A la madre.

Crees conocer a un hombre en el llano, y después de quince,
veinte días o un mes con él en la montaña, te das cuenta
de que es otro completamente diferente.
Maria Joseé Vallent Cot

Hoy cumple quince años de edad. La mitad de huérfano.
—¿Falta mucho para llegar?
La última voluntad de su padre fue que a una edad conveniente, a los quince años por ejemplo, él hiciera cumbre acompañado por mí y exclusivamente por mí. Su madre ha deseado que una parte de las cenizas sean depositadas en nuestra meta a cuatro mil quinientos metros de altura, algo moderado para un principiante. En un compartimento de su mochila trae un pequeño contenedor de acero inoxidable con el peso del pasado.
Aunque pocas veces hemos salido juntos de excursión, no le agrado demasiado, es tiempo de que afronte retos mayores a esas veredas fáciles y aburridas que le cambiaron una mejor condición física por el leve sobrepeso que ya acumulaba. Ahora la caminata le pesa un poco más que su mochila cargada con cosas que le dije no iba a necesitar. No tengo permitido ajustarle el peso una vez iniciado el trayecto.
—¿Ya vamos a llegar?
No hay necesidad de contestarle su insistente cuestionamiento, todos los novatos lo hacen. Da lo mismo que le diga que faltan veinte kilómetros o dos horas de camino, dentro de cinco minutos me va a volver a preguntar…
—¿Cuánto falta?
—¿Quieres agua? Toma despacio y no tanta. No traemos mucha y después no podrás caminar con el estómago lleno de líquido. ¿Tomaste tus pastillas?
—No.
—¿Desde cuándo?
Se adelanta después de regresarme la cantimplora casi vacía. Está enojado. Lo sigo a mi paso y no tardaré en darle alcance. El sol está por ponerse, salmones en el cielo.

Su padre era un guía experimentado que conocía al dedillo todas las cumbres, cavernas y veredas de una de las últimas regiones no tan contaminadas que quedaban en el planeta. Deseaba que su hijo fuera lo suficientemente grande y fuerte para que lo acompañara en sus viajes y darle a conocer lo que, en ese entonces, quedaba aún con vida natural en el mundo. No más; el cambio climático y el salvajismo civilizado de la humanidad dejó un planeta a medio morir cargado más allá de sus límites de mierda humana, y no estoy tan seguro qué tan metafórica pueda ser esa frase. No más, su padre murió… no en un accidente de montaña como en todo caso a él le habría gustado. No más…

—Un pájaro carpintero, aunque pienso que es exactamente el mismo que vimos hace rato, a mí no me engañan. Yo lo sé todo. Vivimos en una matrix, lo sé, lo sé, lo sé todo —dijo al escucharlo golpear machaconamente la madera de un alto pino. Un coatí. Una familia de osos negros. Mapaches, petirrojos, zorros, lobos, víboras de cascabel. Hizo la tarea y sabe reconocer a la fauna de esta montañosa región. Gracias a la enciclopedia global, claro está. Sólo a eso.

Estamos por alcanzar la parte más alta de este empinado tramo que se pierde en la ladera de la montaña. Piensa que lo más pesado habrá quedado atrás cuando torzamos la curva que se vislumbra en lo alto del cerro; la alcanzamos con su respiración agitada y pisadas lentas… a cada centímetro que subimos nos devela un desesperante, sinuoso, casi interminable camino de terracería aún más empinado que lo que acabamos de dejar atrás.
—No jodas, yo ya no camino, ya me cansé, ya no quiero caminar, ya no quiero cargar está jodida mochila —la arroja al suelo con la cara enrojecida por el esfuerzo y el coraje—, púdrete tú y todo el mundo. Todos váyanse a la puta mierda.
Después de insistirle que no se rinda, que descanse un poco, lo dejo sacar el coraje mezclado con cansancio, ampollas en los pies y quemaduras de sol en el cuello. Me detengo en silencio, sin sentarme, a la vera del camino para ver el desarrollo de su performance. Ha propinado sendos puntapiés a su torturadora con una rabia inusitada; ha tirado puñetazos al aire al principio, a su mochila después, al muro de piedra que bordea uno de los costados del camino al final; sus nudillos resienten el acto dejando escarpar hilitos de sangre; la ira parece menguar y termina por derrumbarse sentado sobre la mochila que recibe su peso sin protestar. Veo los senderos que han dejado sus lágrimas entre el polvo del camino que le cubre el rostro. Llora quedito.
—¿Lo extrañas?
—¿Qué putas madre te importa? —el dorso de su mano limpiándole los mocos—. Estoy harto que todo mundo me observe todo el tiempo, que todo mundo sepa lo que hago, lo que digo, lo que pienso, me harta que me vigilen con cámaras todo el tiempo. ¡Me harta!

