¡Gusanos!

Estaba viendo televisión después de un arduo día en la oficina despachando facturas y órdenes de compra como si fueran tickets en un supermercado. Acostado en el sillón principal, es el único en el que quepo, veía un programa basura, como bien lo hubiera dicho mi esposa. Televisión basura para la clase de basura en la que me había convertido. Ya ni siquiera discutía con ella. Si, claro. Seguro, lo que digas, pensaba o murmura a cada que ella me recriminaba algo.

Entonces sentí esa comezón en la cabeza, como si de resequedad en el cuero cabelludo se tratase. Luego mis dedos se alzaron hasta ahí, recorriendo los cabellos como si un explorador en medio de una selva fuera en busca de algún tesoro perdido. Pero entonces lo encontró. Un ligero bulto. Una escoriación en medio de aquel pálido campo capilar.
Al principio me llamó la atención, ¿qué era esto? Pensé, ¿qué clase de nueva broma cruel se presenta en forma de bolas en mi cabeza? Me levanté de mi lugar y me dirigí al baño. Ahí dentro, en la privacidad, con puerta y ventana cerrada, pude buscar lo que bien había sentido como una protuberancia en la cabeza.

Busqué y busqué concienzudamente. Revisando las sienes y la base de la frente, sin encontrar mucho que ver. Creo que es el estrés, pensé. Qué equivocado estaba. Regresé al sillón y seguí viendo televisión cuando la comezón resurgió de improviso. Salí corriendo al baño nuevamente, como si de esa forma logrará capturar in fraganti la causa de dicho mal. Llegué al espejo, encendí la luz, levanté el cabello que se acumulaba en la sien derecha, debajo de una de las patillas de los anteojos y lo vi claramente. Un bulto con movimiento propio. Zigzagueando como si buscará un nuevo lugar donde estar.

Me asusté pero alcancé a ahogar el grito. Sólo se escuchó un ligero gemido. Volví la vista al espejo y ese bulto seguía moviéndose. Debo hacer algo, pensé. Busqué entre el botiquín médico, alcohol, gasas, lo que fuera útil. Entonces, y sin querer, me topé con las tijeras para cabello de mi mujer. Esa era la señal que necesitaba. Las tomé. Verifiqué el lado con mayor filo y las apunté al bulto que seguía moviéndose, yo sudaba copiosamente. También temblaba. Pero era algo que debía hacerse. El fuerte sonido de los golpes en la puerta por parte de mi mujer me hicieron tirar las tijeras. Ella preguntaba si tardaría mucho en el baño luego de llamarme con diferentes calificativos vulgares. Tomé aire y hundí la navaja en la sien. La sangre manó a chorros. Traté de detenerla con un trapo húmedo, pero está seguía saliendo a borbotones. Luego, una ligera punta negra sobresalía del cuero, la atrapé con las mismas puntas de las tijeras y comencé a estirarla.

De ella salió un enorme gusano negro con rayas grises. Palpitaba como si necesitará de mi sangre para sobrevivir, moviéndose a un ritmo invisible, mientras sus pequeñas protuberancias exigían un lugar sólido en el cual estar. Un parásito en toda la extensión de la palabra. Y yo ahí, sosteniéndolo en alto, consumido entre el asco y el mayor de los orgullos por tenerlo entre aquellas pinzas improvisadas. Lo tiré al piso y le puse encima mi bota de trabajo. Hasta que aquella cosa explotó dejando detrás de su existencia una masa amarillenta. Me enjuagué la herida lo mejor que pude; Jabón, alcohol y una bandita esterilizada. Regresé más tranquilo a la sala. Me senté en la comodidad de mi sillón y volví mi atención al televisor. Lo peor ya había pasado.

No fueron ni diez minutos los que pasaron cuando una nueva urgencia llamó mi atención. Mi cabeza volvía a sentir ese extraño movimiento acompañado de la comezón, pero ahora en la base de la nuca. Me llevé las manos hacia esa parte y descubrí, para mí absoluto terror, que había más bultos dentro de mí cuero cabelludo moviéndose a un ritmo ignoto. Iban de la base del cráneo hasta la coronilla. No podría detenerlos todos y no podría sacarlos a tiempo.

Regresé corriendo hasta el baño y viendo fijamente en el espejo, pude ver las mismas volutas de carne caminando dentro de mi piel, desde mi cuello y rostro, hasta la cabeza, buscando un no sé qué para hacer no sé qué cosa. Gemí, maldije, supliqué y lloré, pero esas cosas no se detuvieron. Entonces comencé a cortar. Y cortar. Y cortar.  Hice tajos con las tijeras, luego, encontré una de las navajas que usaba en mi vieja rasuradora de aluminio y me apoyé con eso para hacer cortes más limpios. No me detenía y los bultos tampoco. Eran demasiados, la sangre en el lavabo y piso también. Me detuve de pronto, con el corazón palpitando, amenazando con salirse de mi pecho o explotar ahí dentro.
Me vi al espejo y sufrí el peor de los horrores, mi cara era una máscara de carne viva y músculos expuestos, mis ojos no tenían párpados y la nariz era un bulto de carne que colgaba inerte de los restos de piel y cartílago. Mi cuerpo parecía la viva expresión del Cristo en la crucifixión, cortes arriba y abajo, en los brazos, cuello y pecho.

