“La muerte es misericordia, ya que de ella no hay retorno; pero para aquel que regresa de las cámaras más profundas de la noche, extraviado y consciente, no vuelve a haber paz.”
(H.P. Lovecraft)
I
LONDRES, 1923.
Mi nombre es R. Ashcroft y soy un explorador maldito. Al menos eso es lo que grita la gente que, asiduamente se detiene frente a las rejas de mi mansión, en el barrio de Kensington, centro de Londres. Poco o nada salgo de ella. Las provisiones y suministros me son comprados por un empleado ocasional al que pago unas cuantas libras.
Un coche de policía frecuentemente se ve estacionado en la acera de enfrente, vigilante. No soy un prisionero, puedo salir y viajar libremente por toda Gran Bretaña. Sin embargo he sufrido por un largo año el continuo acoso de la gente, la prensa y del mismo Scotland Yard por el caso de la desaparición de mis compañeros en la expedición a tierras arábigas. Saben que miento, los ojos y el recuerdo me delatan, pero no tienen pruebas…aun.
¡No! Decir la verdad no puedo hacerlo, probablemente me creería un desequilibrado mental. Prefiero mil veces que crean que soy un asesino, un hombre que extermino a su equipo de exploradores en las ardientes dunas del desierto por ambición o riquezas… a contar la horrible verdad.
Por eso estoy solo, encerrado en mi biblioteca escribiendo este diario que cuenta lo que realmente paso, aunque el simple hecho de hacerlo ya representa en mi un agobiante tormento que solo la muerte, la real, pueda lograr calmar. Solo entonces estas líneas verán la luz y se sabrá, sin mencionar el lugar exacto, los hechos como verdaderamente sucedieron.
Lo correcto es que inicie mi relato por el principio, solo dos semanas después de mi fallido intento por convencer a la Royal Society en patrocinarme una
expedición al Círculo Polar Ártico para alcanzar, por primera vez, el polo norte geográfico. Me había pasado los días bebiendo, lamentando mi poca fortuna, hundido y amargado. Por la tarde de aquel día, cuando los últimos rayos de sol arañaban ya el tenue velo de los altos cirrostratos, dando un tono rojizo al cielo, mi arrendataria, la señora Letterman, a la que guardo un gran afecto, entro en el cuarto sin apenas avisar. Tras una mueca de asco al ver el lamentable aspecto que representaba mi departamento, ubicado en la tercera planta de Tooley Street en el centro de Londres. Se llevó una mano al rostro mientras gruñía:
–¿Qué es ese maldito olor picante?
–¡Hey! Mrs. Letterman, gusto en verla. Tómese un trago conmigo.
–¿Qué es ese maldito olor? —Repitió enojada la mujer con los brazos cruzados.
— Alumbre y algunas enzimas experimentales, lo utilizado en mis trabajos de Taxidermia. Me encuentro perfeccionando una técnica que ayudara a que la piel del animal mantenga una textura…
— Tiene visitas Mr. Ashcroft— corto secamente la mujer.
–¿Quién?
–Su único amigo, Lord Herwood está aquí.
–¿Herwood? ¡Ese cabrón! Dígale que no estoy, que me he largado de la ciudad.
–No puedo hacer eso Mr. Ashcroft, el señor Herwood, que si es una persona respetable ha subido conmigo. – dijo la mujer mientras hacía a un lado su gruesa figura, alejándola de la puerta.
En el marco apareció un hombre alto y de complexión fornida, cuya edad rondaría los cuarenta años. Una cabellera larga y rubia le caía en cascada hasta los hombros. Sus ojos eran de un azul pálido y sus facciones delicadas. Estaba sonriendo. Vestía una impecable levita negra que le llegaba a la rodilla; pantalones rectos, no demasiado ajustados y una camisa blanca. Llevaba un fino maletín de piel color caoba en la mano.
–¡Herwood! Amigo, que te trae por esta tu humilde casa. Tú sí que aceptaras un trago ¿verdad?
–¡Claro! pero al parecer has terminado con las reservas. Gracias a Dios que he traído esta botella de port tinto, gran reserva, de finales del siglo XIX. Gracias Miss Letterman, yo me hago cargo ahora.
La señora Letterman soltó un bufido y salió, cerrando la puerta.
–¿Cómo te ha ido en la Royal Society? —murmuro Herwood mientras servía en una copa aflautada una buena porción de oporto.
–Dudo mucho que no sepas lo sucedido en la Academia. Todo mundo, de Londres a Coventry sabe la respuesta. La junta directiva, con el propio Charles Sherrington a la cabeza se han decantado por la excavación en Egipto de Howard Carter y su mecenas Lord Carnarvon. A mí, en cambio, me han mandado al diablo.
–¡Si, tienes razón! lo he leído en The Manchester Guardian. Nadia aposto una sola libra en ti. No me extraña, con lo sucedido en la expedición a Libia ¿fue en el 17?
–En 1918 y ¿cómo iba yo a saber de qué la expedición sufriría un ataque por parte de mercenarios Sanusíes?
–Quizá nada, pero la expedición estaba a tu cargo y hubo varios muertos.
–Ha eso has venido… hip… a burlarte de mí. Déjame complacerte aún más. Puse en la mesa las últimas libras de la familia para que la Royal Society, si, la gran Real Sociedad de Londres auspiciara la expedición que yo proponía. Y que han hecho, me han dado la espalda por la maldita excavación que Howard Carter lleva a cabo desde hace años en el Valle de los Reyes. Ahora lo he perdido ya todo Herwood, primero ella decide marcharse, luego mi familia, mi fortuna, la expedición… todo… hip… incluida mi colección de botellas.
–Bueno— Herwood se sentó, tomando mi mano entre las suyas. —Me tienes a mí… tu amigo que te ama.
–Vaya consuelo ¡Aparta tu zarpa, no soy un affeminate!
Mi amigo no se ofendió. En una sociedad machista, homofóbica e ignorante de principios de siglo XX eran recurrentes los tratos desagradables y crueles. Solíamos hablar a menudo del tema Herwood y yo acerca de la homosexualidad a lo largo de la historia, desde los griegos y romanos hasta el escándalo de Oscar Wilde, las causas u orígenes de la atracción hacia las personas de un mismo sexo, tanto sexual como emocionalmente, así como
las innumerables represalias de la Santa Inquisición contra homosexuales por lo que ellos llamaban pecado nefando.
–Disculpa, no fue mi intención ofenderte— dije avergonzado
–Olvídalo y dime ¿Qué sabes de la ciudad de Irem?
–¿Irem?
–Si hombre… ¡Irem! También la han llamado Iram o Ubar… “La Ciudad de los Pilares”
–Pues nada… o todo. Es un viejo cuento para los exploradores. Jamás ha existido.
