Las tierras del abuelo Chano

La última vez que estuve en el rancho fue en semana santa, antes de que el abuelo Chano muriera.
Mi madre bajó la velocidad cuando rebasamos el señalamiento del Ejido Reparto Agrario, y aunque intentó evitarlo, la camioneta dio un tumbo al pasarle por encima a una piedra que estaba en la orilla de la brecha. En el estéreo ya no había señal del FM y después de una hora de carretera aún nos esperaban veinte minutos de terracería, descuidada tras las lluvias.

—¿Vamos a tener que dormir aquí? —pregunté a mi madre, pero ya sabía la respuesta.
—Como todos los años, mijo. Así que no estés chingando, ya estas peludo.

Giré la cabeza para ver por la ventanilla: Postes de luz torcidos, matorrales resecos, yucas desperdigadas hasta el horizonte y algunos huizaches delgados, se perfilaban contra el cielo gris que el frente frío empujaba por encima de la Sierra de Gomas. Cuando era niño, la oportunidad de ver a mis primos y pasar el fin de semana de vacaciones apedreando lagartijas o cortando chochas, me emocionaba. Pero ahora con diecisiete años y más interés en hacer videos de stop motion no me llamaban la atención las lagartijas, y tampoco pasar navidad emborrachándome hasta vomitar, como a mis primos.

El perfil de la casa del abuelo Chano apareció por encima de la loma: Vimos la noria vieja movida por el viento, la casa con tejado de dos aguas, la cisterna; y el automóvil de tío Octavio, estacionado a un lado de la camioneta que meses después de muerto el abuelo, seguía donde él la había dejado.

Cuando nos detuvimos junto al Corsa salí urgido por estirar las piernas. El suelo estaba húmedo y una ráfaga de aire helado me hizo subir el cierre de mi chamarra. Mi madre me apresuró para que la ayudara a bajar la olla del atole de guayaba, mientras ella cargaba los buñuelos. Caminamos hasta la entrada que como de costumbre estaba abierta.
—Pásale, mijo, pon la olla en la cocina —Tío Octavio era el hermano mayor de mi madre, ya tenía varias caguamas encima y la nariz más roja de lo que yo recordaba.

Por un instante esperé ver a mi abuelo sentado en el sillón de la sala como cada vez que iba, fumando con el ceño fruncido mientras leía el periódico, y con el sombrero de palmito puesto. Había sido un viejo flaco de casi noventa años, con la cara prieta por el sol, de bigote y cejas canosas y espesas, que siempre daba los buenos días o buenas noches, pero no te ayudaba a cargar ollas en navidad, porque eso era “trabajo de viejas”. Pero el sillón estaba tan vacío como el cenicero, mismo  que el abuelo había mantenido  atiborrado de colillas de cigarro en vida.

Esta sería la primera navidad sin el abuelo.

—¡Ándale, cabrona, me hicistes los buñuelos que me gustan! —El tío Octavio le dio un beso en la mejilla a su hermana.
—Son pa’ todos, puto, no nomás pa’ ti —le sonrió mientras fingía darle una zancadilla en la pierna.

La tía Juani estaba en la cocina terminando de hornear un pavo en la estufa que amenazaba con desarmarse. Mi tía tenía la misma edad que mi madre, pero yo no la recordaba tan avejentada. Tal vez la muerte de su suegro, le habían afectado más de lo que parecía. Al verme sonrió ámpliamente y sujetó la olla que yo llevaba para colocarla encima de una hornilla, antes de abrazarme. Mi tío era el segundo marido de Juani y sus hijos de un matrimonio anterior, que a veces nos habían acompañado en Navidad, no iban a venir este año, pero no pregunté porqué.

