Con apenas nueve años de edad ya maldecía a toda la divina providencia con tal virulencia que, sin duda, habría escandalizado a mis padres de haber podido conocer mis pensamientos. Eso, y que no estuvieran colgando sus cuerpos ahorcados del palo de la vela mayor junto al capitán y toda la tripulación del navío que nos llevaba de regreso a mi añorada Inglaterra tras una estancia en Panamá con unos parientes. Supimos que no teníamos salvación desde el momento en que desde la proa vimos como la bandera roja hondeaba sobre el barco pirata que se acercaba a toda prisa, aprovechando el viento del este poniéndose a barlovento con sus velas desplegadas. Mientras que nuestro barco, maltrecho como consecuencia de los extraños sucesos de los últimos días, trataba inútilmente de virar en dirección contraria para huir. Si logré salvarme fue sin duda a que mis ropajes le indicaban al capitán de esos rufianes que quizás podía pedir un rescate por mi vida.
De esta guisa me encontraba maniatado y arrodillado sobre unos pantalones cuyo precio era de muchas libras y pocos shillings. A mi lado y en la misma situación, se encontraba un compañero de viaje llamado Thomas, que no por ser mayor que yo estaba exento de que sus nervios empezaran a fallar por momentos, delirando entre susurros que sin duda alcanzaban el oído de aquellos rufianes barbudos y harapientos de afiladas espadas. Varios de ellos llevaban nuestro cargamento de riquezas obsequiadas por mis parientes y toda la comida a sus propias bodegas, mientras otros, incluyendo el capitán de dientes amarillentos y poblada barba, vigilaban que no nos lanzáramos por la borda.
—¡Más deprisa, patanes sarnosos, hijos de mala madre!
Thomas empezó a reír como un estúpido.
—Mira eso, Eustace, se la llevan. ¡Se llevan la caja!
Mandé callarle sin apenas despegar mis labios, pero no pude evitar alzar la vista para comprobar que, efectivamente, aquellos incautos se llevaban la caja junto con otras mercancías.
—¡Se la llevan, se la llevan! —repetía una y otra vez. Y aun con la poca esperanza que había de preservar nuestras vidas, admito que sentí un cierto alivio. Pensé que no era mal negocio si nos mataban a todos y veíamos desde el cielo cómo condenaban sus propias almas con aquel sencillo gesto. No podía sospechar que la mala suerte aún me acompañaría un buen rato más.
—¡¿Qué estás farfullando, en nombre de Satanás?!
Agaché la cabeza. El sable empapado en rojo del capitán se posó en la cabeza de Thomas.
—Se la llevan, se la llevan.
—Tú, mequetrefe —me dijo con su voz rugosa—, ¿tu amigo se burla de mí?
—Tened piedad de él, mi señor. El muy necio enloqueció por una insolación.
—¡Qué feliz casualidad! Pues conozco un remedio más que eficaz para este mal.
Sin ninguna sorpresa, pero no por ello menos dolor para mí alma, el acero de aquel miserable traspasó el cuerpo del desgraciado Thomas y me convertí en el último de mi tripulación que aún respiraba. Un hombre de piel oscura y pelo entrecano susurró al capitán que el trabajo estaba listo, y pese al miedo que recorría mi ser llegó hasta mis oídos que sus hombres se extrañaron por ver el estado real en que encontraron nuestro barco incluso antes de su llegada.
—Buen trabajo, señor Higgins —dijo antes de dirigirse hacía mí y reposar su espada en mi cabeza.
—¿Cómo te llamas niño?
—Eustace, señor.
—¡Eustace! ¿Quieres unirte a la despreciable tripulación de «El Temido» mientras encuentro el modo de cambiar tu cabeza por una bolsa llena de libras? Seguro que un flacucho como tú nos vendría bien para limpiar los cañones por dentro.
Con la risa de todos los presentes alimentando mi odio, declamé un “Sí, mi capitán, ahora y por siempre” que salvó mi vida por el momento y me convertí en grumete a sus órdenes.