–Debes tener algo mejor que eso aun tratándose de que sea un simple cuento ¿Qué más?
–Bueno…se trata de una ciudad onírica, fantástica… quizá anterior a las pirámides de Giza. Algunos autores de dudosa reputación y alarmistas la ubican en el sur de la península arábiga. Se dice que no ha sido visitada en más de 1200 años.
–¿1200 años? –pregunto Herwood— No puede pasar desapercibida toda una ciudad.
–Es un lugar inhóspito, uno de los desiertos con dunas de arena más grandes de la tierra. Las temperaturas alcanzan los 50 grados centígrados en el día y las noches bien pueden bajar hasta los 10 grados bajo cero. Los últimos en llegar a ella, se dice, fueron unos beduinos yemeníes que enloquecieron al poco tiempo, quizá debido a la insolación, aunque dudoso ya que ellos recorren en caravanas todo el desierto. Murieron poco después, salvo uno, que destino el resto de sus días a recopilar y escribir cosas referentes a seres y dioses primordiales, a regiones estelares, a ciudades y continentes ficticios como Sarnath “la predestinada”, Leng, Mu, Hiperbórea… que se yo. ¿Por qué hablamos de esta mierda?
Herwood extendió una sonrisa parecida a la de un lobo ante un rebaño indefenso. Luego dijo.
— Porque amigo mío… tú tendrás tu expedición, no la que proponías a la Royal Society, iremos en busca de la vieja Irem, ganándole la gloria a Carter.
<<Oh, mierda… ten cuidado, este tipo se ha vuelto loco>> Pensé.
Herwood se acercó la botella, sirviéndose una buena dosis de vino, luego abrió su maletín, desenrollando un viejo papiro amarillento que extendió en
la mesa. A la luz de la bombilla eléctrica el antiguo rollo revelo un mapa de trazados antiquísimos, con una gran cantidad de garabatos cuneiformes.
–El mapa nos da la localización de la ciudad, situada efectivamente en Arabia, por aquellos años es probable que estuviese bajo el mandato egipcio.
Decidí seguir el juego, creyendo que mi amigo se había vuelto completamente loco.
–Te das cuenta de que una empresa de estas magnitudes representa un gasto exorbitante en transporte, provisiones, armas, equipo, permisos, horas de planeación, sin contar el conseguir hombres fieles y comprometidos a una empresa tan arriesgada.
–Los gastos y planeaciones los he iniciado ya hace dos semanas, tras enterarme de que te encontrabas “libre” de compromisos. Andrews, que tú bien conoces, se encuentra en la India, cerca de Mumbai y me ha prometido reunirse con nosotros en Suez con al menos ocho hombres de su plena confianza. Howard Lewis es profesor de Ciencias en el Victoria University of Manchester, pero este semestre apenas tendrá clases y se ha unido al grupo. Desde New York llegan dos antiguos amigos de mis viajes por Norteamérica, Carlos Maytorena y Julián Baltazar, ambos mexicanos, fuertes, bragados y con un alto honor. Respondería por ellos.
Vi el rostro firme y decidido de mi amigo, lleno de optimismo. Sin embargo era preciso demostrar la veracidad de sus palabras.
–¿Cómo has conseguido el financiamiento?—pregunte ansioso.
–De mi mansión en Devonshire. La he vendido.
–¿Qué?— grite, reafirmando que Herwood, efectivamente, había enloquecido. —En qué demonios pensabas ¿A quién has vendido?
–A una inmobiliaria, han pagado al contado aprovechando el sustancial descuento que he ofrecido. No importara si damos con la rica ciudad de Irem.
–Esto es locura amigo, pretendes que busquemos una ciudad imaginaria, sin mencionar las terribles vicisitudes a las que catorce hombres se expondrán.
–Quince, Masón se ha apuntado también.
–¡MASÓN!, ese viejo chivo —grite, abriendo mucho los ojos, incorporándome de un salto.
–Y un gran experto en lenguas semíticas, nos vendrá bien su ayuda.
–Tendremos que arrastrarlo por medio desierto, es un maldito borracho.
–¿Quién de nosotros no lo es?—respondió Herwood levantando su copa.
Me deje caer sobre el viejo sillón verde, incapaz de creer una palabra más de lo que mi amigo contaba. Se hizo un espeso silencio. Tras un largo rato lo mire diciendo:
–Parece que lo tienes muy bien preparado.
–De alguna forma, así es, el mapa y otros documentos llevan en mi familia por al menos cincuenta años. Mi abuelo, al morir hace poco más de dos años me ha dejado en su testamento su casa en Manchester, al igual que un montón de viejos trastes y libros enmohecidos por el tiempo. La casa es una mierda, debo confesarlo, apenas y se sostiene, y, dudo que alguien cuerdo la compre… aunque se encuentra en buen lugar, quizá pueda venderla después como terreno. Pero fue bajo los montones de estantes polvorientos en donde encontré el mapa y montones de libros extraños y antiguos.
–¡Aja! ¿Cómo cuáles?—pregunte, sintiendo que un frio salido de la nada comenzaba a flotar por toda la habitación.
–El Malleus Maleficarum de los inquisidores alemanes Kramer y Spregen, el abominable Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, el blasfemo Daemonolatreía de Remigius, publicado en Lyon en el año de 1595 o el Saducismus Triumphantus de Joseph Glanvil, edición de 1681.
–Muy raros en verdad, quedan pocas copias. –dije, ya que me consideraba un bibliófilo especializado— Descontando al “martillo de las brujas”, que incluso tuvo la aprobación de Su Santidad, el papa Inocencio VIII, el resto bien puede hacer las delicias del Index Librorum Prohibitorum (Índice de Libros Prohibidos) del Vaticano, en especial el Cultos Indescriptibles de Von junzt.
–Totalmente de acuerdo, pero hubo algo más… ¡mira! —dijo mientras de su maletín extrajo un viejo libro de hojas amarillentas. No llevaba título alguno en la portada.
–¡Vaya, vaya!– murmure sorprendido –con solo verlo puedo afirmar que se trata de un libro muy raro y valioso, al igual que… censurable.
–¿Cómo lo sabes?, ni siquiera has visto el nombre.
–Mira la tapa, está elaborada con una vieja técnica llamada Bibliopegía. Muy pocos pueden distinguirla.
–Bibli…o… ¿qué diablos es eso?
–Bibliopegia, también llamada “encuadernación antropodermica”, es decir, las tapas están forradas con piel de seres humanos.
–¡Oh mierda!— aulló, perdiendo su acostumbrada finura. —Me estás diciendo que llevo cargando piel humana en mi maletín victoriano. Esto es inconcebible.