A pesar de estar en la cocina con el horno prendido, la casa se sentía muy fría. Al final de su vida, el abuelo siempre estaba quejándose de esa frialdad. Cada una de las cuatro recámaras tenía un brasero de hierro, que hasta su muerte él encendía cada noche para mantener la casa templada. Cuando entré a una de las recámaras para acostarme un rato, noté que aunque la tía Juani los había limpiado, tenían restos de ese carbón que mi abuelo disfrutaba ver convertidos en brasas naranjas, y que desde la oscuridad me habían provisto de calor a la hora de dormir, pero también de miedo: Claramente recordé a mi primo Pancho diciéndome varias navidades atrás, que si nos dormíamos el monóxido de carbón nos mataría.

¿Qué historia contaba la tía Juani acerca de una bruja que guardaba sus ojos y sus piernas en un brasero, para hacerle creer a su esposo que era lisiada, cuando en la noche se los ponía para salir a chuparse niños y maridos ajenos? Historias de rancho, de los que a mi abuelo no le gustaba que se contaran porque eran “para espantar pendejos”.

Del otro lado del pasillo, la puerta de la recámara del abuelo estaba cerrada. Me puse de pie para husmear. El tío Octavio heredó la casa. Se habían mudado a ella desde hacía varias semanas, pero era imposible no notar que la habitación del abuelo había pasado meses cerrada. Abrí la puerta y noté un ligero olor a moho mezclado con el tufo de cigarro, el espejo de cuerpo completo cubierto con una sábana, y la ausencia de los pequeños desordenes que nos dicen que alguien aún pasa sus días ahí: la colcha arrugada, el “libro vaquero” sobre el buró, una cortina descorrida o un par de huaraches dejados al pie de la cama. No había nada de eso. Y aun así sentí que el viejo iba a entrar en cualquier momento, agarrándose la hebilla del cinturón amenazador, y mascullando entre dientes y cigarro un “sáquese a la chingada”.

Recordé que el abuelo Chano siempre parecía molesto, y ni muerto pudieron los funerarios suavizar las arrugas de su frente, dando una impresión de disgusto por estar metido en un ataúd durante el velorio. Un breve escalofrío me erizó los vellos de la nuca y preferí salir y distraerme con el teléfono celular.

Poco después, llegaron el tío Erasmo junto con la tía Mary. Mis primos no nos acompañarían ese año y mis tíos no dieron más explicaciones. A solicitud de mi madre, ayudé a la tía Juani a poner platos y cubiertos en la mesa del comedor, donde me quedé sentado mientras mis tíos bebían cerveza en la sala.
—Ora sí te sientas en el sillón de papá, jijuelachingada —la risa del tío Erasmo resonó forzada por toda la casa.
—Me siento donde se me hinche la gana porque es mi casa, puto. Por cierto, me llamó Juancho. Yo creo que si le voy a aceptar la oferta.
—Pues… —el tono del tío Erasmo cambió para volverse más serio—. Yo creo que no deberías vender. No es lo que papá quería. Piénsalo bien…
—Ya lo pensé y vendérsela a Juancho es la mejor opción —aunque su nariz roja pareciera decir lo contrario, sonaba sereno y sobrio.

Tío Erasmo se encogió de hombros, molesto. Después se puso de pie y fue a la cocina a elogiar el aroma del pavo de su cuñada, mientras Octavio se terminada de un largo trago la cerveza, como si lo dicho le hubiera costado toda su saliva y aliento. Giró los ojos hacia mí, y me señaló con el envase vacío: Ponla en el cartón, mijo. Cuando entré a la cocina, el tío Erasmo salió hacia la cochera, donde mi madre fumaba con tía Mary y me quedé de pie delante de la tía Juani, quien estaba meneando la olla del ponche con un cucharón. Me miró de nuevo con sus ojos cansados y esbozó una sonrisa.
—¿Quieres que te ayude en algo, tía? —ella asintió y después de apagarle a la lumbre, se sentó en la mesa de la cocina y me acercó una bolsa de nueces, para que le ayudara a pelarlas. Ella miró por la ventana de la cocina hacia la parcela. La noche era negra y las estrellas estaban ocultas por el denso manto de nubes. Las rachas de viento mecían ligeramente las ramas del nogal cercano a la ventana.

