El día previo a mi partida hice tres cosas por última vez: sentarme al aire libre sin un protector ambiental, decirle a mi pareja que la quería con un retraso en las comunicaciones de uno punto tres segundos y ponerle la mano en el hombro a mi padre.
A usted puede parecerle que esos detalles no tienen mucho peso en comparación con otros instantes de mi vida, y quizá tenga razón. Algunos años después de aquello vería caer una fragata envuelta en llamas desde la exosfera de Marte. Escucharía la verdadera música de las estrellas. Viviría durante dos semanas y un día fuera de mi propio cuerpo.
Mataría a un hombre.
Sin embargo, lo que muy pocos entienden es que la vida en el espacio, incluso para alguien como yo, se compone en su mayor parte de una concatenación prolongada de momentos silenciosos, sumidos en la rutina, y en no pocas de esas ocasiones me he descubierto a mí mismo volviendo a esa última noche.
Mi última noche en la Tierra. La llamada a Silvia se produjo entre cajas de embalar, sentado en el suelo frente a un manto de recuerdos y otras cosas que iba a dejar atrás dadas las limitaciones de peso del transbordador y de la nave-pasaje que me llevaría a la Luna. Hablamos como dos tontos enamorados, ella radiante al otro lado de la pantalla, con los ojos húmedos y sin poder creerse que de verdad fuéramos a estar juntos. Nos habíamos conocido a través de la red, en uno de esos tonteos imposibles a cuatrocientos mil kilómetros de distancia que poco a poco había ido haciéndose más íntimo, más fuerte, más grande. Y aunque llevábamos dos años hablando casi a diario, esa noche la veía tan… nerviosa. Tímida, incluso. Como si se viera abrumada por ese pudor instintivo que da la idea de que muy pronto, y por primera vez, íbamos a estar los dos en la misma habitación, sin barreras entre nuestros cuerpos.
De todas formas apenas hablamos unos minutos entonces. Primero porque yo estaba agotado por los preparativos, segundo porque ella iba a empezar su turno en breve, y tercero porque el timbre de mi puerta sonó de improviso. Un pitido agudo seguido de unos golpes y un grito ronco, sospechosamente familiar, que parecía arañar una garganta llena de polvo y piedras.
“¡Las coordenadas!”, decía la voz. “¡Quiero verlo!”, insistía.
A través de la mirilla vi cómo el recién llegado hacía una mueca, mitad sonrisa, mitad burla, y su frente roja y sudorosa se arrugaba alrededor de una cicatriz con forma de estrella, recuerdo de la última guerra orbital. Sólo necesité un vistazo para comprenderlo: mi padre estaba borracho. Y llevaba algo enorme echado al hombro.
Entonces abrí la puerta y me incliné hacia él, hablando entre dientes para no despertar a los vecinos.
—¿Pero qué haces aquí a estas horas, papá?
Eran las tres de la mañana y, aunque nunca hablaba con Silvia en pijama, sí que me había puesto cómodo y sólo llevaba puesto una camiseta holgada y unos vaqueros. Mi padre, sin embargo, iba de traje y corbata, los zapatos lustrosos y nuevos, el peinado perfecto. Parecía que se hubiera vestido para una cena de empresa, y quizá así hubiera sido: su aliento apestaba a vino, tabaco y algo dulzón que recordaba a licor de pera. El contraste entre ambos era ridículo.
—Te vas en una semana, ¿No? Quiero ver dónde va a vivir mi hijo… ¡No creo que sea mucho pedir! —mi padre entró a trompicones en el salón y giró sobre sus talones—. Veo que ya has empaquetado algunas cosas. ¿Cuánto te dejan llevar? ¿Treinta, cuarenta kilos como máximo?
Yo apenas le escuchaba. Estaba demasiado sorprendido al ver que lo que llevaba al hombro no era otra cosa que un telescopio. Uno grande además, con el trípode replegado y una serie de lentes y piezas colgadas de una pequeña bolsa de tela gris.
—Papá, ¿pero qué haces con eso?
—¡Qué pregunta más tonta! —mi padre le dio unas palmaditas al tubo y se encogió de hombros—. No querrás que lo vea a simple vista, imagino…
Cuando le di por teléfono la noticia de que me iba, él apenas dijo nada. Sólo hizo un par de comentarios vacíos, casi protocolarios. Ya apenas hablábamos. Tampoco recordaba cuál era la última vez que había ido a visitarle o que él se había acercado a la ciudad para verme, por lo que podrán ustedes comprender mi incapacidad para procesar la situación.