Pero yo no lo escuchaba, acababa de dar vuelta a la tapa y leía asombrado el nombre del libro: Manuscritos Pnakóticos
–¡Vaya, vaya, vaya! Un auténtico grimorio del siglo XV, traducción inglesa…
–Exacto—volvió a atacar Herwood, ya recuperado, apuntando al libro, con una mueca de asco. –y adivina, menciona a la olvidada Irem como una ciudad muy bella y rica que existió en verdad en las viejas arenas del Egipto pre faraónico, mucho antes de que se construyera la gran pirámide y la primera piedra fuera puesta en la mítica Babilonia. Habitada por seres prehumanos, quizá enriquecidos por el comercio. La maldita expedición de Carter podrá encontrar algunas cuantas cámaras o alguna momia infecta, nada comparado con una ciudad entera, llena de riquezas.
–Aun si el libro dice la verdad, la región en donde debemos buscar es enorme, miles y miles de kilómetros cuadrados de dunas de arena y cerros repletos de guijarros, serpientes y escorpiones. El mapa, suponiendo que sea real, está escrito con una gran cantidad de jeroglíficos que jamás he visto en mi vida. Tardaríamos meses, o años en traducirlos. Los egipcios no llegaban tal al sur de la península arábiga, solo abarcaron la península del Sinaí.
–Ese problema ya está resuelto—me dijo con la alegre sonrisa que tendría un niño después de una travesura. — Masón los ha descifrado ya, apenas ha tardado poco más de una semana. El viejo chivo, como ves, aun es útil.
II
Salimos de la estación de trenes de Londres el día 20 de agosto de 1922 por la mañana con destino al puerto de Folkestone, apenas una semana después de que Howard Carter y su equipo lo hiciera. Es justo señalar que Carter ya tenía ubicada la posible tumba de algún faraón en el Valle de los Reyes, y que era cuestión de días para lograr penetrar en las cámaras funerarias. No
requería financiación de la Royal Society, ya que Lord Carnarvon, su mecenas, era un hombre rico y con las influencias necesarias. Pero mi enemistad con Carter y el que la Royal Society apostara sobre seguro, habíase causado mi ruina.
Atravesar más de media Europa vía Londres-Paris-Estambul con escalas en Viena y Bucarest en tren ya representaba un incómodo cansancio. El grupo lo integraban el viejo Rufus Masón (escoses de cepa), el pelirrojo y hermético Lewis, a quien conocía de tiempo atrás, al igual que a Herwood. Julián Baltazar y Carlos S. Maytorena habían llegado tres días después de mi entrevista con Herwood. El primero era enfermero y el segundo abogado. Ambos resultaron compañeros fascinantes y de ideas revolucionarias, y pronto nuestra amistad se fortaleció. Salvo Masón (que superaba los setenta años) y Lewis (cercano a los sesenta), el resto de nosotros rondaríamos los cuarenta. Desde el Bósforo, que separa Europa de Asia, tomamos un barco que nos llevó por los Dardanelos, el Mediterráneo y finalmente el mar Rojo, vía el Canal de Suez (donde nos reunimos con Andrews y sus hombres) hasta Yidda, ya en la península arábiga. Recorrimos el trayecto de Yidda a La Meca, nuestro punto de entrada al desierto, en un camión FIAT 18 BL, héroe de la Gran Guerra. Ahí compramos camellos (y algunos caballos), pertrechos, herramientas, carpas, etc. Que Harwood, en su calidad de mecenas y tesorero de la expedición pago de contado. Habíamos prometido, en una previa reunión a nuestra partida, que todo hallazgo de posibles tesoros serian repartidos equitativamente (una vez cubierto el gasto inicial de Herwood) aun entre Andrews y sus trabajadores, a quienes adelanto algunos billetes.
Tres días después nos encontrábamos ya en una región completamente apartada de toda civilización a pesar de que seguíamos la ruta de pozos y oasis. De vez en cuando, Masón echaba una ojeada al viejo papiro. A pesar de que imaginábamos que la arcaica ciudad llevaba siglos enterrada bajo la arena, nos resultó fácilmente llegar hasta la región, al oeste de la Sultanía de Omán. Acampábamos en círculo, previniendo algún ataque y todos, incluido los trabajadores cargábamos armas a la cintura o a nuestra espalda. Incluso Herwood, que se consideraba un pacifista, llevaba a la cintura un revolver Webley MK con tambor de seis balas.
Masón (ahogado como una cuba) estudiaba el mapa a conciencia. Había traducido las distancias con una precisión que rayaba en lo extraordinario, y, con la ayuda de alguna montaña, una meseta o las estrellas nos condujo a la vieja Irem apenas tres semanas de nuestra partida de Londres.
–Este es el lugar—gruño Masón, descabalgando. De entre sus ropas empolvadas extrajo una pequeña licorera con funda de piel y le dio un largo trago. —No hay duda, el mapa no dice nada más.
Nos encontrábamos en un pequeño valle, rodeado de algunas montañas no muy altas, grietas, hondonadas y una meseta alargada. El sol se encontraba en su cenit y era realmente abrazador e implacable. Era un lugar desolado, dejado de la mano de Dios y de los hombres.
–Bien —dije bajando del caballo— Estableceremos el campamento en aquel claro. Tiene la protección de la montaña, cuenta con sombra una vez que baje el sol y nos defenderá de las tormentas de arena.
Así lo hicimos y tras instalar el campamento y dejar a buen resguardo los animales, nos separamos en parejas con la intensión de abarcar todo el terreno.
–Las ruinas deben encontrarse bajo la arena, busquen alguna columna, una barda, cualquier indicio que haya sido modificado por el hombre. Nos reuniremos en dos horas en el campamento para comer.
Herwood y yo nos adentramos por unas estrechas y arcaicas grietas, llenas de polvo, guijarros y escorpiones del tamaño de un puño. La temperatura resultaba asfixiante, rondando los cuarenta y cinco grados con cero posibilidades de lluvia. De vez en cuando alguna nube piadosa se interponía entre el astro rey y nosotros.
–Esto es un maldito horno— gruño Herwood
–No te quejes ahora, todo esto ha sido idea tuya.
Herwood callo, mientras se apartaba de uno de los monstruosos escorpiones que buscaban refugio entre los guijarros.
Regresamos al campamento poco antes de cumplirse las dos horas, cansados y sudorosos, dejándonos caer sobre nuestras sillas plegables. Media hora después fueron llegando los demás miembros sin el más mínimo atisbo en lo referente a Irem. Andrews y uno de sus hombres, de nombre Abdali sin embargo nos dieron una agradable noticia. Habían encontrado, al otro extremo de la meseta una pequeña charca con algunos cuantos matorrales y palmeras, lo que nos brindaba establecernos indefinidamente en la región, sin preocuparnos de momento del tesoro del agua. El propio Andrews que no se le escapaba el más mínimo detalle.
