Han sido sesenta y dos días de asedio, perdimos dignamente, pero no sólo ha sido una batalla, siento como si hubiera perdido la identidad como nación también, es… extraño.
A la distancia alcanzo a ver a nuestros cabecillas militares encabezados por el General González Ortega negociando la rendición. Apenas puedo creer que el sacrificio efectuado hace poco más de un año hubiera sido tan insignificante, al menos, para los que ofrendaron su vida. Observo el campo de batalla, la vista es diametralmente opuesta a la última vez que enfrentamos a estos franceses, la ciudad casi destruida y doblegada, bajo la mirada y comienzo a rezarle a mis dioses mientras recuerdo lo ocurrido el año anterior. A pesar de los esfuerzos militares para contener el avance del ejército francés desde inicios de abril de 1862, el ejército mexicano no había podido impedirlo, el mismísimo general Ignacio Zaragoza fue designado líder de la resistencia para someter al invasor. No lo presencié pero apenas supo su nombramiento, mandó buscar a “Yevixe”, el sabio de la tribu de Zacapoaxtla (quien era mi abuelo) para pedirle apoyo y consejo. A inicios de mayo finalmente se entrevistaron, mi abuelo aún no entendía bien a bien de qué iba todo aquello, el general llegó apenas acompañado de su escolta a la entrada del pueblo, pidiendo verlo de manera urgente. Llegado el momento se vieron frente a frente y a pesar que mi tata no conocía en persona a aquel hombre, el militar sin dudarlo se acercó haciendo la reverencia de saludo de nuestra tribu, a lo cual respondió sorprendido. Sin dejar de verlo directamente a los ojos, el general comenzó hablar en nuestro idioma y mi abuelo, quien tenía un gran temple, por un momento pareció extrañado: “ayúdame, sólo tú lo puedes invocar”, le pidió Don Ignacio. Mi tata, volviendo a su tradicional calma, lo miró por un momento, le tocó el rostro al militar y le soltó: “¿por qué he de hacerlo, si no sé quién eres? El hecho que hables mi idioma no significa que me conozcas, y mucho menos querría decir que te puedo ayudar, aunque desconozca cómo sabes lo que acabas de decir”.
Don Ignacio, quien empezó a mostrar su nerviosismo, le enseñó la cadena y el dije que portaba debajo de la casaca. Retomando un poco la sorpresa mi abuelo suspiró: “así que el día ha llegado”. El general, sin perder la solemnidad, le dijo: “Mi abuela fue Xneh Zonteotl, la mujer que te crió cuando fuiste un niño y quien te inició e hizo un místico por los dones que has mostrado, eres parte de su linaje y herencia, en su nombre te pido que me ayudes y estás obligado”.
Terminó de hablar el general mostrando una mayor seguridad y fortaleza, esperó a mi abuelo quien se quedó meditabundo por unos instantes, volvió en sí, comentándole con calma: “En el nombre de Xneh cumpliré mi destino. Sabía que este día llegaría, lo he soñado así como sus consecuencias, sin embargo, debes saber que esto no sólo consumirá mi vida y la de mi pueblo, sino tu propia vida también, ¿estás dispuesto a ofrecerla? ¿Esta situación tanto lo vale?”.
Al escuchar esto, Don Ignacio mostró incertidumbre ante una respuesta que no esperaba escuchar, aunque apenas titubeó sólo para emitir: “el hogar vale todo lo que un hombre pueda ofrecer por este”. Mi abuelo se acercó para estrechar su mano y darle un abrazo, cerrando: “vuelve mañana al amanecer”.
En medio de una penumbra llegó el general solo y con ropa de civil, mi abuelo se acercó y le preguntó: “¿cuál es la tormenta que tanto nos va costar?” Acto seguido, Don Ignacio le explicó la situación y todo lo que venía acercándose a las inmediaciones de nuestro territorio y lo que implicaría perder la batalla que ya estaba casi a sus pies.
Mi abuelo, quien en realidad no conocía tanto los conflictos más allá de nuestro pueblo, después de escuchar todo el relato le dijo: “vaya que es una situación difícil la que enfrentas, digno del uso de mis habilidades, pero debo decirte en primer lugar que la protección que puedo ofrecerte sólo podrá ser utilizada en una ocasión, es el último don que me han heredado los dioses, además, tengo que hacer hincapié en que te costará la vida, sin que puedas hacer nada al respecto, si decides proseguir…”. Apenas terminó de hablar mi abuelo y el general sin dudarlo, hizo un gesto de afirmación, al efectuarlo, mi tata le solicitó: “llévame al lugar de la batalla”.
