¡Cierra el pico!

No hay ni un ápice de interferencia en la enlodada pajarería de mi tío abuelo, no hay recepción, no hay transmisión; nos queda conformarnos con la bóveda celeste, porque poco queda de techo, se lo han comido las orugas de temporada. Él sabe prepararlas en comal y al fuego vivo, se retuercen y en ocasiones especiales parecen pitar de dolor, luego revientan con un gran plaf y creo que el plaf les da otro sabor. Es estúpido que a una pajarería vengan a comer orugas; pero sabiendo la receta para construir semejante techo, uno puede atraer a lo que se le pegue la gana: babosas, gaviotas, gatos.

Lo veo, lo veo, lo sigo mirando, él a su vez me ve, pero no ve nada, de repente me suelta un zapatazo porque dice que tengo la mirada de un alacrán. Suspiro contagiado por su somnolencia y me dedico a digerir el pan con mantequilla que la vecina le regala.

Una vez encontré algo interesante en su alacena, que también es armario, que también es librero; pornografía muy especial de finales de los cuarenta, las mujeres no mostraban gran cosa y en donde sí mostraban todo, todo aparecía desvanecido; pezones y monos deslavados. Frote y frote lo imaginaba, esperando sentir algo más que el mugroso papel… «un día será tuyo» me soltó por la espalda sin previo aviso, con su voz esofágica que utiliza en la confidencialidad de su mecedora; me estremezco y dejo todo en su lugar.

Le gusta que le prepare café, es lo único por lo que disfruta mi compañía, dice que lo hago como su amiga, una tal que vivía en Suiza… Josefina. En Berna. Y le traía de regalo relojes cucú que yo solía destripar. «Josefina, Josefina, hay mi Josefina». Y es la única humana por la que ha llorado y llorará.

Hay cosas que uno debe saber para ser pajarero. Si el cliente, por ejemplo, no tiene para pagar una jaula, se lo envuelves en periódico, si no tiene para pagar al ave, le entregas un panfleto… cuanto amor en un panfleto, es cierto, lo juro, no hay ni uno que se le compare. Son extensas listas de especies endémicas de la región, ilustradas por un colega (ahora ciego) suyo, un botánico reumático, coliflorero los domingos. Vienen adornadas por genuina caligrafía de Ken O’Brien. Una cosa muy elegante. Mi tío abuelo es pajarero por negocio y genetista por afición. Mantiene una colección privada en el sótano que es más amplio que la propia choza en donde vive. Hay: lechuzas con patas de garza, gorriohalcones, kiwis del tamaño de una ñandú, lagartos emplumados de prehistórica impresión, y una cosa horrorosa que raya en la ficción, un desplumado perico sin ojos ni patas, con alas parecidas a las del murciélago, más grandes, que cuelga de cabeza libremente sobre un alambre cerca del techado. Su canto asemeja al berrinche de un niño de tres añicos y babea groseramente por el pico. Desde que lo vi, no deja de aparecer en mis pesadillas, y hace tres semanas, dos días, cinco horas, que no duermo. Es una lástima que el abuelo lo quiera tanto, porque de éste martes no pasa. Lo atraparé en una bolsa, la ato con fuerza y lo muelo a palos. De pronto, desde su asiento, el abuelo ríe y agita de un lado a otro la papada en negativa, «esa cosa no puede morir, no hasta que yo muera; lo hice —se pellizca la mejilla— con estos pellejos». Me atraganto… el viento rechina las bisagras de la ventana de madera… pero yo ya estaba decidido.

Y al primer golpe, gritaron de dolor.

 

Uriel López Delgadillo

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