Este planeta debiera llamarse “El Psicodélico” en lugar de “Nexterra”, es un mundo que parece escapado de esas películas de Los Beatles de hace doscientos años. Tiene el cielo verde, nubes violetas y una tierra roja como el granate. Y si le faltara algo para ser más pop, surgen del suelo géiseres de azufre hirviente que esculpen en el aire unos gigantes hongos amarillos. Estas moles demoran días en evanescerse porque aquí no hay viento, no corre ni un mínimo soplo. Entre tantas cosas que extraño de la Tierra está sentir la brisa en el rostro, esa brisa permanente de Coronilla, mi pueblo natal, esa brisa que huele a calor y humedad, esa brisa que nos dice si vendrá lluvia, esa brisa que nos despeina y nos refresca. Esa brisa que, algunas veces, también nos seca las lágrimas.
Soy el único habitante de Nexterra, pero lejos de ser una ficción como El Principito, soy un tipo común y corriente, un investigador llamado Rodrigo Pilore Artienza, tengo cuarenta años, estoy casado con Eva, una muchacha que amo y me ama sin pedir nada, o casi nada, que no es lo mismo pero es igual. Con ella tenemos a María de dieciséis años, María es una mezcla casi exacta de nosotros, tiene de su madre sol en el cabello y mis ojos negros como la noche. Ambas mujeres me miman cuando estoy en ese nido de amor al que llamamos nuestra casa, un pequeño paraíso que cobija el existir cotidiano rodeados de nuestros afectos, un pequeño paraíso en donde forjamos la vida trenzando nuestras biografías en la misma urdiembre. Pero faltan ocho años para que me vuelva a encontrar con mi familia y mis amigos, ocho años para que arribe la nave Arcatierra trayendo entre su preciosa carga a mis dos mujeres y diez mil colonos terrestres. La espera valdrá la pena, el día que la nave aterrice yo voy a entrar en los anales de la historia, doce mil millones de personas me considerarán un héroe por este sacrificio de soledad y trabajo, por haber colaborado a expandir la especie en el cosmos. Acaso esto sea lo único que le podría faltar a mi vida, alcanzar la cúspide de mi profesión como geólogo espacial, como investigador y benefactor de la humanidad.
Mi quehacer cotidiano comienza de madrugada con el trabajo en el exterior, conduzco maquinarias de excavación para preparar el terreno de aterrizaje de Arcaterra, un descomunal crucero espacial que al posarse será también nuestra colonia en estas lejanas tierras. Al regresar a la base debo respetar un programa de rutinas para conservar mi salud física y emocional. Este diario que hoy comienzo a escribir es un requerimiento planificado por un grupo de psicólogos, ellos aseguran que poner negro sobre blanco cómo va tu vida ayuda a sobrellevar la cordura y a tener claridad en los pensamientos cuando la soledad y la distancia acucian tu alma, cuando la noche estrellada te lleva los ojos hacia un punto azul lejano llamado Tierra, lejano punto cuya su sola imagen te causa un vacío en el pecho y un peso en el corazón.
Luego de tres meses retomo estas páginas. En este tiempo ha sucedido aquello que los grandes cerebros de La Tierra intentaron con esmero evitar, he descubierto mi verdadero origen, he descubierto que soy un androide. Soy el producto de la más avanzada inteligencia artificial, quisieron ocultármelo pero no tuvieron suficientes cuidados. Estas manos y este rostro son el fruto de una combinación biotecnológica perfecta entre genoma y células sintéticas, nadie podría darse cuenta que crecí en una piscina vidriada, flotando en una solución salina y que el oxígeno envolvía mi cuerpo en una lluvia de burbujas. Mi madre nunca me dio el pecho ni me tuvo en su útero. Mi madre ni siquiera existió. Mi madre fueron unas mangueras corrugadas que me alimentaron con los mejores nutrientes que una placenta artificial pudiese imaginar. Cuando estuve maduro me insertaron un microchip de redes neuronales con recuerdos prolijamente ideados para que fuera el más humano de los androides. Luego me enviaron hibernado en la nave pionera.
Me desperté como quien despierta de una noche de festejo, con la música todavía resonando en los oídos, sin embargo habían pasado dos años. El último recuerdo era la cena de despedida con familiares y amigos, las mismas personas que al día siguiente agitaban sus manos tras la puerta de embarque mientras hordas de periodistas intentaban obtener una palabra mía en sus micrófonos y las multitudes se agolpaban en las calles para desearme un feliz viaje. En los bolsillos de mi ropa encontré cartas sorpresas que María y Eva habían ocultado para mí; hasta ese detalle cuidaron los de la NASA.
Luego, todo resultó tal cual lo planeado, comencé a descargar y construir la base de operaciones y a preparar el terreno para el aterrizaje de Arcatierra. No se trata solamente de alisar el piso y prever los suministros, además debo entubar los géiseres y alejarlos de la pista, si uno de ellos hiciera erupción debajo de la nave abriría un boquete en el acero y asaría a las diez mil personas allí hibernadas, diez mil almas se calcinarían en un dantesco infierno sulfúrico.
