Ursus mira cansado hacia el níveo horizonte: su familia espera, el estómago gruñe. Maritimus camina a la deriva sobre la frágil planicie ártica: lleva semanas sin comer.
Muy a lo lejos se oye el rugido de un buque de carga. El hielo bajo sus pies cruje. Hubo un tiempo de equilibrio. El afán de progreso se confunde con sobreexplotación. Cada día aumentó el tránsito de los rompehielos, por el paso del Noroeste, para hacer más rápida la ruta de intercambio comercial. El crecimiento desmedido de la población trajo consigo la demanda de más recursos, además de la expansión de las ciudades.
Ursus recuerda que en aquel sitio, donde está parado, cazó su primera foca pía. Tenía quince años. Lo acompañaba su padre. Imitamos lo que amamos para sobrevivir.
—¡Ahí hay una, padre! —gritó, señalando al apenas visible cuerpo.
—Calma. Mantente callado —le dijo avanzando hacia su presa—. El temor hace que la carne sea amarga. Actúa como los osos, la naturaleza es sabia.
Ursus se quedó detrás de su padre, un hombre robusto avanzando sigiloso, cubierto de pieles. La foca escudriñó a su alrededor con los ojos bien abiertos. Rápido el padre de Ursus se abalanzó contra ella y le dio un pinchazo en el cuello. Sonrieron.
Maritimus en cada paso que da se tambalea. El sol intenso parece quemarle su blanco pelaje pegado a los huesos. Jadea. Cae. Cierra sus hundidos ojos negros. Todo oscurece. Respira despacio. Un aroma conocido evita que duerma. Huele a sangre, a comida. Sobrevivir es voluntad, no degeneración. Apoya sus patas delanteras en la humedad del hielo, luego las traseras. A primera vista sólo la nívea y vasta desolación. Después unas gotas líquidas color carmesí. Avanzó hasta quedarse quieto, a unos cien metros de una pequeña sombra que se arrastra hacia un hoyo.
Ursus se quitó algunas pieles de encima, el calor lo sofocaba, y retomó su camino. Pasaron dos horas antes de que bebiera un trago de su cantimplora de cuero, que llevaba atada a su cintura. A su mente viene la imagen de su padre agitando la mano diciéndole adiós. Los cambios planificados posibilitan el desarrollo sustentable. Los polos se derriten. El nivel de la temperatura aumenta. Los gobiernos lo sabían. El hambre de poseer empobrece. Muchas personas migraron. Muchas especies de animales fueron disminuyendo; otras, se extinguieron.
Ursus piensa en la sonrisa de su esposa e hijos. A Maritimus le saliva la boca. Ambos pisan son sumo cuidado el suelo helado resquebrajado. La foca va dejando una estela de aguanieve. El rugido del buque de carga estremece todo a su paso. Ursus corre. Maritimus trota. La foca se detiene en el borde del hoyo y su mirada se queda fija en el descomunal casco rojo del buque, que viene furioso en esa dirección.
La lanza de Ursus se clava en el ojo izquierdo de Maritimus. Las esqueléticas garras de Maritimus desgarran el lado derecho de la cara de Ursus. Ambos agarran a la foca. Un crujido estrepitoso les eriza el interior. La foca nada resuelta. Ursus saca la cabeza desesperado. Maritimus flota extenuado. Las olas que levanta el buque de carga, al cortar iracundo el gélido mar, los hace volar empapados. Azotan contra el frío azul.
Ursus queda con la vista fija en el cielo libre de nubes, agitado, con las tripas vacías.
Maritimus, tirado de lado, observa en rojo hacia la nada, con el estómago inflamado.
Cuenta una leyenda inuit: “Cuervo creó el mundo; todo estaba congelado y blanco. Después de un tiempo Cuervo decidió que el mundo era necesario fuera en color, pero la gente comenzó a luchar por la tierra verde que apareció al descongelarse la tierra. Pasaron los años y más animales cambiaron de color, pero los pueblos seguían peleando por todo. Cuervo decidió recordarles de dónde venían cambiando el color de uno de cada diez osos, convirtiéndolos en blancos.”
Dante Vázquez Maldonado