La metamorfosis era una espiral de la que salían y entraban como las puertas giratorias que ahí estaban, siendo vistos por el ojo amarillo del zanate donde se conocieron en un centro comercial, ambos convivían sin conocer de su existencia, caminando por los mismos pasillos, viendo las mismas luces fluorescentes. Cada uno tenía un trabajo muy tranquilo, ella vendía libros en un local cercano y los leía a gusto; él hacía trabajos de carpintería y reparaciones eléctricas en los lugares cercanos.
Él al final terminó llegando a reparar el local de ella, por lo que le pidió mover algunos libreros. Ya le habían avisado por ello no se sorprendió, aun así ella era socialmente incómoda, de la clase que de persona que tildan como ratón de biblioteca, que en realidad adora ver otros mundos a través de la ficción. Él era más práctico pero no por ello menos soñador pues también pensaba que la extensión de los cables y los soportes que sostenían aquel centro comercial eran asombrosos. Intercambiaron miradas en algún momento, y al final ella le dijo que se sentía atraída por él dándole un beso en la frente y sonriéndole.
Él, que también era torpe socialmente igual que ella, no creía que fuera tan afortunado como para que se lograse aquello. Todo porque él tenía un problema, su conciencia durante las noches volaba lejos pero se transformaba en un ratón muy pequeño o en un murciélago, y podía durar así por días, una conciencia transformada que podía volar y perderse mucho, aunque no era más allá de una semana, por ello es que debía de quedarse despierto durante mucho tiempo, pero no podía revelárselo a ella, se veía muy pegada a la tierra, centrada, sabiendo lo que quería, y eso le asustaba, porque no podía explicar que eso le pasase, era algo de su familia, a veces terminaba en refugios animales, y otras solamente despertaba en casa sudando porque no sabía cuánto había tardado, y lo comprendían porque sabían que no se iría si lograba regresar, sobre todo si dejaban bananas en la puerta o ventana, pues ese era su alimento favorito de niño, y en su forma animal era el que más le atraía también.
Pese a omitirle esto, terminaron yendo a citas diferentes, no podían ir lejos pues ninguno de los dos conocía dónde quedaba la casa del otro, pero preferían hacerlo así. Estuvieron juntos un tiempo, meses que pasaron juntos, compartiendo comidas y salidas, y en los que él también tuvo sus espacios de no verla por una semana, pero ella no debía de enterarse de sus despliegues transformativos, menos si resultaban ser pequeños. No le sorprendió cuando ella, Berenice, le dijo que quería que se fueran a vivir juntos. Sintió un nudo en el estómago cuando se lo pidió
—Pero si apenas nos conocemos de aquí, hay que esperar —respondió Santiago.
—Es que ya esperé lo suficiente y no hay nada que nos lo impida.
Con eso dicho él cedió pues ciertamente no había compromisos y eran adultos que habían logrado vivir en sus propios cuartos aparte de quienes los conocieran.
Aquello parecía el Ajusco o Creel, una casa de campo en época invernal que ponía todo el panorama blanco. Cuando ella despertó se acercó a abrazarlo y él respondió con un abrazo más fuerte que les ayudaba a agarrar calor en aquel clima. Berenice se sentía tranquila y Santiago también. Ella se metía en las nieblas del sueño mientras se concentraba en su respiración y en la de él, entonces escuchó aquella frase “sí me pierdo, sí me pierdo, no olvides nanana” y aquello se repetía como un eco “llega al pino con ello que sabes, no pierdas nanana llegarás al árbol que no hemos cortado y otros alrededor derribados” y escuchó un chillido de dientes pequeños que resonó en sus tímpanos como un “¿Irás a quererme así?” y aquello le sonó como un batir de alas. Despertó con un parpadeo y estiró su brazo, se desperezó para confirmar si él seguía ahí mientras aquella sensación volaba como copos, entonces resonó el “nanana” del despertar mientras preguntaba el porqué habría soñado ella con eso. Bostezó y se preguntó si seguía dormida o despierta, hasta que al final el sueño la hizo dormir por completo.