Horas más tarde y unos cuantos refrigerios menos estamos cerca de la meta, atrás hemos dejado los caminos anchos, las veredas angostas, los pesados chorreaderos, las trepaditas fáciles. Ahora nos enfrentamos a una cresta, es cerca de la cumbre y por ende en la parte más alta de la montaña; a punto de cruzarla bajo la luz de la luna llena nos podemos percatar de su extensión, unos cincuenta metros; su ancho, no más de noventa centímetros y el despeñadero a ambos lados de fácilmente unos doscientos metros hasta el fondo del farallón.
—¿Tengo que caminar por ahí?
—No si no quieres, puedes montarte en la cresta e irte arrastrando hasta cruzarla… como los bebés.
—Yo no soy ningún bebé.
—¿Te doy seguridad? —pienso me gustaría que eso fuera una afirmación y no una pregunta mientras le ofrezco una línea amarrada a mi arnés para que la enganche al suyo. Si acepta deberé usar el anclaje armado en la roca o no usarlo y emplear mi anclaje automático en caso de que él caiga.
—Yo no soy ningún bebé. No soy ningún bebé, no soy ningún bebé nosoyningúnbebé…
—Sígueme.

Empiezo a caminar guardando el equilibrio ayudado por la mochila de sesenta litros, los “zapatos” de montaña, mi mecánico sobrepeso y una larga experiencia en cruzar lugares como estos. Avanzo unos cuantos pasos largos, me detengo, giro despacio y con precaución para ver dónde viene. Me hace gracia, lo veo avanzar lentamente un par de pasos, llevará si acaso unos cinco metros sobre la cresta alejado de la seguridad del piso rocoso de la loma que dejamos atrás. Me ve, le adivino el sudor perlando su frente, se detiene, ve a ambos fondos del precipicio y se paraliza tras sentir una fuerte ráfaga de aire frío. El cierzo aullándole a la luna.
— Vamos —le grito para animarlo—, el aire no te va a tirar. No te rindas.
No responde. Está quieto. Las manos se abren y se cierran sobre los tirantes de la mochila, sus nudillos han dejado de sangrar. Deshago un tramo para acercarme a él. Está llorando nuevamente. Tal vez de miedo.
Ilumino el tramo de cresta que le queda al frente con mi lámpara integrada.
—Vamos, un paso a la vez. No debes rendirte. Nunca, por nada.
Levanta la mirada y busca mis ojos, deduzco que con coraje.
—Bueno, si te da miedo caminar en la cresta móntate a horcajadas sobre ella, como si fueras a lomo de un… —cambio de idea, no los conoce ni los conocerá, ya no existen, sólo en la enciclopedia global—, como montarías una motoneta, va.
Se inclina muy lentamente, apoya sus dedos en la piedra, la luna se mueve más rápido que él. Finalmente queda montado sobre la roca.
—Sígueme, arrastrándote, como si cabalgaras. Ándale, así.
Lo hace durante un momento. Se detiene y repentinamente ríe de la nada, segundos después me pide sollozando que no lo abandone. Ahora llora reclinando la cabeza sobre la piedra, hace silencio, pensaría que se ha dormido; en esa postura ríe de nuevo, me ruega que lo ayude; levanta el rostro y entre lágrimas y entre risas enojado me ordena que no me rinda. Espero pacientemente que termine de recorrer ese tobogán de inestables estados emocionales.

La belleza de esta montaña era estar rodeada por la megalópolis donde nació Mario. Alcanzar la cumbre de noche era todo un espectáculo cuando existía el alumbrado público, cuando había algo que alumbrar, cuando la gente vivía en la superficie, cuando se podía vivir en la superficie…
—¿Ves? Lo lograste. Felicidades.
Me acerco a brindarle un abrazo como se acostumbra entre montañistas al alcanzar una cumbre.
Silencio absorto. No responde a mi abrazo pero tampoco lo rechaza. Inerte.
Aun así ahora puede ver con todo detalle el trazo de las antiguas avenidas, el fluir de los escasos coches eléctricos, los complejos de edificios al ras del suelo que alcanzaban casi la mitad de la altura de esta montaña, algunos vehículos aéreos surcando el cielo huérfano de estrellas. Estamos en el centro de una vía láctea formada por unos pocos racimos de leds.