–¿Qué extraño? Pumar y Wahid no has regresado.
–Quizá se han extraviado —afirmo Lewis– Masón y yo casi nos hemos perdido entre un polvoriento laberinto, más allá de aquellas dunas.
–Lo dudo, son hombres de recursos. Saldré a buscarlos si no aparecen en media hora mientras buscaba mi mirada.
Asentí.
–De acuerdo, aun disponemos de mucha luz.
A nuestros oídos llego en aquel momento lejanos gritos, pudiendo observar a un hombre sobre una de las muchas dunas, a unos ochocientos metros de distancia.
Julián que disponía de unos potentes binoculares que siempre llevaba colgando exclamo:
–Uno de tus hombres sin duda alguna.
Andrews le arrebato los gemelos.
–Es Wahid, y al parecer quiere que vayamos con él.
–¿Quizá han encontrado algo?— Aulló Masón, que se tambaleaba peligrosamente a causa del alcohol ingerido.
–O quizá les ha ocurrido un accidente— murmure mientras echábamos a correr todos, incluido el viejo Masón.
Mientras nos acercábamos, trepando y bajando por una gran cantidad de dunas transversales de algunos cuantos metros, logramos escucha los gritos entusiastas de Wahid.
–Lo encontramos, ¡venid, venid!
Llegamos junto a él y tras una vaga explicación nos condujo por más de aquellas dunas ardientes y el lecho de lo que en muchos milenios, bien pudo ser un rio. Luego el camino mejoro, caminando paralelo a la meseta, cuya altura sobrepasaba los doscientos metros.
–¡Ahí!, detrás de aquella saliente.
Cuando libramos la variación de la meseta, giramos a la izquierda y vimos a Pumar sentado bajo algunos arbustos espinosos que proporcionaban una débil sombra. A simple vista no se apreciaba rastro alguno de “La Ciudad de los Pilares” y pensamos que quizá el sol abrazador abría jugado una mala pasada a la mente de los dos jóvenes indios, pero al acercarnos pudimos apreciar el blasfemo monolito.
–¡Carajo! —Exclame emocionado
–¡Mierda! —gritaron varios al unísono
Enclavada en la meseta se erigía un terrible bloque rectangular de piedra maciza, de tres metros de alto por uno y medio de ancho. En uno de sus extremos se distinguían unos cuantos jeroglíficos grabados casi quirúrgicamente.
–Paso al experto —aulló Masón que llegaba agitado en aquel momento– ¡A un lado cabrones!
–Puedes identificar alguno Masón—dijo Herwood ansioso. ¿Puede este bloque de piedra significar alguna puerta?
No lo sé de momento, habrá que limpiar esto, además necesito mis apuntes.
–Estamos de suerte—dijo Andrews—más allá, unos quinientos metros es donde se encuentra la charca y algo de yerba para los animales.
–Cambiaremos el campamento—dije motivado por la situación—y limpiaremos este lugar.
–¿Una puerta? –murmuro Julián– Es imposible. Aun sin ver el grosor de ella, su sola altura me hace pensar que puede sobrepasar las dos toneladas.
–Ese no es problema –gruño Andrews—, mi mochila está repleta de dinamita, nueve kilogramos para ser más explícito. Hacemos un par de agujeros aquí, otro allá y ¡BOOM! Cuando mínimo quedara fragmentada.
–Seguiremos el plan original señores, dejaremos la opción de volar algo para mañana, está cayendo la tarde y hemos de trasladarnos a la charca.
Por la noche Masón había logrado descifrar parte de los pictogramas, concluyendo que en verdad aquella era la entrada a una cámara. Pero una revisión más minuciosa nos decía que tenía un grosor cercano al medio metro, por lo que se utilizarían los explosivos de Andrews.
Era probable que Irem no fuese otra cosa que una ciudad subterránea o una gruta debajo de aquella meseta árida y decadente, llena de tesoros inimaginables y objetos milenarios que aguardaban nuestra llegada. Aquella noche trate de irme a dormir temprano y descansar de un día de sucesos fascinantes, pero apenas pude dormitar a ratos, ya que terribles y constantes pesadillas frecuentaban mi mente inconsciente.
Por la mañana, tras desayunar, cargamos nuestras mochilas con herramientas y materiales necesarios para la excavación. Íbamos todos, ya que la región
se encontraba solitaria de todo ser humano que no fuésemos nosotros. Aun así, tras mi fatal experiencia en Libia, había pedido que todo hombre llevara sus armas al hombro desde el inicio del viaje. Lewis, ayudado por Herwood hacia la función de fotógrafo oficial, tomando fotos de la región, el monolito y otra, de todo el grupo. A las once de la mañana Andrews hizo volar la puerta, pero no fue hasta la una, después de quitar los restos de piedras cuando tuvimos acceso a un lúgubre pasillo, cuyas medidas eran similares a las de la loza que cubría la entrada. Un olor húmedo, viejo y decadente de las entrañas de la meseta nos envolvió, escapando al cielo azul, carente de nubes.
Temerosos, ingresamos por el estrecho corredor que se extendía unos cincuenta metros, dando acceso a una bóveda más grande o eso creímos en un principio, pues nuestros faroles ferroviarios, fabricados en hierro y plafón de cristal apuntaban al techo y paredes ornamentadas con pictogramas fabulosos y desconocidos. Carlos S. Maytorena, cuyos ojos se habían adaptado completamente a la perversa oscuridad grito:
–¡Alto!, no deis un paso más.
Herwood y yo, que íbamos al frente del grupo bajamos la mirada y lo que vimos nos dejó helados. Herwood, lanzando un grito agónico dio un salto atrás.
Tras rematar el pasillo de acceso con dos elevadas columnas de arcilla (adornadas de cenefas extrañas y que se elevaban hasta un techo que se encontraba a no menos de 15 metros sobre nosotros) el camino terminaba en una corta plataforma adoquinada y después… un impresionante abismo.
Herwood tuvo que ser asistido por Andrews y uno de sus hombres tras una breve crisis de histeria, mientras el resto mirábamos extasiados el monstruoso abismo. ¿ABISMO? ¡No! quizá no deba utilizar esa palabra pues aquello se asemejaba más a un pozo arcaico y demencial, elaborado por manos conocedoras, cuyos conceptos de ingeniería rayaban en lo extraordinario. La forma de la cámara era de un cuadrado perfecto, o mejor dicho de un cubo que se extendía hasta un fondo aterrador y desconocido, pues ninguna de nuestras lámparas de queroseno logro penetrar la más absoluta oscuridad mientras un frio espectral se elevó desde lo profundo del pozo, haciéndonos estremecer.