—Para mí, que soy vuestro capitán, me corresponden dos partes del botín.
Desde la escalerilla al timón hablaba ese hijo de mil padres a su banda de ladrones y asesinos que le alababan y aplaudían cada una de sus palabras.
—Para el maestre señor Higgins, parte y media. Lo mismo para los cañoneros.
El hombre moreno y entrecano sonrió indulgente entremedio de vivas y bravos. Sin duda se las veían muy felices repartiéndose las libras, chelines, y otros objetos de valor que seguro confiaban cambiar tan pronto llegáramos a puerto. Se me llevaban todos los demonios mientras en un rincón limpiaba de sangre sus puñales, hachas y espadas. Al parecer el capitán no quería correr el riesgo de infecciones a bordo, y me sorprendí admirando esta decisión.
—Para nuestro experimentado tullido señor John el Viejo y el señor Teach, parte y cuarta. Quienes hayan perdido su brazo izquierdo…
—¿Cuántos bobs dice que me tocan, capitán? —dijo John el viejo alzando el muñón al oído.
—Parte y cuarta en libras y chelines, maldito sordo del demonio —gruñó el capitán.
—¿Y eso cuánto es en groats?
—¡Que el mar te trague, bastardo John el Viejo, ni Lucifer es tan anciano como para seguir cobrando en groats de Jacobo III!
Todos estallaron en sonoras risotadas, y no a cañonazos como era mi deseo, al escuchar este chascarrillo con toda la pinta de ser una broma habitual. Según seguía el reparto bebían como si no hubiera un mañana mientras contaban historias de Mary Read y Jack Rackham, el señor Teach comentaba lo poco que le faltaba para comprar su libertad al capitán y entones partir a reunirse con su mujer embarazada. Todos cantaban la misma canción al son de un violín mientras yo seguía en mi desagradecida tarea limpiadora entremedio de tanta celebración, cuando el señor Higgins vino a buscarme para solicitar amablemente que me reuniera con el capitán en su camarote, pues requería el placer de mí conversación.
—Señor Higgins, sin duda debes tener la sangre negra por la tinta de tantos libros que has leído.
El camarote de aquel canalla disponía de una mesa llena de mapas, en dónde apoyaba sus pies mientras devoraba una naranja a bocados como si llevara un mes sin comer.
—Vivo para serviros, capitán.
—Sirves bien, luchas bien, y por todos los demonios que sabes más que nadie en este maldito cascarón de nuez con velas. Así que seguro sabrás decirme qué es esto.
Entonces me di cuenta que el muy incauto había abierto la caja que tanto preocupaba, y con razón, a mi buen Thomas. En su interior un ingenio de metal con forma de una caja de puros y lleno de extraños salientes diminutos mostraba un cristal del color de la noche sin luna en su parte superior. Sonreí imprudentemente y supe que aquel bellaco se había dado cuenta. Mientras, el negro y entrecano señor Higgins observó el extraño objeto desde diferentes lugares sin atreverse a tocarlo siquiera.
—Nunca había visto nada ni remotamente parecido en libro alguno, capitán.
El despreciable villano ni siquiera alzó las cejas al oír aquella respuesta y mordió de nuevo la naranja manchando su barba.
—Tranquilo, señor Higgins. Seguro que nuestro nuevo compinche, el señor Eustace, sí lo sabe.
—Lo lamento, mi capitán —sonreí burlón—, no sé de qué me habla.
Su puño calloso lleno de anillos alcanzó mi rostro con tal fuerza que por un momento pensé que el mismo cielo cayó sobre mí. Escupí varios trozos de mis dientes quebrados y sentí el sabor metálico de mi propia sangre, y lloré como el niño que era, más por no poder hacer nada para cambiar mi suerte que por el dolor que sentía. Aun así encontré fuerzas para reírme en su cara.
—Probemos de nuevo, señor Eustace. ¿Qué es esto?
—Si eso es lo que queréis, os complaceré con gusto, mi capitán. Os contaré todo.
—Eso está bien. Saber es poder. ¿No es así, señor Higgins?
