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Charles Dickens, fallecido el 9 de junio de 1870, apareció en la sala y con la tranquilidad propia de quien sabe es uno de los mejores escritores en la historia de la humanidad, y consciente de que trascenderá pese a sus treinta años muerto.
Idelfonso estaba asombrado, incapaz de articular una sola palabra, pero no por toparse con un hombre muerto, pues estaba tan acostumbrado a ellos como el aire que respiraba, sino porque tenía, frente a frente, al mismísimo Charles Dickens. A la mente que había creado a Oliver Twist, a la señorita Havisham, a Pip, a Abel Magwitch, a Ebenezer Scrooge, Cratchitt y el Pequeño Tim. A los Espíritus de la Navidad. Junto con Shakespeare y Chaucer y Keats y Blake, era el más grande escritor de su lengua. Una leyenda viviente, un hombre admirado y amado por su tiempo, un rockstar literario antes de que existiera en concepto siquiera.
Lo más asombroso de todo era que sería él quien lo ayudaría.
─Arthur… un gusto volvernos a ver. No tardé en venir porque en el Otro Mundo lo que tenemos de sobra es tiempo. Yo lo aprovecho escribiendo, y de cuando en cuando inspirando gente con cierta percepción para ver a los que ya trascendimos. Pero dime, ¿Qué me trae por aquí? ¡Ya extrañaba a los amigos del Ghost Club!
Sir Arthur Conan Doyle le explicó a Dickens el problema del muchacho. Aclaró que, por lo general, el Ghost Club no tendía la mano a cualquier pobre diablo, y que a cada segundo tocaban a sus puertas dementes que juraban haber visto fantasmas… pero el caso de personas como Idelfonso eran diferentes, pues en primer lugar, habían cruzado el océano para encontrarlos, y en segundo, era real.
De manera atropellada, Idelfonso contó su historia, su problema. Su encuentro con Díaz, y todos los muertos que lo asediaban y acosaban. Dickens escuchó pacientemente, con atención. Vestía con un traje gris, y a cada rato se rascaba la enorme barba. Su mera presencia imponía.
Cuando Idelfonso terminó su relato, Charles Dickens soltó una carcajada. No era una risa burlona ni dispuesta a humillar, sino de cordialidad, camaradería incluso, la del Fantasma de las Navidades Presentes.
─Su problema, mi querido visitante de tierras americanas, tiene una respuesta muy simple y una solución aún más. ¡Pero no se la brindaré tan fácilmente!
Con esa desbordante alegría, Charles Dickens se puso de pie y agitó las manos, como si fuera un director de orquesta más que un escritor.
Un banco de neblina entró al club y rodeó todo, con una velocidad imposible para ser un fenómeno natural. Tapó el suelo, el techo, las cortinas, las ventanas, a Conan Doyle. Solo quedaron Dickens e Idelfonso a la vista.
Era parte de los poderes asombrosos que tienen todos los espíritus, modificar la realidad, teletransportar a la gente viva y trasladarse, más allá del tiempo y espacio, ellos mismos.
─¡Vayamos! ¡Vayamos a dar un paseo! –exclamó el autor.
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-Caramba… exactamente igual que en “Canción de Navidad”.
-Así es, así es. Qué alegría que hayas percibido y notado la referencia a mi obra. ¡Por fortuna no se me puede acusar de plagiar mi propio trabajo!
Dicho esto, Dickens soltó una carcajada, con ese mismo tono de alegría y buen humor.
La niebla se disipó tan rápido como llegó al interior del Ghost Club… y ya no estaban allí. Ya no se encontraban con Arthur Conan Doyle, ni en un cálido recinto. No había ni mesas, ni muros, ni suelo ni cortinas ni ventanas ni sillas ni marcos. Estaban en la calle, en una gélida, sucia y apestosa calle de Londres.