Santiago lejos en conciencia, pero en el animal al que había llegado su mente, viajaba de forma frenética sintiendo el aire en su hocico de murciélago, se empezaba a impregnar del aroma de Berenice mientras veía que ella dormía, su psique estaba segura de que ella le había escuchado, siguió volando hasta que se dio cuenta que había terminado en una trampa para animales, y dentro vio a otros murciélagos que volaban igual de agitados que él, preguntándose cómo es que habían llegado ahí.
—Oye, compita, ¡sácanos de aquí! Acabas de llegar, a lo mejor sabes cómo entramos.
—¿Dónde estamos?
—No lo sé, mijo, creo que es un refugio o algo, somos muchos
Los chillidos de los demás se escucharon al unísono.
—La verdad es que no te puedo ayudar, estoy ciego como un murciélago —respondió Santiago, los demás murciélagos se rieron de su broma, y le increparon que fuera así de generalizador, pero necesitaban sentido del humor animal, porque sabían que la mente de Santiago estaba en uno de ellos.
—Espera un segundo, morro, ¿a poco crees que todavía eres humano?
—Pues sí, ¿no? Esto es un vacío, sólo un recuerdo.
—Nombre, zonzo, ¡sí está pasando!
Santiago estiró su dedo y se dio cuenta de sus alas y su andar torpe, entonces sintió su nariz y sus orejas grandes, cuando las tocó ante él se reveló el panorama en blanco y negro, con estática, confirmó que todos los que estaban ahí eran murciélagos, y él mismo también era uno.
—¡Ay! ¡No puede ser! ¡No ahora!
—Pues yo creo que sí está pasando —le dijo su compañero murciélago de fruta—, estás perdido pero moviéndote ¿No?
—No, pues sí.
—Bueno, ya que eres otro perdido, no hay tiempo de explicar, debemos irnos ¡Y tú me vas a ayudar!
Santiago sintió como lo jaloneaban de una pata con una mordida y lo sacaban a través de un agujero mordido que otros murciélagos hicieran sin que él lo notara, su amigo murciélago lo jalaba con sus patas, pero era muy pesado, por lo que se tambaleaba y caía hacia la noche fría.
—¡Aquí mero, compadre, no hay pedo! —le gritó el murciélago que lo aventó sin avisar.
Santiago sentía como caía hasta que las alas que no eran suyas comenzaron a agitarse, pero aquella agitación lo hizo saltar y sentía como su mente se hacía una bola pequeña que corría hacia otro lugar, se encontraba en un pasillo, era como la esquina o los interiores de una casa abandonada, corría apresurado, la “nanana” sonaba en su cabeza, sentía su pequeño corazón apresurado, eso era la canción que lo mantenía corriendo como un ratón asustado, literal y figuradamente hablando, seguía corriendo hasta que en un parpadeo estaba volando como murciélago nuevamente, pero ahora en otro patio donde la nieve caía lo veía alguien de la comunidad, echaba agua en atomizador, y aquella agua se congelaba en pequeños copos que le gustaba saborear, no sabía cómo es que aquello lo hacía tan feliz. El habitante moreno, claramente con rasgos indígenas lo miraba, como si supiese cómo atraerlo, Santiago se preguntaba si él sabía cómo su mente hacía esas cosas que nadie debía saber, con el atomizador se creaba una niebla que cegaba los oídos de Santiago cuando trataba de ecolocalizarse.
—Tranquilo, muchacho, no te puedo dejar salir de mi patio, estás perdido —le dijo aquel humano moreno, hablando con lenguaje normal.
—¡No estoy perdido! —respondió Santiago en un chillido de murciélago —¡Debo llegar a ella! ¡A Berenice! ¡No me puedo perder hoy!
—Ella es una también, y es más fuerte de lo que crees —aquel extraño le sonrió y dejó de usar el atomizador.