–¡Mirad ahí, a la derecha! –exclamo Julián y todas nuestras lámparas enfocaron una escalinata estrecha que bajaba, en un ángulo de 35 grados la pared del extremo derecho.
–Fantástico, parece que sigue descendiendo, utilizando cada una de las paredes. Hay que descender. —resoplo Masón dando un sorbo a una de sus varias licoreras.
Las escaleras eran firmes e inclinadas. Tenían dos metros de ancho.
–Dejad lo que crean innecesario junto a la escalera. Desconocemos por completo que tan profundo puede ser el descenso. Doscientos, trescientos metros o alcanzar el mismo infierno. –dije con decisión frente al grupo que me miraba nervioso.
Dejamos herramientas y otros trastos. Andrews creyendo que era inútil ya, dejo su mochila cargada de explosivos. Herwood respiro profundamente varias veces intentando relajarse de toda aquella locura.
–Estoy jodido—dijo—soy yo o hace un frio de narices.
–No es el frio, es el lugar—susurro C.S. Maytorena, mientras echaba una última mirada al precipicio.
–¡Vamos!— grite, pero mi voz ya no sonó con la misma firmeza, en parte justificada por lo dicho por Maytorena.
. . .
El descenso fue lento y penoso, pues carecíamos de una protección ante el vacío insoldable así como temíamos por lo inestable de las escaleras tras milenios de abandono. Tras una hora, arribamos a un pequeño rellano en donde se encontraba una puerta, que daba acceso a una habitación sencilla y pequeña, llena de cestos podridos, jarrones rotos, estantes atascados de polvo; llenos de puñales triangulares, jabalinas, arcos, hachas con rebordes, etc. El aire que ahí se respiraba olía a vejez y una corrupción de evos. Tras otra larga hora de penoso descenso llegamos por fin hasta el final de aquella horrorosa escalera.
–¡Increíble!—aulló Lewis, que no había pronunciado palabra desde el inicio del descenso. —debemos estar a un kilómetro de profundidad y la temperatura ha descendido al menos diez grados que en la superficie. Es muy agradable.
En la parte oeste se encontraba otra puerta que daba a otro lúgubre y estrecho corredor de al menos 50 metros de largo y que nos dio acceso a una galería rectangular hecha de inmutables ladrillos de arcilla. Seis imponentes columnas (tres a cada lado) de quince metros sostenían un techo plano.
–Que me emplumen con brea. —dijo Andrews– ¿Quién es el responsable de este inefable proyecto subterráneo?
–Probablemente la tribu de Ad, que habitaron estas tierras mucho antes que en Egipto gobernara el primer faraón. Si observan detalladamente señores, por el perfecto tallado de la piedra, la ingeniería en la construcción y las formas primitivas de la escritura cuneiforme podríamos ubicarnos en el 4500 o 4000 antes de Cristo. Esto es, para darnos una idea, no anterior a Jericó o Catal Huyuk que superan los siete milenios a.C. pero quizá si más vieja que a otras ciudades como: Ur, Tebas o Babilonia. —explico Lewis, que entendía de Historiografía.
–Al diablo la historia —bramo Herwood— Este lugar está vacío. Solo un montón de vasijas y canastas podridas o rotas. ¿Dónde están las joyas y el oro que pregonan los libros?
–Ahí tenemos otra puerta —dijo Julián, mientras se acercaba a ella— el tesoro debe estar cerca.
Apoye una mano en el hombro de mi amigo, animándolo a seguir.
–Ya solo el hecho de este descubrimiento nos representa fama y fortuna, sin mencionar un lugar en la historia.
La puerta era enorme, de barrotes (parecida a las empleadas en las prisiones) toscamente tallados. Al analizarla Andrews y yo coincidimos que estaba elaborada de cobre puro, pero los siglos le habían dado una tonalidad verdinegra. Se encontraba cerrada.
–Si trabajaban los metales, en especial el cobre, el estaño y el oro, las fechas pueden ser cercana al 4000 a.C. Quizá a la par de la civilización sumeria y de ciudades como Urok o Biblos.
Lewis callo. Pero el brillo en sus ojos azules nos hacía pensar que en verdad estaba disfrutando aquello.
A un extremo de las rejas de cobre se podían percibir una gran cantidad de jeroglíficos que llamaron en Masón poderosamente la atención.
Desgajar la puerta de sus goznes primitivos no fue una tarea fácil, pero al cabo de quince minutos nos internábamos por un nuevo corredor descendente muy estrecho, pero con una altura de casi 7 metros. Masón y Lewis, quedándose, elaboraron unas sencillas antorchas, que colocaron a ambos lados de la entrada para examinar los antiguos pictogramas. ¡Los dos
están locos! Me había comentado Herwood en voz baja. Ambos habían dicho que se reunirían pronto con nosotros.
El nuevo corredor no solo tenía una inclinación descendente, sino que resulto agobiantemente largo. Nuestras linternas (seis en total, pues Lewis y Mason se habían quedado con otra) se intercambiaban, enfocando el piso y el alto techo. Por primera vez, al internarnos por aquellos muros neolíticos un terror llegado de los confines del cosmos lleno nuestros corazones. <<Cristo, en qué lugar nos hemos metido>> pensé mientras caminaba junto a Andrews por el estrecho corredor. Atrás venían Herwood y Julián seguidos de Carlos Maytorena y los ocho hombres del propio Andrews.
Al llegar al final del extraño pasaje, Julián había contado exactamente 650 pasos, deduciendo que la distancia del pasillo rondaba los 600 metros aproximadamente. Pocos o nadie le prestó atención ya que nos encontramos ante una nueva cámara, de proporciones realmente monstruosas, muy parecida a la anterior, pues una serie de columnas cilíndricas, de unos cinco metros de diámetro cada una adornaban los extremos del rectangular recinto, que a nuestros ojos se extendía por kilómetros. Sin embargo, no fue la inmensa galería lo que desencajo nuestros semblantes, haciendo que el frio sudor resbalara por cada uno de nuestros rostros. En la base de cada columna, ardía alegremente la llama de una antorcha.
Andrews que intento vagamente alcanzar con las débiles luces de nuestros faroles ferroviarios el alto techo, exclamo sorprendido.
–¡Dios, debe tener una altura de más de cincuenta metros!
–Quizá te quedas corto—respondió Julián, maravillado. —Hablamos de como mínimo ochenta metros por unos 130 de ancho. El largo de la cámara quizá…
–Al diablo las mediciones—corto Herwood –¿Quién ha encendido las antorchas?