Tras una larga contemplación del paisaje me dice sin dejar de verlo con esa mirada perdida, sin voltear hacia mí —Tú debiste morir en lugar de mi papá.
Respuesta sin aspavientos  —Sabes que eso no era, ni es, posible.
—Me vale madre. Él no debió morir —un tic le hace inclinar rápidamente la cabeza hacia un lado.
—Cierto.
Se acerca con una mirada extraña. Tic. La cumbre es una punta de roca no mayor a una habitación de cuatro metros por lado rodeada de vacío.
—Aunque tu padre no murió en la montaña ni en compañía mía —aclaro.
Silencio empecinado. Tic. Busca algo en su mochila sin quitarme la vista de encima. Tic. Pienso recuerdos en cenizas.
—Murió en un hospital por tantas excursiones al exterior con equipo de respiración defectuoso —continuo explicándole.
—Nunca dijeron eso, culparon a sus riñones… sufrió… mucho. Nunca dijeron eso —tictic.
—La compañía tenía que protegerse. Te lo estoy diciendo ahora.
—Tú eres de la compañía. Tú eres la compañía.
—Le pertenezco pero no soy la compañía —empieza a caminar en círculos alrededor mío, trae en la mano una vara desconectora.
—Pero eres el asqueroso robot que siempre lo acompañó a hacer los malditos levantamientos biotopográficos para… para… —ahora el tic es más pronunciado.
—Sin los cuales no podrías estar ahora aquí. Ni tú ni nadie ni en ninguna otra montaña de la región. Le deben mucho a tu padre. Baja eso.
—Tú no lo viste morir… —llanto con furia— Nosotros sí.
—Estaba en recuperación de los módulos de mi memoria.
—Qué conveniente. Tú no ayudaste a mi madre… Sí, ya sé, se lo voy a decir… ni la puta compañía, ni nadie.
—Le pagaron el funeral.
—Sí, sí, también se lo diré —parece hablarle a alguien—. Le siguen sacando dinero a todo su trabajo… a todo su sacrificio…
—Es el propósito de la compañía, de cualquier compañía. Baja eso y no camines dando la espalda al precipicio.
—Cállate, podría volar si quisiera. Tengo superpoderes —sonrisa torva.
—No es verdad.
—Me dejaron sin padre. Y sí, sí, puedo volar —activa la vara y esta emite su singular sonido, estamos al borde de la cornisa, se acerca amenazador.
—No lo hagas, no te rindas… no —el chasquido eléctrico tan súbito como esperado— ¡No!

Mi visión infrarroja me dejó seguir su cuerpo en caída libre hasta la base del farallón. Su barbilla con quemaduras.

 

«Nota médica 29/01/93
Paciente 061082-MASJ

Nivel de seguridad: 002 Acceso a todo personal médico.
Recurrentes deseos de autoagresión. Cumplidos en recreación virtual.
Se indica sacar al paciente de tanque de inmersión, inmovilizar y sedar. Aislamiento.
Se pospone el alta tentativa por seis semanas más.
Aumentar dosis de medicamentos actuales en un veinticinco por ciento. En caso de duda consultarme.
Sin cambio en diagnóstico, cambio de nivel: Esquizofrenia profunda.
Pronóstico no alentador.

Nivel de seguridad: 004 Acceso a pasantes de doctorado en Psiquiatría de inmersión.
Residente 002 propone no volver a usar el avatar del robot biotopógrafo y utilizar a la madre. Se evaluará la propuesta, calculo buenas expectativas de usar a la madre.
Residente 001, el ejecutor de la presente inmersión, se está viendo afectado por la presencia de recurrentes actos suicidas en ambiente hiperrealista. Lo detecté en la manera en que arrojó su equipo de inmersión al terminar la sesión y la alteración de signos vitales. Se sugiere baja temporal y que en el inter desarrolle como terapia ocupacional sus pretensiones de escritor. “Salmones en el cielo”. Ja.

Nivel de seguridad: 000 Acceso denegado a cualquier persona.
Es imposible no permearse de los comportamientos humanos. Incluso de su lenguaje. Con este caso en particular calculo estar de acuerdo con el residente 002: Utilizar “A la madre”.
Y/o con el paciente 061082-MASJ: “Me rindo”.
Desenlace pronosticado con 98% de probabilidades de ser certero.

EOF.

IA Piscovirtual 4.0″

 

Samuel Carvajal Rangel

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