“Desde luego, mi capitán” respondió el negro de pelo entrecano. Con sus ojos parecía aconsejarme prudencia y obediencia.
—Empezad cuando gustéis, señor Eustace.
Engulló lo que quedaba de naranja mientras esperaba pacientemente que estuviera en condiciones de hablar. Le conté la verdad.
—La tormenta de hace dos noches llegó de repente —empecé a relatar—. Los marineros se apresuraban con las drizas y cabestrantes para izar las velas para prevenir que el fuerte viento quebrara los palos. Lo creáis o no, sobre la cubierta apareció una nube de oscuridad como salida de la nada, negra como el carbón y lisa como un espejo, de cuyo interior apareció un caballero. Vestía de modo parecido a un inglés, aunque sin duda que sus extraños ropajes debían ser de un lujo y una tela exquisitas venidas de otras tierras, pues en su color negro y liso se reflejaba la luz de la luna. Pero lo más extraño era que llevaba un sombrero más alto que ancho y su rostro era grande y redondo, con grandes ojos negros y una sonrisa imposible en cualquier hombre que le iba literalmente de oreja a oreja. El extraño caballero apretó un extraño resorte rojo en el objeto que tenéis ante vos, y lo dejó caer sin más sobre nuestra cubierta. Al momento, las bestias marinas enloquecieron y se lanzaron contra el casco de nuestro navío dejándolo en las condiciones que comentaban vuestros hombres esta mañana. El caballero se había marchado, pero en su lugar había otra cosa. No era hombre ni animal, aunque tenía algo de ambos. El monstruo atrapó a tres de los nuestros y saltó por la borda, arrastrando consigo a estos pobres desgraciados que Dios tenga en su seno. Todo el barco tembló por la tormenta y el embate de cachalotes y tiburones contra la nave, hasta que un marinero propinó un golpe fortuito a este extraño instrumento, calmando a los animales marinos al momento. Fue como digo y juro por todos los santos que es cierto.
Me esforcé tanto como pude en hacer mi relato tan aterrador como fuera posible, cosa fácil pues la realidad ya era suficientemente aterradora de por sí. Y aunque el buen señor Higgins si parecía compungido, el capitán apenas se inmutó.
—Vaya, así que este “utensilio” apareció por obra de un brujo. ¡Pues hoy es vuestro día de suerte, señor Eustace! El mismo remedio que doy para la insolación también sirve para enviar al infierno a brujos y charlatanes de toda clase.
Se levantó despacio y calmado pero su rostro reflejaba una inmensa furia. Desenvainó su espada y reposó el filo sobre mi cuello con gran destreza, haciéndome un pequeño corte. En esta posición, se agachó ante mí, encontrándome su mirada por primera y última vez, —Si tenéis lo que hay que tener, señor Eustace, activaréis este resorte para que acuda vuestro brujo con toda criatura que desee. Entonces ataré las tripas de todos vosotros a una bala de cañón y os enviaré al fondo de los mares.
Entre el miedo al acero y las ganas que tenía de verle suplicar por su vida, cumplí la orden.
Al poco, escuchamos gran barullo y gritos provenientes de cubierta. El capitán abrió la puerta de un puntapié y dispuesto a poner orden entre sus filas por lo que posiblemente fuera alguna reyerta por robo. Pero lo que se encontró no era una pelea de piratas borrachos. De hecho, todos los hombres del capitán estaban arremolinados contra la puerta del camarote del capitán, solicitando desesperados el auxilio de sus oficiales, pues casi todas las armas de filo y las pistolas de a bordo estaban frente al bauprés, justo bajo la vela del trinquete. Apiladas en un montón en dónde las estaba limpiando hace apenas un rato, y a espaldas del monstruo.
Al ver de nuevo aquel horror bajo la luz del atardecer, me arrepentí de inmediato de mis sentimientos de venganza y me maldije profundamente por apretar el resorte.