–Quizá Lewis y Mason encontraron algún pasadizo y se nos han adelantado. —gruño Andrews.
–No lo creo —murmure nervioso– tampoco es pensable que alguien más haya entrado por donde hemos venido. El polvo y las puertas selladas llevan milenios intactos. Quizá haya una entrada desde la superficie por el otro extremo de la meseta y algunas personas hayan utilizado este lugar como refugio o vivienda. Sea uno u otro el motivo, llevad preparadas las armas señores. Podrían ser hostiles.
Mientras bajábamos por una larga rampa, de gastadas piedras calcáreas, Andrews, que era un veterano de la Gran Guerra, donde alcanzó el grado de Oficial de Artillería al servicio de Su Majestad Jorge V de Gran Bretaña, distribuyó a sus hombres para cubrir los flancos y la retaguardia, mientras Julián Baltazar, Carlos S. Maytorena, Herwood y yo tomábamos el frente.
A ambos lados, junto a las gigantescas columnas pudimos apreciar una serie de portales y pequeños ventanales que (tras un breve vistazo por Andrews y sus muchachos) conectaban con varias grutas naturales que se encontraban en la más completa oscuridad.
–¡Dios bendito!—aulló Andrews, tras revisar una de ellas— Algunas cavernas se hunden aún más en la tierra, y me ha parecido escuchar, muy en el fondo, el cauce de algún rio subterráneo.
A pesar de la gran cantidad de antorchas encendidas y de nuestras linternas, la oscuridad y las sombras dominaban el lugar, mientras un olor putrescente y orgánico, que no pudimos identificar, se extendida por toda la abominable cámara.
–¡Mirad!—dijo Herwood, que llevaba consigo la más potente de nuestras lámparas ferroviarias, gracias a una serie de lentes de color verde que ampliaban la luz. —Justo en la parte central de la nave.
A unos cien metros se alzaban varias estructuras arcaicas finamente talladas en piedra y a medida que nos acercábamos pudimos apreciar seis pequeños obeliscos, de sección triangular, una mesa de cantera y cuatro alargadas columnas, unidas entre sí mediante arcos y cubierto por un techo plano.
–Parece un mausoleo—dijo Julián
–O un altar—contesto C. Maytorena
–¡Mirad ahí, bajo el ciborio… unas escaleras… solo Dios mismo puede saber a dónde se dirigen! —aulló Herwood
–Quizá sea un poco de todo—afirme nerviosamente, más preocupado aun en que o quienes habitaban aquellos muros carcomidos por el tiempo.
Cada uno de los seis pilares tenía en su base un recipiente cóncavo (que me hizo recordar a las pilas de agua bendita en las iglesias católicas) llenas con lo que en un principio creímos piedras. Herwood, extendió la mano, tomando una de ellas. Lanzo un grito de júbilo.
–¡Eureka, amigos míos! —dijo mientras nos mostraba una gema traslucida de color verde—una esmeralda… y… ¡mirad!, por acá tenemos rubíes… y pepitas de oro…
–Y zafiros… y lapislázuli —comento Julián Baltazar que revisaba los pilares del otro extremo—, una verdadera fortuna.
No tuvimos tiempo en asimilar estas palabras. Una serie de gritos desgarradores provenientes de la entrada, en lo alto de la rampa, nos estremecieron. Eran Masón y Lewis que manoteaban y gritaban como unos poseídos.
–¡Eeeehhh! ¿Qué bicho raro les ha picado a esos dos?—grazno Andrews
–Alguno grande para armar todo este griterío… si tan solo se pusieran de acuerdo en hablar uno a la vez. —murmuro Julián
–¡Vamos!—grite, pensando que algo pasaba, mientras observábamos como las pequeñas figuras de Masón y Lewis bajaban por la rampa, gritando palabras como “salir a toda prisa” o “correr”.
–No creo que sea para tanto —gimió Herwood, concentrado en llenar su mochila con algunos puños de gemas preciosas. —venid, ayudadme con esta…
De pronto callo, como si un rayo lo fulminara, mientras su afable rostro se contrajo ante el frío toque de la muerte. Su boca solo dejo escapar un par de sonidos semejantes a gorgoteos agónicos.
Es aquí donde el verdadero terror hace su aparición. Mientras sus palabras se desvanecían en la pestilente bóveda, algunos miembros del equipo nos volvimos para ver por qué callaba tan repentinamente. La visión, tan extremadamente aterradora, hizo paralizar nuestros sentidos y más de uno temblamos, trastabillando.
El ente que ahora se hallaba frente a nosotros era causa justificada para que más de uno perdiera la cordura. No creo poder describirlo tan detalladamente, mis recuerdos son vagos a partir de estos momentos. Media metro y medio, y era de aspecto insectil, con una cabeza grande y cónica de la que brotaban dos largas antenas. Tenía un abdomen alargado, cilíndrico y de aspecto gomoso, lleno de estrías repugnantes y placas de cutícula que daban forma a un complejo exoesqueleto. Caminaba erguido, ayudado de sus dos poderosas patas traseras. Su figura me recordaba a las langostas de la familia de los acrídidos.
Herwood se encontraba tirado en el suelo, semiinconsciente, quizá debido al shock de visión tan abominable.
Jamás he sido un hombre de Dios y en más de una ocasión me he declarado un ateo confeso, a pesar de que fui criado en el seno de una familia católica. Pero en esta ocasión nada me impidió exclamar:
— ¡En el nombre de Dios!
Julián Baltazar y Andrew levantaron sus revólveres casi al unísono y cuando la criatura amenazo con saltarnos encima, lanzando un chillido, apretaron los gatillos. Una lluvia de balas atravesó su cuerpo alargado y pegajoso, supurando de él un líquido negruzco y maloliente. Cayó al suelo mientras sus innumerables extremidades se retorcían en todas direcciones.
La inmensa bóveda comenzó a llenarse de nuevos chillidos y en la penumbra pudimos apreciar que del sinfín de puertas y aberturas de los extremos salían extrañas figuras similares al monstruo abatido.
–¡Ayudad a Herwood!—grite fuera de si— Nos largamos de este lugar.
–¡A la salida, pronto! —Aulló Andrews mientras recargaba su revólver.
Corrimos enloquecidos por el centro de la alargada y gigantesca sala, disparando a las criaturas más osadas que intentaban cerrarnos el paso. De los altos ventanales, las grietas y demás oquedades comenzaron a emerger decenas… centenares…quizá miles de gigantescos insectos. Nos detuvimos a mitad de la rampa, donde Masón y Lewis ya nos esperaban con los rifles a punto. Con cara acartonada Lewis grazno.