Aquello hizo que se clarificara el panorama.
—Te espera, aunque no lo sepa —terminó de decirle.
Santiago desde su murciélaga perspectiva se ubicó.
—¡Ya voy! —dijo Santiago en un chillido mientras repetía sus “nanana”, recordó el lugar que le dijo donde podía encontrarla. Estaría el bosque nevado, el pasto seco, los árboles derribados. Vio aquella choza y encontró el aroma de pino, entonces vio el fruto de conífera encima, estaba con crema de cacahuate, y a un lado pedazos cortados de plátanos sobre un plato de cerámica, e inmediatamente comió afanoso.
—Te dije que podía esperar si te perdías —escuchó una voz femenina.
—¡Ardilla! —reaccionó Santiago.
—Tu ardilla —le dijo ella de forma telepática, con una mirada fija.
—¡Reconozco esa voz! —le respondió sin mover su hocico de murciélago.
—Claro que la reconoces, tonto, ¿no recuerdas las “nananas”? Supuse que eran bananas pero no sabías como decirme y adiviné —le respondió con una risilla.
—¿Tú también, Bere? ¿Cómo es posible?
—Ambos tenemos nuestro tiempo, te lo voy a explicar, nos perdemos cuando nos quedamos atrapados en los sueños, y pues nos pasa esto.
Santiago vio sobre el techo de paja donde estaban, era mediodía, sus alas estaban acalambradas por haber volado hasta ahí.
—Esto es cansado, mi cuerpo ha saltado mucho y me duelen los dientes y mis patas —le dijo Bere de un modo ardilla.
—Pero aun así tenemos esto —le respondió Santiago señalando el plato con plátano y el cono de pino con crema de cacahuate.
—Esto es para los dos, para que volvamos a ser nosotros, y ellos vuelvan a volar y correr —dijo Santiago murciélago mientras sentía una ternura inmensa por Bere ardilla.
—Bananas, dijiste bananas —reía Bere—, es una receta de mamá para atraer animales —le dijo mientras se acercaba a comer junto a él—, aunque nunca supo si me atraería a mí. No se enteró que pasaba por esto, pero está bien.
—Bere, eso es terrible —respondió Santiago mientras comía instintivamente.
—Pero si a ti también te pasa y no sabía —le contestó con un chasquido de dientes que era su risa ardilla mientras agitaba la cola afelpada.
—Sí, pero yo ya me acostumbré, sé volar, las noches son claras y me puedo esconder entre ellas —le dijo Santiago murciélago.
—Pues yo me escondo entre los árboles en sus ramas y no es diferente.
—Pero tú eres pequeña ¡un ratón! ¡una ardilla!
Esto es lo que les puedo contar desde mi punto de vista como ave que agita sus alas, que sólo miró a la lejanía mientras viajaba en mentes de aves, y solamente concluyo contándoles esto. Bere se talló sus bigotes llenos de plátano y crema de cacahuate, Santiago sintió un impulso de lamer su cara para limpiarla.
—Anda, hazlo, que así volvemos donde estábamos.
Santiago lamió los bigotes de Berenice con un beso de murciélago.
Él despertó con un parpadeo, como de un sueño agitado pero reparador, se dio cuenta que Berenice estaba a su lado, durmiendo tranquila en su forma humana. Bere se incorporó y lo abrazó, dándole un beso en su mejilla mientras que Santiago seguía confundido por lo que acababan de pasar.
—Buenos días, ratón ciego y volador.
—Buenos días, ardillita —le respondió Santiago en complicidad tierna, sabiendo que ambos podían contarse y resolver las cosas juntos.
Berenice se levantó para ponerse una chamarra porque sólo tenía un pijama de color crema, y le dijo: Es hora de poner mantequilla de cacahuate al pino y un plato con platanitos cortados en rodajas por si aparecen otros, nunca sabremos cuando podríamos necesitarlos.
Laura Elena Sosa Cáceres