-¡Contempla, amigo! -exclamó Dickens-. Mira la ciudad, admírala y amala. Entiende por qué yo la llamé “Mi Babilonia” y “El Gran Horno”. Envuélvete en ella, siéntela y hazla tuya, toda tuya.
Era curioso que Dickens tuviese el poder de teletransportar a los mortales, parecía más una historia de fantasía científica y romance tecnológico de Julio Verne y H.G. Wells que de crítica social, pero así era: los fantasmas tienen poderes que los humanos no entienden.
Idelfonso contempló las calles: no tenían pavimento, la tierra se mezclaba con las pisadas de la gente y la mierda de los caballos. Las carrozas transitaban una tras otra. Callejones estrechos se convertían en enormes avenidas de tejados de madera. Vendedores ambulantes ofrecían verduras y frutas y hasta opio, para conducir a algún adicto a un fumadero ilegal. Mujeres alzaban sus vestidos con el fin de no ensuciarse. Un vagabundo bebía whisky barato de una botella. Aquel era el tan proverbial y famoso Londres Victoriano, Londres Dickensiano.
-En mi novela “Tiempos difíciles” describo una ciudad que no es Londres, pero sí es como cualquier urbe actual, ya sea tu México o mi tierra.
Dickens carraspeó e hizo una reverencia. Comenzó a hablar, con ese talento nato para la palabra en todas sus formas. Era bien sabido que el escritor le encantaba leer en público, y que pasaba horas y horas en los teatros con la gente mirándolo, sin apartar la mirada. No solo era un genio escribiendo, sino leyendo también:
-“Era una ciudad de ladrillos colorados, o más bien de ladrillos que habrían sido colorados, si el humo y las cenizas lo hubiesen permitido; pero tal como estaba, era una ciudad de un rojo y de un negro poco natural, como el pintado rostro de un salvaje. Era una ciudad de máquinas y de altas chimeneas, de donde salían sin descanso interminables serpientes de humareda, que se deslizaban por la atmósfera sin desenroscarse nunca del todo. Tenían un canal obscuro y un arroyo que llevaba un agua enturbiada por un jugo fétido, y existían vastas construcciones, agujereadas por ventanas, que resonaban y retemblaban todo el santo día, mientras el pistón de las máquinas de vapor subía y bajaba monótonamente, como la cabeza de un elefante enfermo de melancolía. Contaba la ciudad de varias calles grandes, que se parecían entre sí, y de infinitas callejuelas aún más parecidas unas a otras, habitadas por gentes que se parecían igualmente, que entraban y salían a las mismas horas, que pisaban de igual modo, que iban a hacer el mismo trabajo, y para quienes cada día era idéntico al anterior y al de después, y cada año el vivo reflejo del que le había precedido y del que iba a seguirle”.
Idelfonso no lo pudo evitar: aplaudió como un niño pequeño.
Charles lo invitó a mirar a la gente. Vio a un niño rubio, como de unos diez años. Lo acompañaba otro un poco mayor y más alto. Ambos robaban carteras y salían corriendo. Miró a un joven de su edad, que torpemente intentaba comportarse como un elegante caballero. Vio a una dama vestida de novia, llorando, desconsolada. También estaba un hombre que a leguas se notaba que era pobre, pero feliz. Lo acompañaba su hijo, quien pretendía caminar con un bastón. Otro de los caballeros era un hombre de treinta y tantos, vestido con traje y sombrero de copa, sonreía como un niño, y parecía no importarle el mundo ni sus responsabilidades. Otro era un caballero mayor que, aparentemente, se acaba de fugar de la cárcel. Otro no encajaba con el lugar, pues lucía como un héroe de tiempos de la revolución francesa.
-¿Sabes quienes son ellos, mi amigo querido de tierras americanas, esas que odié cuando viajé allá, pero que no puedo odiar a sus habitantes, porque nunca iré al infierno, y con una chispa de amor y compasión que haya en el infierno, se incendiaría su fuego eterno?