Juani murmuró algo entre dientes que no terminé de entender y suspiró. Luego alzó la vista y me miró —¿No tienes frio, mijo?
Yo utilizaba un mazo de cocina para abrirlas, ella lo hacía presionando fuertemente dos nueces una contra otra en su puño, hasta quebrar la más débil, para después sacarles los corazones.
—La verdad sí, tía. No recuerdo que la casa estuviera tan fría, ni cuando nos tocó la navidad con la helada, el abuelo siempre tenía leña para los braseros.
—A mí no me gusta esta casa, mijo. Ni a tu tío, por eso la quiere vender. Y es mejor así. Tenemos aquí varias semanas y…
Juani se interrumpió cuando su cuñado entró a la cocina de nuevo. El tío Erasmo se veía molesto y sostenía un cigarro a medio terminar en la mano. Sacó una cerveza de una hielera y después de destaparla con su llavero, miró a la tía Juani: Habla con Tavo. No quiere entender razones. Este rancho puede ser productivo de nuevo, si le invierten.
—Nosotros también pensábamos eso. Pero el pozo está seco y la tierra muy agotada. Juan tiene sus terrenos aquí pegado y…
—¡Mi papá nunca le hubiera aceptado un quinto a ese cabrón! Entren en razón: mira, yo te ofrezco más que Juan. Puedo pedir un préstamo, tengo amigos en el banco. Habla con tu marido.
El tío Erasmo se dio la vuelta y salió de la cocina dándole un trago a la cerveza. La tía Juani tenía los ojos húmedos y preocupados.

La tía me miró y dio un suspiro. Se secó el sudor que perlaba su frente y pómulos con el delantal y se sacudió las manos antes de elegir dos nueces más: Ay, mijo… tu tío no sabe porque nunca venía acá. Yo sé que Don Chano no quería venderle a su vecino, por lo que pasó con su papá y el abuelo de Juan.
Dos nueces crujieron con fuerza en la mano temblorosa de Juani, cuando abrió el puño, estaban fracturadas profundamente de lado a lado.
—Tu mamá a lo mejor no te dijo pero… fue después de la revolución. Tu bisabuelo se hizo de palabras con aquel señor, por los límites del rancho. Los dos querían estar cerca del agostadero. Eso acabó muy mal… eran otros tiempos, la gente siempre andaba brava y hacía locuras cuando se enojaba…

Mi madre entró en la cocina con gesto cansado y tomó una cerveza. Ya que Juani se había callado cuando entró, le dirigió una mirada seca.
—Díselo. Mi abuelo, Don Rogaciano ahorcó a Don Manuel, el abuelo del Juancho, en esta misma parcela, para quedársela. Es historia vieja, eso ya está enterrado. Pero por mí que Tavo la venda, a mí me da chingo de hueva manejar hasta acá de todas maneras —. Había resentimiento en la voz de mi madre. ¿Qué le había dejado el abuelo? Un poco de dinero, nada más. La navidad aún no empezaba y yo ya me quería regresar a mi casa. Envidié un poco a mis primos, que seguramente estarían pasándola mejor, jugando videojuegos o tomando, y sin la tensión que sus padres estaban acumulando aquí.

Cuando hubo suficientes nueces, la tía Juani se puso de pie, abrió el horno para revisar el pavo y lo apagó. Me dejó solo en la cocina excusándose para ir a cambiarse.

