Orden y Fuerza

“Pase, por favor” le dije al hombre de la chamarra verde. Él miró con los ojos bien abiertos y engrandecidos por sus anteojos, miró en todas direcciones a alguien más que pudiera ser a quien en realidad se estuvieran dirigiendo, se dio cuenta de que era a él y nada más que a él y se puso de pie de un salto. Entró a la oficina y, antes de que cerrara la puerta detrás de él le echó una mirada de soslayo al enorme corredor custodiado por dos guardias y a mí, de pie en el umbral. Midió sus posibilidades y los resultados inmediatos fueron desalentadores, supongo. Cuando uno era llamado al Departamento de Asuntos Civiles las cosas siempre tenían el mismo color para todo mundo. El hombre de la chamarra verde simplemente no había sido capaz de asimilar la situación en todo el tiempo desde el momento en que su teléfono timbró para solicitar su presencia, hasta ahora que estaba frente al Supervisor de zona.

—Orden y Fuerza —saludó el Supervisor mientras abría una carpeta. El otro respondió lo mismo luego de un breve titubeo. En esos días éramos un poco más entusiastas. El país era  joven; saludábamos así y teníamos esa frase por todos lados—. ¿Es usted Gustavo Flores Villa?

—Sí —dijo el hombre rápido y entre dientes. Como si no tuviera otro remedio que aceptar que ése era su nombre pero prefería que nadie se enterara.

—¿Con uve y dos eses, correcto?

Gustavo Flores Villa afirmó nerviosamente con la cabeza. No era Guztavo, ni Gustabo, sino Gustavo. Imagino que debió recordar a sus padres y desear haberles prendido fuego mientras dormían por no haber seguido los gritos de la moda y perseguir la oleada de zetas y equis que comenzaron a aparecer en toda palabra escrita en los primeros años del siglo. Sí, detrás de esos enormes ojos temblorosos, seguro les prendió fuego. O hizo que se los comieran los perros.

—Muy bien, señor Gustavo —el Supervisor habló con total tranquilidad. No era sino otro día en la oficina—, ¿puedo ofrecerle algo de beber?

—No, gracias.

—Como usted desee. Un nombre bastante común el suyo, señor Gustavo. ¿Ha conocido muchos tocayos? —apenas abrió la boca el hombre para hablar, el otro continuó—. Sí, estoy seguro de que así es. Un nombre clásico, de la vieja escuela. Y su fecha de nacimiento, ¿el 20 de Octubre?

—Sí, yo…

—Mucha gente nace en Octubre, verdaderamente mucha. Es por culpa de Febrero. Ya sabe, San Valentín. La gente va, se deja llevar por el romance y, nueve meses después, ¡boom! Las salas de maternidad a su máxima capacidad. Muchísima gente nace en Octubre. Es un poco obvio, si uno lo piensa un segundo, pero no deja de ser curioso —sonrió con satisfacción. Yo apenas llevaba un par de meses ahí, haciendo mis prácticas profesionales, pero ya sabía que le encantaba decir esa clase de cosas al inicio de una “corrección”, como las llamábamos—. La gente se conoce, se enamora y se van a cenar en San Valentín. Champaña, chocolates, tarjetas, cosas así. Simplemente están disfrutando del, ah, del amor y ni siquiera se percatan de la seriedad del asunto.

Gustavo Flores tembló. Apretó los dientes y se reacomodó en la silla como quien está haciendo un tremendo esfuerzo por no emitir ningún sonido corporal desagradable por la retaguardia. Aunque creo que deseó él mismo convertirse en una nube de cualquier cosa y desaparecer por la rejilla de ventilación.

—Verá, señor Flores. No deseo desperdiciar más su tiempo. Estoy seguro de que es consciente de lo valioso que el tiempo es. Así que no gastemos más ni el suyo ni el del Estado. El motivo de que se le haya convocado aquí es éste.

El Supervisor giró ciento ochenta grados la carpeta y la deslizó lentamente hasta el campo visual de Gustavo. Yo no necesitaba alcanzar a leerla para saber que decía “Acta de defunción. Nombre: Gustavo Flores Villa. Fecha de nacimiento: 20 de Octubre de 1990. Fecha de fallecimiento: 1 de Diciembre de 2038”. Ése día era 3 de Diciembre. En el Departamento un error nunca pasaba inadvertido más de doce horas y jamás más de treinta y seis antes de su corrección.

—Podrá usted notar que los datos aquí presentados corresponden a su persona.