-Creo saberlo… son Oliver Twist y Artful Dodger, quienes aprenden a robar. El joven de mi edad es Pip, que aprende a educarse como caballero en “Grandes Esperanzas”, con mucha tenacidad y esfuerzo, que busca el amor de Estella. La dama es la Señorita Havisham, a quien dejan plantada en el altar y queda traumada, siempre vestida con su vestido blanco, sin querer olvidar el momento. Los otros son Bob Cratchitt y su hijo, el Pequeño Tim, quienes vivían de las miserias que le pagaba Scrooge. El caballero del sombrero es Harold Skimpole, un tipo inmaduro y despreocupado, a quien, diríamos en México, “el mundo le vale madres”. El caballero que huyó de la cárcel no es otro sino Abel Magwitch, el benefactor de Pip. El de aires revolucionarios de Sidney Carton, de “Historia de Dos Ciudades”.
-¡Has acertado! ¡Vaya que has acertado y ubicado todas las referencias! Pero esa no es mi pregunta. ¿Quienes son?
-Son… -intentó responder, titubeante-. Son… ¡Sus personajes!
-¡Sí y no, amigo! Sí son quienes dices que son, pero al mismo tiempo no es mi respuesta. Son la gente de Londres. Son la gente de finales del siglo XIX y lo serán del XX, XXI, XXII y un millón, son características de los seres humanos. Somos todos nosotros. Me he basado en crear a mis personajes en las emociones y sentimientos humanos, en los defectos de la sociedad, en sus virtudes Pip es la esperanza, Scrooge es la reivindicación. Todos somos nosotros. Todos ellos son fantasmas como los que usted y pocos seres vivos ven, pero viven en los libros, las bibliotecas, las librerías y la mente.
Idelfonso estaba desesperado. Claro: muy bonito monólogo del escritor, pero no llegaba a nada. No le explicaba cómo hacer que lo dejaran en paz aquellas apariciones.
-¿Alguna vez, muchacho, les has preguntado qué quieren? ¿O solo te limitas a maldecirlos y a conmiserarte? ¿Te has puesto a pensar en que pese a ser espectros tienen emociones humanas?
No respondió. La respuesta, obviamente, era un absoluto “no”.
-¡Pues te diré qué quieren! ¡Quieren que los escuches! ¡Quieren que cuentes su historia! Todos esos fantasmas son gente necesitada, pobre, de tu país. Son los parias, los miserables, los pobres diablos, los rechazados. Lo que ellos quieren es lo que todo ser muerto quiere: que lo escuchen y que los otros vivos también lo escuchen.
-Pero… yo apenas se escribir, señor Dickens.
-No tienes que ser como yo para contar una historia de injusticia. Yo mismo escribí una vez que el corazón humano es un instrumento de muchas cuerdas; el perfecto conocedor de los hombres las sabe hacer vibrar todas, como un buen músico. La gente de tu país merece conocer las injusticias que viven, por qué han muerto todos ellos. Tienes un don, el de ver a los muertos. El don de la escritura se forjará con la práctica. Eso no te hace distinto a ningún escritor.
De nuevo, Charles Dickens extendió las manos, y la niebla regresó a rodearlos hasta bloquear todo lo que se encontraba a su alrededor. Por cuarta vez la niebla se disipó y estaban, otra vez, en la sala del Ghost Club.
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-Ya lo solucionamos, Arthur -dijo Dickens-. La respuesta a los problemas de nuestro amigo de tierras americanas era sencilla: ¡Escribir! ¡Justicia! ¡Dos simples conceptos mezclados! ¡Escribir la justicia!
-Charles -exclamó Conan Doyle-. Realmente eres un genio. Nadie como tú conoce la conducta humana, ya sea viva o muerta
Dickens desapareció, convirtiéndose en esa misma niebla que se desplazaba son innatural rapidez.
