo; amén, la Mantequera y su choquilla pasada por desengrasante. Escenarios de primer mundo.
Pasaban los días y cada uno de ellos, pasaba yo frente a él. Mierda de hipócrita que soy, aguantaba la respiración lo poco que me permiten mis tabaqueados pulmones. Una o dos calles antes, ahí sí, ungido de autocompasión caminaba sintiendo una miserable tristeza por mí mismo.
Y para engrandecer el drama, repitiendo una y otra vez Vincent de Don McLean, y así, telenovelear mi cursilera estupidez.
Y es que, no le ponía mayor atención. Por la mesita, sabía que vendía chucherías pero nada más.
Justo frente a él, extendía la palma de mi mano para mamonearlo con un ahorita no y seguir mi camino. Sin mirarle siquiera a la cara y luego seguir con mi videoclip mental donde protagonizo la mayor de las tragedias.
Al cuarto o quinto día que lo topé fue que me di cuenta que algunos pasos antes de llegar a su espacio, él levantaba su mano izquierda. Entreabierta, comezaba a sacudirla levemente. Como previo a arrojar unos dados.
Pasaron un par de días más; lo mismo. Tan culero yo, que ni siquiera tenía la cortesía de retirarme los audífonos y de perdido escucharlo.
Me lo propuse. Mañana. Mañana sí.
Mañana sí voy a hacer la buena obra del día (en serio que… Chiiiingado), me voy a aguantar el mal olor del viejo y le voy a comprar aunque sea un chicle.
… … …
Me fui quitando los audífonos y lo miré al rostro por vez primera.
Panorama completo. A su espalda, colgado en un protector de ventana tenía un pequeño radio. Alguna estación chillona de AM con vieja música norestense.
Un rostro difícil; con el que se puede ilustrar desde algún cuento de viejo marinero, aventurero y gentil, hasta una versión socarrona y fellinezca de Fausto.
Fumaba un cigarro sin filtro.
Ahí vi por fin qué era lo que sacudía en su enconchada mano; unas cinco o seis monedas de plata. Yo, con los audífonos siempre puestos no completaba la razón de porqué siempre sacudía la mano… Para que se escuchara el tintineo clásico del preciado metal.
Sólo los hombres viejos conocemos ese sonido. Esa resonancia que viaja dando vueltas giratorias como de resumidero hasta lo más profundo de los oídos.
Tal cuál teminé rápido de darme cuenta del asunto, tal cuál ignoré el hecho. Nunca cargo dinero como para comprar una onza de plata. Absurdo.
Así que sólo le compré un cigarro suelto y un par de chicles. Quince pesos me dijo el muy descarado. Levanté mis ojos para desafiarlo y ahí fue que el «se me heló la sangre» me pareció poco.
Tan cerca suyo lo vi en todo su diabólico esplendor. Reía. El muy cabrón reía y no era la risa del gentil hombre de mar. Era la risa de una gárgola gótica, fatídica, premonitoria.
Y no paraba de tintinear las monedas, y no dejaba de mirarme fijamente, y no paraba su distorsionada mueca de sátiro con su risa apenas audible que me parecia como una oscura oración herética.
-Je, je, je ¿algo no le pareció? Je, je… Je… Je, je.
Tan apanicado que ni le contesté. Le dí los quince pesos y le seguí.
Pasó quizá una semana más y luego ya no volví a verlo en el lugar.
El último par de días según yo, el viejo agitaba las monedas con un visible hastío. Sólo porque la naturaleza propia de un comerciante exige no rendirse nunca a ofertar su producto, ahí estaba, sacudiendo sus onzas de plata, sabiendo de antemano que nunca le iba a comprar una sola moneda.
Comencé a extrañarlo y a sentirle nostalgia, a pesar de la fuertísima mala vibra que me causó. La pregunta es obvia en medio de esta pandemia. ¿Y si se contagió el pobre hombre? Ya es de sobra, una persona dentro de los grupos de riesgo grave.
… … …
Algunos días atrás, platicaba con un compañero. Le comentaba acerca de una novela gráfica que no he podido recordar el nombre y el autor, porque sólo ví un capítulo en una revista tipo Heavy Metal.
En la historia, uno de los personajes es un viejo bibliotecario a quien el personaje principal, un investigador privado, siempre acude a consultar pues el viejo es una memoria prodigiosa y monumental de la historia
mundial.
En un determinado momento, el viejo por fin le confiesa al investigador que él es Lázaro, el mismo que Jesús resucitó… Pero jamás le dijo cuándo volver a morir y que, en aquel tiempo, agradecido, se propuso a salvaguardar todas la historias que se escribiesen sobre Jesús.
Luego de notar y aceptar su nueva inmortalidad, le toma gusto a eso de proteger la memoria histórica no sólo del nazareno si no de toda la humanidad.
Esa historia me encantó y, de ello, cual semillero, comenzaron a florecer más y más conjeturas e ideas nuevas hasta que…
Un anciano. Días santos. Monedas de plata.
Escalofríos… una bufanda cubriéndole el cuello.
Hugo Malacara