Acompañado de un pequeño ejército con los mejores guerreros zacapoaxtlas, mi abuelo, el general Zaragoza y yo, nos encaminamos a la ciudad de Puebla. Durante el trayecto ya alcanzamos a escuchar varias escaramuzas entre los batallones nacionales e invasores, de hecho, prácticamente nos pisaban los talones aunque llegamos por delante entrada la noche del tres de mayo a la localidad, misma que era un desierto ante el silencio que reinaba. Sin perder el tiempo, el general y mi abuelo hicieron un recorrido por toda la zona, durante el cual mi tata iba dejando objetos a lo largo del territorio, “defensas espirituales”, le citó a Don Ignacio. Una vez que terminaron, nos guarecimos todos en el cuartel general, ya era casi la tarde del cuatro de mayo. Después de dialogar un rato más, mi abuelo pidió retirarse indicando que regresaría a la mañana siguiente, fecha en que esperaban al ejército invasor ya que debía prepararse para expulsar sus dones. Nadie lo detuvo en su caminar, con una sonrisa el general sólo observó cómo lentamente se alejaba en la distancia.
Durante el anochecer se presentaron ante el general Zaragoza los exploradores del ejército defensa sólo para indicarle lo observado en la periferia: “casi 18,000 hombres entre soldados de a pie y a caballo, piezas de artillería de corto y largo alcance”. Sin pretender demostrarlo el general por un momento pareció abatido por los comentarios, ordenó fortificar las posiciones, él personalmente estaría en el fuerte de Guadalupe, mientras el General Miguel Negrete cubriría el fuerte de Loreto, ambos serían los bastiones para la defensa de la ciudad, de caer la batalla estaría perdida.
Aunque se nos ordenó descansar a toda la tropa, la noche fue una angustia interminable, a pesar del buen ánimo que reinaba, todos sabíamos que las posibilidades de salir avante en una batalla así no eran muy buenas. El general se retiró a dormir poco después de ultimar los detalles y repasar la logística con sus compañeros, saludaba de mano a cada soldado con el que se cruzó, eso terminó de motivarnos.
Cerca de las seis de la mañana, nos levantaron a tomar posiciones, el general ordenó que lo acompañara en la espera de mi abuelo quien, para sorpresa de todos, ya estaba en el torreón más alto del fuerte de Guadalupe, hincado clamando a Tláloc, frente a él un jarrón con el símbolo del agua incrustado, al contemplarlo, nadie hizo comentario o ruido alguno. Conforme fue amaneciendo las posiciones en el campo estaban tomadas en forma defensiva, tengo que admitir que mi conocimiento militar no era mucho pero si resaltaba la eficiencia con la que se llevaron a cabo los preparativos.
Para las ocho, se escucharon los primeros cañonazos del ejército francés anunciando su llegada al sitio, fue realmente impresionante, por un momento, todos guardamos silencio ante la envergadura del enemigo. Una vez superada la sorpresa nos dieron la orden de aguardar, aquel instante pareció eterno. Veinte minutos después, la infantería francesa empezó a desplazarse a lo largo del campo como una especie de punta de lanza, nuestras defensas parecían no poder impedir su ataque. En el avance se volvió evidente que se dirigían hacia el fuerte de Guadalupe, nuestra fortificación. Sin poder hacer más nada llegaron a la ladera del cerro, comenzado a escalar tan rápido como podían. Sin dar crédito a lo que ocurría nos defendimos a capa y espada pero no hacíamos gran mella al enemigo, de forma súbita empezamos a ver cómo ingresaban a la parte alta del cerro, casi de frente a la entrada del fuerte. Al irse agrupando los que llegaban adoptaron una posición franca de ataque y se lanzaron a la cargada hacia nosotros, casi creí desfallecer ante lo inútil de nuestra defensa, cerré los ojos deseando una buena muerte y la llegada al paraíso con mis ancestros, escuchando un terrible estruendo. De forma instintiva, abrí los ojos descubriendo un gran relámpago delante de mí, ante el cual, de un solo tajo, los franceses caían fulminados delante de nosotros. Dominó el silencio por unos cuantos segundos hasta que el general Zaragoza gritó mientras señalaba hacia uno de los torreones del fuerte: “¡sabía que no me fallarías!”.