—No me mires así, que no tengo toda la noche —me reprochó—. Vamos al balcón.
Tras pasar peligrosamente cerca de la lámpara de cristal del salón, se abalanzó sobre la puerta corredera, se afanó con la mano libre durante unos segundos y lanzó una exclamación de triunfo en cuanto esta se abrió de golpe. Al principio no hice ademán alguno de seguirle, pero entonces pensé en mi padre ebrio cerca de la barandilla, a cuarenta metros sobre el suelo y corrí tras él.
El frío gélido de febrero me dejó paralizado en el sitio. Los dedos de mis pies se retorcieron en un gesto de protesta. Di un paso más y el poco sueño que todavía podía tener desapareció con la sutileza propia de una bofetada. Las vistas desde mi pequeño estudio eran abrumadoras. El edificio se alzaba en una zona residencial sobre el núcleo urbano, y desde allí podía verse la ciudad retorcerse, arrastrarse, crecer y doblarse en uno y mil giros absurdos hasta perderse en el horizonte. Los millares de farolas focalizaban toda su luz contra el asfalto, así que el cielo permanecía a oscuras, limpio y perfectamente visible. Allí estaba la Osa Mayor. Allí la constelación Draco con su inmensa cola. Allí un cúmulo apretado de luces brillantes y azules que conformaban una de las colosales plataformas que orbitaban el planeta. Allí la luna, alta en el cielo y casi llena, un nuevo mapamundi gris marcado por cien manchas negras que antes se creían mares y ahora sólo eran valles.
Los ascensores espaciales se alzaban muy lejos en el horizonte hasta perderse en el cielo, como tornados del grosor de un pelo congelados por la mano de Dios. Ahora mandar una tonelada de material al espacio ya no costaba millones, sino sólo unos pocos miles de criptodivisas, y eso lo había cambiado todo. Según las últimas previsiones, en tan solo cincuenta años más de la mitad de la industria y las infraestructuras contaminantes del planeta se situarían en la órbita terrestre o en la Luna, con cada nueva remesa de residuos lanzada en lenta procesión hacia el Sol. Aquello requería mano de obra, y mucha. Era una oportunidad única tanto para mí como para todo el que soñara con una nueva vida en las estrellas.
—¿Vas a decirme qué es esa tontería de las coordenadas? Ya te dije ayer que en internet hay muchos videos y fotografías de la colonia. Si quieres…
—Ya las he visto —me cortó mi padre, repentinamente serio—. Pero eres mi hijo y esas fotografías están muertas. Muertas —tragó saliva—. Yo quiero verlo por mí mismo.
Le miré a los ojos y descubrí que, entre la hinchazón y la rojez provocada por el alcohol, sus pupilas brillaban como ascuas moribundas bajo una película de ceniza.
—Como quieras, papá —cedí, casi sin habla—. Deja que lo calibre.
Los siguientes minutos me los pasé inclinado sobre la pequeña pantalla que sobresalía junto al ocular, intentando ignorar el frío, programando el motor de seguimiento automático para que siempre apuntase hacia la cara visible lunar. Entonces pegué la cara al buscador y rastreé la superficie del satélite hasta encontrar lo que buscaba. Tampoco es que hubiera mucho que ver; sólo un puñado de líneas rectas entre dos sombras difusas y varias luces que en los últimos años se habían vuelto más abundantes, más intensas. Algunas incluso parecían adoptar cierta forma, cierto… grosor, pero a esa distancia resultaban igual de decepcionantes.
Mi padre, sin embargo, asintió varias veces mientras miraba con interés la escena. Intentó decir algo y tuvo que detenerse, pues se le trababan las palabras en la garganta. Temblaba.
—S… Sólo quiero… con esto podré verte cuando hablemos, ¿verdad? Como estamos haciendo ahora, cara a cara, sin videos ni nada. Vernos de verdad.
—Más o menos, papá… —titubeé sin saber qué decir, y por primera vez desde que llegó me atreví a ponerle una mano en el hombro—. En realidad la imagen está invertida, como la de todos los telescopios. Siempre me verías al revés.
Él pareció no escucharme, pero pasados unos segundos echó la cabeza hacia atrás y, para mi sorpresa, soltó una amarga pero sonora carcajada. Trastabilló con sus propios pies al intentar darse la vuelta y se cayó al suelo, pero eso no le detuvo. Siguió riendo y llorando y riendo, y cuando me dejé caer a su lado y empecé a reírme con él, sentí que aquella anécdota sin sentido era una despedida tan buena como cualquier otra de mi vida pasada en la Tierra.
Gael Velasco Benito