Grité al ver aquella masa de carne molida, al ver aquellos cortes, aquel ser impuro en el que me había convertido, y entre toda aquella sangre, pude verlos, gozando y moviéndose, contoneándose entre el brillo carmesí, cientos de gusanos alimentándose de mi carne y sangre. Entonces, desfallecí.

—¿Qué es esto? —pregunté mientras intentaba darle un sentido a la oscuridad.
—Esto eres tú —me respondió una voz vagamente conocida. Tan familiar que me desconcertó.
—¿Quién eres? —pregunté.
—Somos nosotros —dijo—. Somos todos un tú, todos somos uno.
—No entiendo —le dije a la voz.
Entonces comencé a escuchar como si despegaran papel húmedo de la pared, y tuve una noción de frescura, así como humedad en el cuerpo, pero al mismo tiempo, la extraña sensación de libertad. Entró entonces la luz al recinto oscuro que me mantenía cautivo y pude ver la extensión del ser. La voz tenía razón, somos un todo. Somos muchos. Somos una legión que crece. Me vi renaciendo, dejando atrás un cascaron duro y negro con rayas grises, al igual que todos los demás. Tuve que arrastrarme y reunirme con los otros, entonces anduvimos, en masa, formando una vez más un Yo. Nos movimos (me moví) en pequeñas olas, en una perfecta sincronía rítmica de cuerpos abultados sin extremidades, sin brazos ni piernas. Sólo nuestro tronco, algunos rosados, otros rojos, pero la mayoría aún negros con gris. Qué poder más privilegiado el de una conciencia colectiva, pero entonces, ¿qué hacer con él? Fue cuando lo escuchamos, un lejano retumbar, un constante tamborileo dentro de una caja de carne. Cambiamos la ruta de navegación, con la simple idea de hacerlo, con la perfecta definición de voluntad, navegamos. Babeamos, reímos, gozamos, todos nosotros, acariciando nuestro cuerpo, explorando nuestro ser, navegamos.

Llegamos entonces a un enorme espacio con brillos azules y amarillos. Una inmensa extensión de losa fría. Sentíamos el llamado de aquel tamborileo. Esa urgencia, esa extrema necesidad, era lo que deben sentir algunas especies animales al momento del apareamiento. Tenía, no, no, no más un solo yo; teníamos que llegar al origen del sonido, a la secreción en el aire de nuestra contra parte. Era urgente. Entonces la vimos, una pared carnosa en medio de aquella fría superficie. Debemos escalar, dijo uno de nosotros. Debemos llegar, como antes. Como debe ser. Al momento no entendí, pero acepté. Algunos escalaron, otros, fueron abriéndose camino a través de aquella pared, rumiando, cavando, mordiendo. Seguimos avanzando.

Parecía como si el tiempo transcurriera en lapsos burlones, a veces cortos, a veces excesivamente largos, pero nunca paramos, con cada avance el tambor se oía más cerca. Cada vez más cerca. Tum, tum, cantaba alegre, tum tum, retumbaba gozoso. Entonces lo vimos; vimos una luz que manchaba las oscuras cavernas que estábamos construyendo. Subimos hasta aquel haz para lograr llegar, pero no estábamos preparados para lo que seguía. La vimos a ella, mi (nuestra) esposa, frente al espejo, con una mueca de pánico, los ojos abiertos, la boca desencajada, la piel pálida, pero con algunas venas varicosas en color rojo y purpura. Entonces ella, exclamando un grito que nos pareció el cantar más bello que jamás hubiéramos escuchado, comenzó a restregarse con las uñas la piel, arrancando jirones. Yo, otro yo y otros tantos yos, veíamos como danzaba frenética, entonces ella vio, más allá del pánico, lo que realmente lo provocaba. Éramos nosotros, saliendo de sus poros, de sus lagrimales, de su boca y oídos. Nosotros como un tono irónico de venganza. En una suave vendetta de colores rosas, rojos y negros con grises. Escabulléndonos entre su enorme ser. Felices, extasiados y, sobre todo, hambrientos.

Escuchamos un ruido gutural semejante a los truenos que lanza el cielo durante días de tormenta, escuchamos los estruendos de las montañas al desmoronarse, escuchamos el gorjeo de los ríos desbordándose. Pero sobre todo escuchamos el cesar del tambor. Así tal cual inició, así terminó. De súbito. Encontramos el éxtasis en aquel término de la canción, estábamos completos, felices y entonces, como viejos barcos que se creían perdidos en alta mar, reaparecimos, desbordándonos fuera de aquel cascarón carnoso. En olas salvajes avanzamos fuera de su cuerpo. Dejándola, abandonándola. Aunque al mismo tiempo, extrañándola.

«Hasta siempre, mi amor: ahora eres parte de nosotros», le dijimos mientras le ayudábamos a salir de su vieja cáscara negro con gris, contándole lo que somos, lo que seremos y mostrándole el futuro devenir. Olvidándonos del suplicio de la carne de la humanidad y sus temores. Navegando en medio de nosotros, como un dulce vals, en perfecta sincronía. Buscando aquel nuevo tambor que escuchamos, un poco más lejos, un tanto más allá, pero siempre de camino.

Entonces, navegamos.

 

Jorge Robles

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