El interior

Y entonces, de forma repentina e inesperada, el auto comenzó a caer por la ladera.

* * *

La relatividad del tiempo quedó de manifiesto cuando aquellos breves segundos se extendieron en una serie infinita de pensamientos y recuerdos, estirándose y alargándose hasta formar una breve y delicada línea sobre la que caminé temerariamente como un equilibrista deslizándose entre la vida y la muerte. Siempre pensé que el soundtrack de mis instantes finales sería épico, que me retiraría del mundo caminando con estilo hasta perderme en el horizonte mientras los créditos de lo que fue mi vida avanzaban en vertical acompañando los compases de los Lively Ones interpretando “Surf Rider”, en su lugar, lo único que recuerdo son los acordes de fondo interpretados por Air en su “Radio No. 1” que sonorizan mi eterna caída al precipicio. Es, no obstante, esa mezcla de sensaciones finamente amalgamadas bajo la fuerza cohesiva del tema perteneciente al grupo francés lo que ahora se constituye en mi nexo principal a una generación perdida y difuminada en el tiempo. No hay “Smell like teen spirit”, “Queer” o “Do the evolution” que pueda competir con esa simple y plana melodía, no hay experiencia más fuerte en el contexto de activación de memorias y evocaciones que el recuerdo nostálgico de la letra surrealista que rememora todo el amor, toda la imaginación y todos los sueños de mi existencia… Amour, Imagination, Rêve… conceptos aglomerados en un chispazo de conciencia, en una explosión sinérgica.

—Entonces, ¿es así como ha transcurrido mi vida? —pregunto al hombre en el espejo retrovisor mientras me devuelve una mirada cansina, la mirada de un junkie de garaje, un adicto a la heroína que sólo puede ver el mundo a través de las mirillas de mi mente, un man in the box, enterrado hasta el cuello en su propia mierda y que busca salir desesperadamente para dirigir tu vida al infierno.
—No me preguntes a mí —responde—, tu vida es tan aburrida que me da pereza darle un vistazo siquiera.
—Al menos fue una buena vida —carraspeo con una débil voz ante sus argumentos—, tengo recuerdos felices aun entre las nieblas de la angustia por la muerte.

Es entonces que aquella sombra en el espejo se acerca peligrosamente con un semblante amenazador buscando transgredir los límites del cristal azogado, su rostro se encuentra completamente enrojecido, sin tener en claro si ese aspecto obedece a su furia contenida o al hecho de que se encuentre de cabeza, sujeto con un cinturón de seguridad que le impide caer. Su rostro y ojos deformados, como una creación de Richard David James, rezuman odio, pero sus palabras surgen serenas y cuidadas, como la última exhalación de un moribundo.

—Reemplazamos las sombras que pueblan nuestra cabeza y las sustituimos por versiones lindas y edulcoradas de una realidad que nunca existió fuera de nuestra mente. Quitamos el aberrante miedo a la gente, las relaciones de pareja fracasadas, los proyectos que llegaron a mal puerto y los sustituimos con noviazgos inventados, amistades ilusorias y un bonito currículum ejecutivo lleno de aire y mentiras; te engañaste maldita sea, te engañaste para lograr la felicidad. Te convertiste en tu propio destructor de sombras.
—¡Chinga tu madre, puto, frijolero, rata maldita…! —le grito al siniestro doppelganger mientras trato de recitar de memoria cada uno de los vituperios pronunciados en los temas musicales de alguno de los grupos representativos del rock nacional.

Con desesperación intento destrabar mi cinturón de seguridad, ahora que el vehículo que me transportaba reposa en los placidos lodazales propios de los sembradíos de arroz, su estructura de hierro, análoga a una tortuga de Cumberland, se retuerce tratando de retornar a su posición natural, los neumáticos, negros y con una superficie llana que sustituye los anteriores surcos guía, aún se balancean con furia mientras en los espejos del vehículo, en el reflejo de los vidrios sucios y en la brillantez del tablero, mi yo negativo baila enajenado al ritmo del Rockafeller Skank.
Casi no siento dolor cuando mi humanidad golpea en el techo del auto, ahí en mi mundo al revés particular, pienso que, seguramente, si esta fuera una madriguera de conejo, el único morador del lugar podría ser Frank mientras pincha venas y discos LP con una extravagante mezcla de Gary Jules on the rocks. Un mundo loco sin lugar a dudas.

Lentamente estiro la mano y jugueteo con la tierra, me pregunto si será aquí donde juegan ahora los niños, extirpados del lumpen urbano a una especie de inframundo rural, mas marginal todavía, producto de un país en crisis, ¿será aquí de donde extraen el maná de la vida, el que alimenta a las clases privilegiadas, a los cerdos del sistema?

—¡Agarra la mocha! —escucho intermitentemente en mi cabeza—. Es el momento ideal para cerrar ciclos y enterrar a nuestros yo, encadenarlos a pesados bloques formados por las culpas y las penas y dejarlos caer en el fondo del mar de lágrimas derramadas en nuestro pasado.

Me arrastro hacia la luz que se introduce a través de un enorme boquete en el medallón trasero del automóvil, siguiendo las indicaciones de una pegatina de Steven Tyler adherida al mismo, que me indica “Walk this way” con su dedo índice. El sabor amargo y salado de la mortal mezcla de gasolina y sangre comienza a impregnar mis labios y el fantasma de la inconsciencia ronda mi mente con un estupor incapacitante. Luchando contra mis pensamientos que se funden en negro, alcanzo a sentir la respiración cálida y agitada del hombre del retrovisor que susurra «¡I hope you die!» enfundado en un traje botarga de mono con grandes orejas de plástico. Sonrío y cierro los ojos mientras una decena de manos se ciernen sobre mi cuerpo y me arrastran fuera del laberinto de cristal y acero.

Despierto, sólo para sumergirme en un mar de oscuridad; qué más da si abro o cierro los ojos, la espesa negrura casi liquida del pequeño contenedor en el que descansa mi cuerpo es completamente impenetrable, mi mundo se concentra en apenas un espacio hexagonal de 1.70 por 0.60 metros. Busco infructuosamente un medio luminoso, un encendedor, unos fósforos, una lámpara o al menos una fotografía de mis seres amados, algo que desvanezca el miedo que me da el estar abajo, algo que me permita sentirme un poquito vivo. Pero nada acompaña mi morada eterna, sólo mis recuerdos, mis pesares y angustias mientras afuera de este recinto escucho como la tierra se derrama encima de mi última morada.

Mis manos golpean con poca fuerza debido a la distancia tan corta para la toma de impulso, mis gritos nacen muertos mientras el vacío trata de sollozar a través de mi cuerpo.

—“Se bueno y estarás solo” —digo con el último aliento citando a Mark Twain y musicalizando mentalmente el epitafio con un playlist del Famous Last Words de Supertramp.

Pronto mi mundo se aísla del exterior, un exterior en el que un yo que no soy yo palea sin cesar mientras su risa incontrolable se pierde en el horizonte.

 

Luis Alberto Medina

2 comentarios sobre “El interior

  1. Excelente relato sobre el fin de la vida, la locura del último suspiro, el repasar la propia existencia. Además tengo que decirte que tienes un excelente gusto musical y que me han encantado las numerosas referencias que has incluido a tan buenos temas. Me ha gustado leerte.

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