El olor de la cena, del ponche caliente en la hornilla y de los romeritos de tía Mari, me abrieron el apetito. Iba a servirme una taza de atole de guayaba, cuando una rama del nogal golpeó con fuerza la ventana de la cocina. El sobresalto me hizo derramar el atole del cucharón en la superficie de la estufa, causando un siseo breve, similar al de un gato enojado. El viento helado arreciaba y había condensación dentro de la venta, gotas que formaban caras humanas deformes, unas adoloridas, otras furiosas. Del otro lado de la ventana, pude distinguir la silueta del viejo sabino gordo, del que tantas veces nos habíamos columpiado de niños, y cuyo ancho tronco sostenía ramas nudosas que el viento movía, como si luchara por desprenderse del suelo para salir huyendo de la tierra en disputa. Di un sorbo descuidado al atole. Me escaldé la lengua y eso me sacó de aquellos pensamientos. Sentí repentinamente que no quería estar solo. Hacía frío. Octavio, Erasmo y Mari estaban fumando en silencio y bebiendo, mirando hacia la brecha. Octavio volteó a verme y me señaló con la botella a medias: ¿Quieres una cheve, mijo?
—No, tío, gracias.
—Pregúntale al güey a ver que piensa —intervino Tío Erasmo—. A ver, mijo, una opinión porque tú ya casi eres mayor de edad y eres parte de la familia: Yo le estoy ofreciendo a tu tío que le compro el rancho. En efectivo, nomás que me espere dos semanas. Le ofrezco más de lo que el pinche Juan le quiere dar. ¿A poco no es negocio? ¿Tú que dirías?

Dejé de mirar al tío Erasmo y voltee a ver a su hermano por lo bajo. Octavio me miraba, serio, pero sin reproches. Igual que su esposa, me dio la impresión de que sus arrugas  y ojeras se le habían acentuado desde la última vez que lo vi. Y aunque siempre había sido aficionado a la bebida, lo recordaba como esos borrachos que siempre cuentan chistes y se ríen escandalosamente, no como ahora, que me parecía extrañamente deprimido.
—Pues no sé, tío… a mí me gusta el rancho… pero pues… no sé… —respondí vagamente. Octavio me sonrió brevemente antes de darle otro sorbo a la botella. Volví a sentir frío y metí una mano al bolsillo de la chamarra antes de apurar de un trago el atole, que rápidamente había perdido su calor.
—Yo creo que mejor ya nos metemos, ya se vino el frío —la tía Mari sonrió de manera forzada y acomodándose el cabello debajo de la gorra de lana, pasó delante de nosotros y entró por la puerta principal. Seguí a la esposa del tío Octavio y miré la hora en el reloj de pared: apenas eran las ocho de la noche. Pero al parecer, la casa había olvidado por completo que alguna vez hubiera sido de día o que la estufa la hubiera calentado. Me sorprendí al sentir una ráfaga helada y exhalar vaho al respirar, cuando pasé por delante de la sala.

La mesa del comedor era de madera gruesa y la silla del abuelo era la única que tenía brazos. Era para ocho personas, pero este año solamente un nieto y dos nueras acompañarían a los hijos de Don Chano. El tío Octavio se acomodó a la derecha de la cabecera, dejando el asiento del abuelo desocupado.
—¿No te sientas en el lugar de papá en la mesa pero si en la sala?  —Erasmo no lo dijo con el más mínimo tono de estar jugando.
—Si quieres siéntate tú —fue la breve respuesta que recibió.
—¡No, cómo crees! Si es TÚ casa, ¿no?

La Tía Juani se secó las manos en el vestido y encendió el cirio que estaba al centro de la mesa, el mismo que cada navidad acompañaba la celebración.
—Antes de cenar, vamos a hacer una oración, por favor. Gracias Padre, que nos amaste tanto que… —la vela se apagó al instante. Todos miramos el pabilo negro del que se desprendía un delgado hilillo vertical de humo. Juani lo encendió de nuevo y volvió a empezar, cerrando los ojos esta vez, con la voz ligeramente temblorosa. Las mismas manos que podían cascar nueces, ahora estaban aferradas una contra la otra, con tal fuerza que temí se rompiera los dedos. La vela se había vuelto a apagar, pero la concentración de la tía, me hizo pensar que estaba rezando para que se encendiera sola a fuerza de su fe.