Volteando hacia el sitio indicado pude ver a mi abuelo envuelto en un aura azul negruzca, era el mismo pero ahora su cabeza estaba envuelta en el entorno por serpientes, sus ojos se volvieron negros y una especie de penacho emergió de su cabellera, fue como si el Dios Tláloc se estuviera fusionando con él, aumentando incluso de tamaño. El jarrón estaba roto. Después de lanzar un grito de batalla, mi abuelo miró al cielo e inmediatamente comenzó una lluvia torrencial, deslavando el acceso para el ejército invasor, mismos que luchaban por no quedar sumergidos en el lodo. En la distancia lo mismo ocurría en el fuerte de Loreto ante la mirada incrédula de todos los participantes.
Tratando de alinear su estrategia los franceses se redistribuyeron en el campo de batalla, intercambiando posiciones para reforzar su ataque; ante la sorpresa recibida, sin embargo, la mayoría del parque y el armamento en sitio sería aniquilada por sendos relámpagos que impactaron de lleno en su ubicación.
Yo mismo había escuchado de las leyendas mi pueblo y abuelo, sin embargo, nunca hubiera creído lo que vi de no haber estado presente en aquel lugar. En la distancia y con los franceses mermados en su ataque, desde ambos fuertes comenzamos a apoyar a nuestros compatriotas en el campo de batalla, el propio general Zaragoza se lanzó junto con la caballería gritando: “Tras ellos, a perseguirlos, el triunfo es nuestro”. Lo que siguió fue un total frenesí, perseguíamos al enemigo que en su mayoría era más bien barrido por el agua de la lluvia que había inundado su posición en el campo, prácticamente luchaban por permanecer de pie mientras escapaban, hasta sus baterías de guerra parecían escapar al ser arrastradas por la corriente. Fue una carnicería, todo aquel francés que era alcanzado, pagaba por el resto de sus compañeros.
Una vez erradicado el enemigo del campo de batalla, se declaró la contundente victoria, los ¡Viva México! no se hicieron esperar. El propio general felicitó en persona a todos los combatientes sobrevivientes. Poco después del trance de la cruzada, recordé a mi abuelo y fui en su búsqueda, yacía sentado admirando el arcoíris que se había formado al terminar la lluvia. Me acerqué para levantarlo y me pidió que me sentara con él, apenas unos momentos más tarde estaba rodeado de cuanto soldado pudo acceder al torreón donde estábamos. Me miró mientras tomaba mis manos, diciendo: “mi tiempo aquí ha concluido, empleé los favores de los dioses lo más sabiamente posible, espero que me reciban con los brazos abiertos en el paraíso junto con mis ancestros, y algún día recibirte también”, al concluir mandó llamar al general, quien ya estaba ahí. “Ignacio”, le dijo mientras lo miraba fijamente, “el Dios Tláloc cobrará tu vida por el favor recibido, en cuatro meses vas a fallecer, busca la paz, despídete de tu familia y prepárate, tu causa ha sido noble y justa el día de hoy, los dioses te recibirán en el paraíso también”. Al escuchar esto el general mostró un gesto de resignación y orgullo, le sonrió a mi abuelo y le agradeció el apoyo brindado; “otra sería la historia si no hubieras estado aquí, Yevixe”, dijo apartándose de él.
De nueva cuenta, me senté con mi abuelo, me sonrió y dio un abrazo. De a poco, sentí como su cuerpo se relajaba y me soltaba hasta quedar inerte. No derramé lágrimas por él, más bien sentí una inmensa alegría al saber a dónde iba.
Esa noche, tuvimos una gran celebración en la ciudad de Puebla, el ejército era una sola entidad, el orgullo y el patriotismo nunca antes se habían sentido o demostrado de esa forma en este país por lo que era todavía más especial el evento.
A los pocos días todos volvimos a casa, lo último que se supo del ejército francés fue que estaba replegado y arrinconado en Veracruz, a punto de retirarse para siempre de nuestro país.
Miguel Ángel Borjas Polanco