-No tendrás que pasar penurias para publicar los testimonios de los espíritus, amigo mío. Ellos te ayudarán. Las ánimas siempre ayudan. Para escribir, limítate a dejar el papel y sostener la pluma. Por si solas las palabras llegarán, pues los espíritus te llevarán la mano. A este procedimiento se le llama “escritura automática” y aquel que se dedica a los menesteres de transcriptor y secretario de los fantasmas, es conocido como Medium escribiente o psicógrafo.
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Charles Dickens. Nacido el 7 de febrero de 1812, desde pequeño tuvo que tolerar al despilfarrador de su padre, y su familia debía cargar con las deudas que lo llevaron a la cárcel. No fue sino hasta los nueve años que recibió educación, aspecto que sus detractores siempre le criticarían. Visitaba a su padre en prisión, mientras que su familia compartía celda con él, pues la ley lo permitía. A los 12 años, Dickens trabajó en una fábrica de betún para calzado. En 1837 publica su primera novela “Los papeles póstumos del Club Pickwick” lo que lo lleva a la fama. Ese mismo año publica su obra más famosa: Oliver Twist.
Con el paso de los años la fama de Dickens fue en aumento, transformándose en el autor vivo más amado de su época. Tal era la popularidad de sus obras, que incluso tuvo que enfrentar y evitar las ediciones piratas de sus obras. Una de las más queridas y mayormente adaptadas a todos los medios existentes es “Canción de Navidad”
Se casó en 1836 con Catherine Thompson Hogarth y tuvo 10 hijos y varios abortos. Con el paso de los años la mujer no toleraría la constante energía de Dickens y a la postre, su fama, y Charles, por su parte, comienza a cortejar a la actriz Ellen Ternan. Eso destruiría la relación marital de ambos. El 9 de junio de 1865 cuando viajaba con su amante, acontece el terrible choque ferroviario de Staplehurst, uno de los más macabros de toda la época victoriana. Dickens se salvó por unos centímetros.
Aunque se salvó del siniestro, Dickens nunca volvería a quedar bien de la cabeza. Jamás terminó su última novela: “El misterio de Edwin Drood”. Aunque su vida estuvo repleta de claroscuros, en su obra literaria el bien siempre vence, y la compasión humana es un elemento fundamental. Además, la crítica social es esencial en todas las tramas de sus novelas, así como denuncia a las injusticias. Dickens supo en carne viva lo que era vivir en la miseria, por eso le dio su lugar a los parias. Reivindica a las prostitutas, en ese entonces despreciadas por la sociedad, en el personaje de Nancy, de Oliver Twist, y en “Casa desolada” hace una crítica feroz al sistema legal británico. En “Nicholas Nickelby” denuncia el trato inhumano de los niños en los internados, con el villano Wackford Squeers, director de una institución.
Charles murió en 1870. Hoy en día, Su legado persiste en miles de adaptaciones, festivales, tesis, conferencias… el calificativo “dickensiano” aparece en cualquier diccionario del idioma inglés, y se refiere a historias que profundicen en la crítica social, la pobreza, y muestren personajes caricaturizados.
Se ha escrito mucho sobre Dickens, y sin duda se seguirá escribiendo.
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Idelfonso se despidió de Charles Dickens y todo el Ghost Club. Se dirigió a los muelles de Whitechappel y compró un boleto de regreso al Puerto de Veracruz. Alquiló un camarote y solicitó al personal del barco papel y pluma. Se acomodó en el escritorio del estrecho espacio y mojó la pluma en el tintero. Miró desde la porta cómo Londres se iba haciendo más y más pequeño, hasta desaparecer.
Durante la noche, un niño vestido como sólo lo haría el miembro de una familia pudiente lo saludó. Estaba sentado en su cama.
Esto sí que era nuevo para él. Conocía cientos, quizá miles de fantasmas. Pero nunca uno que luciera como un niño de elevados recursos. El pequeño parecía vestir como un marinerito y no tendría más de seis años.