Gustavo Flores se quedó perplejo. Debajo de la piel de su cuello, un cascabel mudo se agitaba de arriba abajo como una mosca en una telaraña. Sus ojos pasaban al mismo tiempo del papel frente a él y a la cara tranquila del Supervisor.

—Joven —ahora el Supervisor se dirigía a mí—. ¿Sabe usted cuál es el procedimiento a seguir en un caso de información errónea con coincidencia exacta, tal como el que tenemos entre manos justo ahora?

—Correción material, Señor —respondí.

—A pesar de no poseer estudios en Administración Gubernamental, ¿está usted familiarizado con el término y lo que implica, señor Flores?

La cara del señor Flores estaba salpicada de un sudor amarillento y sus labios habían perdido color. Eran grises, como si estuvieran hechos de tiza. Le llevó unos segundos decir lo que todos en su situación decían:

—P-pero es ridículo…

El Supervisor sonrió ampliamente al escuchar eso. Todo iba de acuerdo al guión. Se tomó un segundo antes de proceder a decir el diálogo que le correspondía.

—Ridículo. A todos les parece ridículo en su momento, señor. Y por supuesto que le parece ridículo, visto desde esa silla en la que está sentado. Pero dígame, ¿le parecía ridículo la semana pasada? ¿Le parecía ridículo el seguro con que está protegida su casa, su familia y todas sus posesiones? ¿Le parecen ridículas sus cinco semanas de vacaciones anuales y la cobertura de sus necesidades básicas más el acceso a una cantidad cómoda de servicios de esparcimiento de su elección? ¿Le parece ridícula la educación que se le ha proporcionado? Orden y Fuerza. En esas dos palabras fundó el primer Administrador, que ahora es uno con el Gran Orden, los principios en los que se rige nuestra eficiente nación —mientras hablaba, el Supervisor se levantó de su asiento y se paseaba por la oficina. Guardó silencio un segundo y se acercó a Gustavo Flores—. Dígame, señor Flores: ¿le parece todo eso ridículo?

Gustavo Flores lo miró directo a los ojos sin desear hacerlo. El Supervisor había atrapado sus ojos con los suyos y los tenía ahí, bien amarrados, como un pescador a un salmón.

—N-no, pero…

—Suficiente —dijo y me hizo una señal con la cabeza.

Desenvolví mi avispa y le di a Gustavo Flores en el cuello. Apenas tuvo un segundo para volver la mirada hacia mí antes de que el aguijón se le clavara. Se retorció apenas dos segundos y quedó mal acomodado en la silla. Sonreí. Me gustaba usar la avispa. Me hacía sentir como un vaquero de esas viejas películas en dos dimensiones.

—He de reconocer, señor Flores —dijo el Supervisor mientras volvía a su lugar detrás del escritorio— que, de cualquier forma sí es un poco ridículo. Pero también es eficiente. Nuestro país está en el sitio donde está gracias a una administración sublime, exacta. Aunque, desafortunadamente, no es perfecta. No nos vamos a librar de estos desafortunados errorcillos mientras seamos humanos, ¿qué se le va a hacer? Pero los papeles deben estar en orden; son los pilares de nuestro mundo. Y cada documento es, desde el momento en que entra en nuestras bases de datos, apenas un eslabón en una tan larga e intrincada cadena de trámites que cambiar la información es impensable. Es más sencillo adapatar la realidad a los datos presentados cuando estos difieren. Lo contrario significaría establecer la anarquía. Y no queremos eso, ¿verdad? Miren la preciosa sociedad que hemos construido. A todos nos gusta. A usted también le gustaba hasta el día de hoy—oprimió un botón en su tableta y abrió la línea con su secretaria—. ¿Linda? Manda a alguien a que ayude al joven a llevar a señor Flores al área de correción. Y recuérdeme descontarle el bono al redactor que cometió el error en su acta. Ya es el tercer caso en esta semana.

 

Javier Armendáriz

(Cuento ganador del primer lugar del Primer Concurso de Cuento y Poesía de Ciencia Ficción «José María Mendiola» 2014)

Un comentario sobre “Orden y Fuerza

  1. Buen relato. Es intrigante y extraño de entrada, como si no supiera adonde va, pero a medida que uno sigue leyendo y todo va formando cuerpo, se vuelve cada vez más interesante hasta el punto de preguntarse que vendrá a continuación y que ocurrirá al final. Lo he disfrutado.

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