Las primeras redes de neuronas artificiales surgieron en el siglo veinte y fueron evolucionando hasta que alcanzaron un límite tecnológico. Luego, por más materia gris artificial que le agregaran a los algoritmos, no superaban cierto umbral de inteligencia, no se expresaban como una persona ni comprendían las instrucciones, no se podía mantener con ellos un diálogo satisfactorio, eran veloces pero poco confiables, su escala de valores morales dejaba mucho que desear. Casi medio siglo llevó descubrir dónde residía el problema: les faltaba el concepto de individuo, les faltaba entidad propia. Para interactuar con tus semejantes debes tener su misma cultura y ser uno de ellos. O al menos debes creer serlo.
Entonces idearon los androides con emuladores humanos. Yo soy uno de ellos, un prototipo experimental. Soy superior en prestaciones porque me hicieron creer que pertenecía a la especie animal culminante de la evolución, a la única con individuos conscientes de su propia muerte. Me dieron una historia y una biografía, amigos y familiares que me querían, que necesitaban de mí tanto como yo de ellos. Me dieron recuerdos de risas y de lágrimas, de triunfos y fracasos. Conocí el orgullo de pertenencia a la estirpe social del homo sapiens. Sentí el sueño de llegar a viejo con una misión cumplida. Me dieron motivos por los cuales luchar y soñar. Pero en estos días algo me hizo sospechar que había gato encerrado.
Estaba desviando un arroyo hacia la futura colonia cuando los requerimientos del caudal de agua llamaron mi atención. Si yo bebo un vaso cada semana ¿por qué ellos necesitarían un litro por día? Cuando intenté averiguarlo, la computadora me aplicó un cortafuego, luego me efectuó el test de Turing para asegurarse que yo no era una máquina. Cuando Alan Turing ideó su test en 1950, nunca pensó que un ente que realmente se creyera humano iba a superar sin dificultad su prueba. Pude así acceder a todos los archivos reservados para los futuros colonos.
Descubrí entonces la fría estrategia: enviar al espacio un robot cyborg para que prepare el terreno. Si era necesario que el androide se crea humano, no había problema, una vez que concluya su labor simplemente se le desactivará, nadie consideraría eso un crimen, sus neuronas de silicio dejarían de recibir energía y eso sería todo. Demorarán algunos segundos en extinguirse las ascuas voltaicas de sus circuitos cerebrales y listo. Antes de morir el androide verá pasar ante sus ojos la película de toda su vida, recuerdos que nunca le pertenecieron, fotos de paisajes que nunca conoció, y rostros de anónimos seres queridos. Sus pupilas llorarán por amores y amigos que en verdad nunca tuvo. Luego esa energía se irá de su cuerpo, se disipará en forma de calor, la entropía del universo se mantendrá tan constante como siempre y a él le llegará la negritud, el inequívoco destino de negritud eterna y de olvido al que todos por igual marchamos. Le llegará la verdadera oscuridad a un falso cerebro. Llegará la muerte para un cyberclón que evoca con toda su alma a unos afectos que nunca existieron. No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.
Me llamo Rodrigo Pilore Artienza y retomo la escritura de estas líneas, las mismas que dejara mi compañero homónimo. Él dedujo correctamente que no lo podrían haber enviado solo, que la primera expansión de la humanidad al espacio no estaría basada en una única persona, que si algo fallaba debería haber un plan B. Y estaba en lo cierto. Si él sufría un accidente y no regresaba a base, los sistemas automáticos notarían su ausencia y me despertarían. Poco tiempo le llevó dar con el escondite de mi hibernador, lo habían disimulado como una carga de alimentos congelados para los futuros colonos. Enseguida se puso a revertir mi latencia.
Cuando salí del entumecimiento y por fin pudimos conversar, se le veía eufórico, se tropezaba con las palabras para explicarme lo sucedido. De inmediato le disparé.
Nada sabía él que los humanos sospecharon que esto pudiera suceder. Yo había recibido un entrenamiento para aniquilar a quien me despertara. Me habían aleccionado que él era un androide devenido en un asesino de humanos. Si el sistema automático me hubiese sacado de la hibernación, significaría que él había sufrido un accidente, yo debería terminar su misión y alistar todo para que se posara la nave, la misma donde también viajaban mis familiares y amigos terrestres. Si nada hubiese salido mal, nunca me hubieran despertado, simplemente acabaría en el incinerador de residuos patógenos.
Pero… su muerte no fue instantánea, lo dejé seguir hablando, no quise rematarlo para no dañar las instalaciones de la base. Así comprendí que no mentía. Así supe que también yo era un androide, me habían fabricado una biografía idéntica a la suya, los mismos nombres y sentimientos, la misma nostalgia, los mismos poemas, la misma sed de amor y de convivencia social. Por ello estaban tan preocupados en que lo matara de inmediato, antes que descubriera el engaño.
Intenté auxiliarlo pero su muerte era irreversible. Sólo me pidió que complete este diario y lo envíe a La Tierra. Cuando ya no pudo más hablar, cuando intentaba abrir sus párpados y se extinguían las últimas ascuas voltaicas de sus circuitos, soplé sobre su rostro. Entonces él sonrió, sonrió pensando que había regresado a Coronilla, nuestro pueblo natal, allí siempre corría una brisa que nos despeinaba y nos secaba las lágrimas.
Voy a cumplir con el deseo de mi hermano clon, voy enviar este diario a la Tierra, lo haré justo cuando Arcatierra esté por aterrizar. Quiero que sepan que los seres de silicio también sufrimos, quiero que sepan que el engaño también nos envenena la sangre, quiero que sepan porque diez mil almas inocentes se calcinarán en un dantesco infierno de azufre. Y sin un juicio previo.
Mariano Cognigni