–Estábamos equivocados, hemos descifrado algunos de los jeroglíficos. Este lugar en si nunca fue una ciudad… era utilizado como una prisión… la prisión de estas criaturas… una antigua plaga que tiene por objetivo la conquista del mundo.
–No podemos permitir que lleguen a la salida. —grito Masón con voz aguardentosa. Tan sobria como no recordaba haberla escuchado en toda mi vida.
–Parecen rápidas—Aullé, tratando de mantener la razón sobre la locura y el miedo.
–La entrada es estrecha, quizá podamos contenerlas ahí. —dijo Julián disparando.
–Imposible, tiene una altura de por lo menos siete metros y veo que pueden caminar por las paredes, como las cucarachas… ¡los muy malditos! —contesto Andrews.
–Entonces uno de nosotros tendrá que correr por el pasillo, cruzar la siguiente cámara y trepar hasta lo alto de la gigantesca escalera. Andrews, me ha parecido escucharte que tu mochila se encuentra repleta de cartuchos de dinamita. ¿Hay suficiente como para hacer volar la entrada y sepultar todo el maldito lugar?
Era Herwood el que hablaba, al parecer recuperado de la impresión, tan flemático, tan terriblemente sereno como no recordaba haberlo visto.
–Sí… claro, debe ser colocado a mitad del pasillo. La onda explosiva hará que centenares de toneladas de roca sellen la entrada.
–Entonces propongo a Mr. Ashcroft para tal empresa, es el más ágil y en forma de nosotros. El resto nos quedamos aquí para contener en lo posible a las criaturas. —dijo Herwood
–Estás loco—grite ofendido –eso sentencia al resto del grupo a una muerte segura, y en el final de los casos. Soy yo quien dirige esta expedición… un capitán debe hundirse con su nave.
–¡A la mierda con eso! Es que no te das cuenta que tendrás la mayor de las responsabilidades.
–¡Apoyo la propuesta! —gruño Andrews con frialdad— Mis hombres y yo nos quedamos.
Algunos de ellos gimieron lastimeramente y otros más lo miraron con rabia, pero no dijeron nada. Eran hombres leales.
–No hemos atravesado medio mundo para que nos tachen ahora por falta de valor. Creo hablar en nombre de Julián y mío de que también nos quedamos— dijo Carlos S. Maytorena.
–Yo también me quedo. —replico Masón
–¡Y yo! —contesto Lewis— Escuche Mr. Ashcroft, no puede dejarlos salir. Estos que vemos aquí son soldados adultos, y es, muy posible, que las cámaras subterráneas estén llenos de larvas y ninfas. Con suficiente comida en la superficie pueden llegar a formar colonias de millones. Incluso pudieran desarrollar el poder de volar, como las langostas comunes. Ahora no pueden hacerlo, pues sus alas parecen muy cortas.
La legión de seres insectoides se había detenido al inicio de la amplia rampa formando contingentes que alcanzaban –a simple cálculo y escasa visión- los tres mil individuos. Sus brazos alargados y deformes sostenían ahora lanzas, cuchillos triangulares, puntas de flecha, hachas con rebordes afilados y mazas antiguas. Sus alas, cortas y membranosas, de un color verdinegro producían un aleteo que enloquecía los sentidos. Algunos llevaban antorchas encendidas.
–La decisión está tomada por mayoría. Toma, necesitaras esto… si lo logras. —indico Herwood tendiéndome su mochila.
–Pero…
–Nada, olvídalo… lárgate ya… se han puesto en movimiento.
Tome una de las lámparas y la mochila de mi amigo, adentrándome por el estrecho y oscuro pasillo como un bólido. Herwood murmuro algo que ya no pude comprender, mientras Andrews distribuía a los hombres para hacer frente a un enemigo que los superaba en número. No sé cuánto vague por aquel oscuro pasadizo, pero debieron ser solo unos cuantos minutos, pues cuando logre alcanzar la cámara más pequeña, aun resonaban algunos disparos aislados y lo que a mi juicio parecía… un alarido. Seguí corriendo y cuando llegue a la base de la monstruosa escalera cuadrada, agudice el oído. Atrás, todo era silencio y oscuridad.
. . .
Andrews distribuyo a sus hombres con la pericia de un general, formando dos líneas compactas. La primera la conformaban Pumar, Fahim, Abdallah, Navil y Abdali; la segunda Wahid, Arshad, Hiresh y el propio Andrews. El flanco izquierdo seria protegido por Carlos S. Maytorena y Julián Baltasar, Masón y Lewis harían lo propio en el derecho. Herwood, menos experto con las armas, mas no en valor, fungiría como relevo.
–Disparad con cadencia muchachos, no erráis el tiro, cuando se les acaben las balas uno de la segunda fila lo cubrirá, mientras recarga. Cuando no tengamos más opción, lucharemos cuerpo a cuerpo. Usad sus bayonetas, espadas o cuchillos. No parecen demasiado fuertes, pero nos superan quinientos a uno.
La primera oleada no sobrepaso los cincuenta individuos, que se lanzaron a lo largo de la rampa en dos columnas, chillando y batiendo sus alas mientras el resto entonaba impíos cantos producidos por un aparato bucal lleno de palpos asquerosos y babeantes.
Solo media docena de entes lograron llegar hasta donde se encontraba la primera línea de hombres, pero fueron abatidos rápidamente.
Un ensordecedor chillido se elevó por todo el lugar y todo el ejército de insectoides se lanzó al ataque. Dos contingentes de ellos, uno a izquierda y otro a derecha treparon por los muros laterales para rodear al enemigo.
–¡Dios santo!—gritaron aterrados Herwood y Lewis.
–¡Fuego!—aulló Andrews—debemos ganar todo el tiempo que sea posible.
Cada hombre disparo a conciencia toda su carga. Incluso Herwood, en el paroxismo de su terror y ante la imposibilidad de recargar su Webley MK, lideró la lucha cuerpo a cuerpo.
–¡Muero como un caballero! — aulló Herwood blandiendo valientemente un largo machete, destrozando a los primeros entes que alcanzaban lo más alto de la rampa.
El resto de los hombres siguió su ejemplo, luchando en la vastedad de aquella sala antediluviana.
Pero la lucha era muy desigual y perdida desde un inicio, uno a uno, cada hombre fue abatido por la horda de seres.
Lord Herwood, mi amigo, fue atravesado por dos cortas lanzas, al tiempo que expulsaba un grito infrahumano. Trato de mantenerse en pie, pero el cuerpo no le respondió. Cayó al suelo cuan largo era. De su boca broto una bocanada de sangre mientras un velo negro empañaba cada vez más su visión. Con las últimas fuerzas pudo balbucear.