-Me llamo Raúl -dijo, sin que Idelfonso le preguntara-. Raúl Madero. Yo seré quien se comunique con mi hermano. Morí y él se quedó solo. Muchos dirán que mi hermano estará loco cuando diga que yo hablaba con él, pero es verdad. Tú lo sabes. Solo los pocos que pueden vernos a nosotros, las ánimas suplicantes, lo saben.
-¿Quién es tu hermano? -preguntó, expectante, Idelfonso.
-Francisco, Francisco I. Madero. En ocho años lo conocerá todo México, pero en particular, Porfirio Díaz. ¿Puedo dictarte una carta para Paco?
Idelfonso se encogió de hombros. Cerró los ojos. Sostuvo la pluma sobre el papel. Esperó. Poco a poco, la escritura automática hacía su parte del trabajo. Y por supuesto, los espíritus.
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Bajó del barco en el puerto de Veracruz. El tren rumbo a la Ciudad de México saldría al día siguiente, de modo que tenía tiempo de sobra para vagabundear felizmente en la ciudad. Rentó un hotel en el centro del área portuaria, y fue a tomar un americano en el Gran Café de la Parroquia, que desde 1808 servía, como rezaba su lema “el café como debe ser”.
Mientras bebía su café, se sentó, a la mesa donde reposaba, una prostituta. Usaba un traje sucio, y tenía la cara llena de lodo. Idelfonso estuvo a punto de correrla, hasta que se dio cuenta que era una de ellos.
Que no estaba viva.
Que solo él la podía ver.
Poco a poco, se desabotonó la blusa, hasta dejar el pecho desnudo. Su cuerpo tenía una serie de puñaladas. Cada una más profunda que la anterior.
-Soy Candelaria Mendoza. La primera víctima de “El Chalequero”, el primer asesino en serie mexicano. Mató veinte mujeres de la vida galante, entre ellas yo. Él fue un ejemplo de la impunidad, porque salió libre después de ser apresado. Él es un ejemplo de las diferencias sociales del porfiriato.
-¿Puedo hacer algo por ti? ¿Puedo ayudarte en algo? -por primera vez, hablaba con los muertos, no solo les reclamaba y se quejaba.
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El tren se detuvo en la Estación de Ferrocarril de la Ciudad de México, inaugurada desde 1893 por Sebastián Lerdo de Tejada. Bajó sin maleta, pero con decenas de hojas de papel escritas. Caminó por las calles, en espera de rentar otro carruaje. No había un solo disponible, de modo que tuvo que compartir el espacio con un caballero de semblante simpático: algo obeso, con bigotitos de mosquetero y con lentes.
En el trayecto rumbo a sus destinos, el hombre le preguntó, con curiosidad de quien no respeta ni las leyes ni las normas sociales, si era escritor o periodista. Idelfonso contestó que no era ni una cosa ni la otra, solo alguien que recopilaba testimonios de la gente pobre, necesitada, rechazada.
-Digamos que aspiro a ser una especie de Charles Dickens mexicano… aunque quizá nunca lo logre.
-¡Espléndido! Justo ahora estoy buscando articulistas. Soy promotor del anarquismo en México, pero no me refiero al caos y al desorden, sino a la libertad y honestidad, a no necesitar que una autoridad, como el imbécil que tenemos de presidente, nos controle. Creo en los valores del alma y quiero plasmar mis ideas en una publicación, donde criticaremos el régimen. La imprimiremos mi hermano y yo. La titularemos “El hijo del Ahiuzote”.
El hombre de bigote se percató que no se había presentado, y aunque odiara las leyes, se sometió a la elemental cortesía:
-Mucho gusto. Soy Ricardo Flores Magón.
(“Los fantasmas te ayudarán”, había dicho Dickens)
Se estrecharon la mano, sin darse cuenta de las millones de ánimas suplicantes que vagan por el mundo tangible.
Bernardo Monroy