Era tal cual lo recordaba. El torso y la cabeza eran de hombre, pero sus brazos y piernas habían sido cercenados para coser en su lugar unos apéndices largos que se retorcían y agitaban como los tentáculos de un pulpo gigantesco, pero por otro lado, no puedo imaginar nada que se parezca menos a uno de estos animales marinos ni a un ser humano. Toda su piel era del color de la ceniza, y emitía un chillido espantoso a través de su boca circular y alargada. Entre sus monstruosas extremidades, retorcía y doblaba el cuerpo del señor John el Viejo hasta que se escuchó un crujido aterrador. El cuerpo del anciano cayó ante nosotros en un ángulo imposible.
La indignación de ver a su viejo camarada caído hizo reaccionar al capitán con bravura.
—¡Hatajo de ratas cobardes y miserables! Si tiene cuerpo de hombre se le puede matar.
El capitán se abrió paso entre sus hombres como un barco cortando las olas del mar, encarando a la bestia en pocas zancadas y disparándole un balazo en el pecho, de cuya herida no se podía decir que emanara sangre ni ningún otro líquido normal en un ser humano, sino más bien una masa grumosa y oscura. Sin mirar atrás ni ceder su posición desenfundó su acero para sacudir un fiero sablazo al lugar dónde se supondría que este ser de pesadilla tendría su corazón.
Inspirados por el valor de aquel capitán a quien hasta hace unos momentos odiaba con todo mi ser, algunos hombres consiguieron cuchillos y demás herramientas de la cocina para unirse a su capitán, pero para entonces, y pese a sus múltiples heridas, el monstruo ya les había compartido la suerte del pobre John el Viejo con dos más de los nuestros.
—¡Apartaos! —gritó el señor Higgins, lanzando una lámpara de aceite por los aires. La lámpara cayó sobre el ser. Las llamas envolvieron la cabeza y los hombros de la bestia, que chillaba atroz en su agonía mientras varios hombres aprovechaban ese momento para recuperar sus armas de filo y dar buena cuenta de aquel ser hasta quedar inerte sobre la cubierta
Todo el barco se balanceó peligrosamente por el golpe de una gigantesca ola.
No hacía tanto viento como para levantar semejante ola.
—¡Capitán, a babor! —gritó el señor Higgins
Entonces vi por fin cumplido mi deseo al ver el pánico en los ojos de aquel aguerrido rufián, del mismo modo que sin duda se reflejaba en los míos.
Un inmenso cachalote había causado la ola al nadar rápidamente directo a nosotros.
—No hay tiempo para los cañones. ¡A los botes, abandonad el barco!
Sin pensarlo dos veces, agarró el brazo del hombre más cercano, que resultó ser el señor Teach.
—Arría un esquife y lárgate con el muchacho.
El señor Teach me agarró en volandas sin mediar una palabra mientras vi cómo el capitán se dirigía a su camarote y salía con el extraño artefacto, mientras el señor Higgins ayudaba a los demás en su huida. La bestia arremetió contra el navío con tal ferocidad que destrozó casi por completo todo el lado de babor. El palo de la vela mayor se vino abajo. Lo último que pude ver fue cómo el extraño artilugio del hombre del sombrero caía a través de una gran grieta en cubierta y como el capitán saltaba tras él.
Varios hombres pudieron subir a bordo de la pequeña embarcación mientras el desquiciado animal seguía atacando el barco con inusitada fiereza, hundiéndolo sin remedio. Aterrorizados de que el cachalote volviera a por nosotros, pasamos más de tres días en alta mar. Incluso yo, que vi el funcionamiento del extraño artefacto de cerca y sabía que era la causa de que el animal nos atacara, llegué a contagiarme del temor de los demás. Agotados y hambrientos, finalmente llegamos a tierra en las costas de Venezuela.
Después de tantos años aún me pregunto si el capitán consiguió encontrarse frente a frente con el brujo. Especialmente en días como hoy, en que arrecia el viento del este y el cielo despejado parece llenarse con los colores del atardecer, como si estuviera en llamas. Exactamente igual que en mis últimos momentos a bordo de «El Temido».
T.A. Llopis
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