–Suerte amigo… lo… lo lament…
Exhalo un último aliento, justo cuando el dolor desaparecía de su cuerpo.
Había muerto.
. . .
Ahora me encontraba en una huida desesperada, sin barrera alguna entre aquellas entidades horrorosas y yo. Supe al instante que su siguiente paso consistía en escapar del enorme complejo y del sinfín de galerías subterráneas. Llevaban siglos esperando, durmiendo un sueño etéreo, suplicando a sus infames dioses por que algún estúpido –como yo- lograra abrir aquella tumba arcaica. Aquel maldito lugar, lleno de galerías, templos, cámaras, y nichos antiquísimos jamás habría sido habitado por nuestros primeros antepasados. ¡No! Aquel horror solo tenía un simple objetivo: hacer la función de una gigantesca cripta, una prisión que retuviera, en sus abominables pasajes, a toda una colonia de criaturas gigantes y dantescas… una plaga bíblica.
Pensar en tan infame y enloquecedor futuro me hizo recobrar nuevas fuerzas que yo mismo desconocía, brincando los escalones de tres en tres, hasta llegar a la mitad de la interminable escalera. Boqueando, trate de recuperar la respiración en un pequeño rellano plano, donde se encontraban un par de bancas de piedra caliza. Mire hacia el precipicio, rogando porque todo lo vivido no fuese otra cosa que una mala pasada de mis débiles funciones cerebrales. Al principio, por un largo minuto, todo fue oscuridad, pero, poco a poco, comenzó a distinguirse una débil luminosidad amarillenta que se abría camino, y supe al instante, que se trataba de aquella legión de antropofágicos entes. Rece mentalmente una plegaria por los hombres caídos y jure que, costase lo que costase, su muerte no resultaría en vano. Tenía una misión y muy poco tiempo. Reanude la marcha a una velocidad desesperada, sin importar que mi organismo reventara por un esfuerzo mayor al de mis posibilidades. Por un momento me vi tentado en arrojarme al insondable pozo y terminar con aquel martirio. Pensé <<que el mundo se las arregle como pueda>> Pero no lo hice. A medida que trepaba escalera tras escalera, llegaron a mis oídos una serie de tormentosos zumbidos que aumentaban a medida que la distancia entre ellos y yo se acortaba, lo que me obligo (sin vergüenza, admito) a lanzar un alarido que retumbo como un trueno por la fría y oscura tumba. Mi lámpara ferroviaria comenzó a reducir su luz hasta extinguirse por falta de combustible en la última parte del trayecto, dejándome en una penumbra que rayaba en la locura, obligándome a avanzar casi a gatas por los empinados escalones. ¿Qué más puedo decir de aquella pesadilla? llegar hasta lo más alto solo pudo ser logrado tras un esfuerzo
titánico y mental que hombre, en plenitud de facultades racionales no debe ni de imaginar. Ahora pude percibir el olor putrescente que se alzaba desde el pozo arcaico y decadente. Mire por ultimas vez hacia abajo y ruego a Dios porque me perdone algún día de tan terrible error. Los impíos seres se encontraban a unos tres niveles debajo de mí. Cientos o miles de ellos avanzaban veloces e implacables con antorchas entre sus garras, dando la forma a una gigantesca serpiente, que, en espiral se alzaba desde las profundidades del mismo Hades hasta la tierra del hombre, de las fieras, de la naturaleza o el mismo Dios. Sus duras y deformes alas, incapacitadas para volar, producían chirridos intensos y escalofriantes, como si se tratase de un himno de guerra o una sinfonía de triunfo. En pocos meses -con libertad y comida ilimitada- podían constituir colonias gigantescas de millones de individuos. Incluso, sin la capacidad de volar representaban una amenaza global mayor a la misma Peste Negra del siglo XIV, que pudiese llevar al ser humano a la extinción. Corrí a por la mochila de Andrews, extrayendo un cilindro que tome con manos temblorosas añadiéndole una mecha del carrete de aproximadamente un metro de largo. No tenía tiempo para más. Coloque nuevamente el cartucho en la mochila repleta de cilindros de cartón llenos de nitroglicerina, agradeciendo la manía de Andrews por tal cantidad de explosivos. Encendí nervioso un cerillo (que amenazo con apagarse), acercándolo a la mecha. Un chisporroteo me hizo lanzar un grito de alegría. Arrastre la pesada mochila hasta el centro del pasadizo, que alcanzaba los tres metros de altura por otros tres de ancho, justo cuando las primeras hordas de seres antediluvianos alcanzaban lo alto de las escalinatas.
Corrí como un loco, sabiendo que solo disponía de diez o doce segundos antes de que la mecha alcanzara el cilindro. El suave y asfixiante aire seco del desierto entraba como un bálsamo de esperanza por la boca de aquel mausoleo, que al inicio de nuestro descenso calificábamos de imponente y fantástico, y que ahora también podíamos agregarle los adjetivos de infernal y perverso. Un tenue resplandor dorado y las alargadas y deformes sombras de los pináculos más elevados me afirmaron que el día llegaba a su fin. Era el crepúsculo.
Alcance la salida y doble a la izquierda jadeante justo un segundo antes de que el estallido se produjera.
¡BROOOOOOM!
La explosión cimbro la meseta, que amenazo con venirse abajo mientras un alud de arena y piedras se desprendían por toda la ladera. La onda explosiva
vomito a través de la entrada una llamarada de fuego que se alargó casi diez metros. Mi cuerpo, lacerado y sangrante por los guijarros rodo varios metros hasta detenerse en el fondo de una pequeña hondonada. Intente incorporarme, pero la cabeza me daba vueltas. Un segundo después… perdía el conocimiento.
Desperté varias horas después, bajo un manto estrellado y limpio de nubarrones. La pálida luna, en su cuarto creciente bañaba una luz plateada por toda la zona que se me antojo celestial. La cabeza y el cuerpo me dolían y la boca me supo amarga y terriblemente seca. Me incorpore despacio, comprobando que, fuera de algunos golpes, me encontraba bien.
El relieve había cambiado. O al menos en una de las caras de la meseta así me lo pareció. Innumerables toneladas de roca cubrían la otrora entrada a aquel foso maldito y a sus aborrecibles criaturas. Una tumba honorable para tan valientes amigos medite.
Camine tambaleante hasta el campamento, empaque lo necesario para soportar un viaje de al menos cuatro días hasta el oasis más cercano, ya en la ruta utilizada por los beduinos o badawis (moradores del desierto). Tras amarrar a los animales, en una larga caravana, emprendí un penoso regreso a Londres, rogando porque ningún ser humano encontrara o escavara jamás en tan terrible lugar.
Omar Gómez González