Un desganado “amén” dio por concluido el rezo. Octavio estaba bebiendo su cerveza sin respirar, como urgido por terminársela. Con los platos servidos, empezamos a cenar en silencio. El pavo estaba tibio y el arroz un poco más frío, a pesar de que estaban recién salidos de la estufa. El tío Erasmo maldijo entre dientes y su esposa se apresuró a ofrecerle calentarle el plato, a lo que él respondió con un seco “Así déjalo”.

La cena transcurrió prácticamente en silencio, hasta que el tío Erasmo se puso de pie y alzó su botella de cerveza: Bueno yo quiero brindar.
La tía Mari apretó los dientes, mirando fijamente a su plato. El tío Octavio miró a su hermano de reojo.
—Antes que nada —continuó el tío Erasmo—, por la familia. Por mi cuñadita que cocina bien rico, por mi hermana menor y su hijo, y por mi hermanito mayor, aunque esté bien pendejo. ¡Salud!
Un “salud” tenue salió de la boca de mi madre y su cuñada. Octavio y Juani siguieron callados.
—¡Ah! —siguió— ¡Y salud por mi señor padre! ¡Que Dios lo tenga en su santa gloria!

La puerta de la entrada se abrió de golpe, azotándose contra el muro, empujada por una ráfaga helada. Sentí en la cara el arañazo de los granos de tierra seca que el viento había levantado. La botella vacía de Octavio se volcó sobre la mesa y las ventanas vibraron con el empuje del aire. Juani se levantó presurosa a cerrar, asegurándose de poner la aldaba mientras murmuraba nerviosamente una oración.

Las luces eléctricas parpadearon, probablemente porque el viento estaba agitando los cables. Entonces se fue la luz, y en la inmediata oscuridad, busqué asustado la mano de mi madre, sentada junto a mí.

El relincho de un caballo se escuchó claramente, como venido del potrero cerca del sabino. El animal reclamaba, adolorido. En la penumbra, vi la silueta del tío Octavio ponerse de pie, seguido por su mujer. Chocó con algunas sillas y maldijo. El viento que cimbraba los vidrios de las ventanas y el escandaloso rumor de las ramas de los árboles, me recordó el sonido del mar. Pero entre el arrastrarse de las hojas, también escuchamos el quejido ahogado de una voz ronca, que suplicaba casi sin fuerza y sin aliento. Mi madre se puso de pie y la seguí en la oscuridad, alrededor del trinchador, golpeándome el pie. Perfilados contra la ventana de la cocina, vi a tío Octavio y Mari, paralizados. Yo también me quedé helado, junto a mi madre, cuando vimos hacia afuera.

A varios metros de la casa, el sabino gordo resistía el embate del viento, y al pie de él un caballo echaba las ancas atrás, retrocediendo. Su jinete sostenía una riata drapeada al pomo de la silla de montar, con la que estaba levantando por el cuello a alguien flaco, de sombrero de palmito, que escupió un cigarro junto con un sollozo suplicante. El ejecutor usaba sombrero de ala ancha, y cuando el caballo reculó y dejó colgando a su víctima, me di cuenta que había junto a él otro cuerpo colgado, el de un hombre robusto que se agitaba, agonizando sin terminar de morirse. Cuando los dos ejecutados estaban a la misma altura, pataleando, sofocados sin que les llegara el final, el jinete oscuro giró la cabeza y nos miró. Tenía los ojos naranjas y brillantes: eran brasas de carbón encendidas por un rencor que no se iba a consumir nunca. Escuché la voz de la tía Juani, rezando en voz muy alta para acallar los gemidos de los colgados y los relinchos agudos que llevaba el viento: “…¡Santo es su nombre, y su misericordia llega de generación en generación, a los que le temen…!” Cerré los ojos y mi madre me abrazó. La tía siguió rezando, a voz en cuello, mientras el eco de las voces de los fantasmas se desvanecía, ahogados por el crujir de ramas y el rumor de las hojas.

Armado de valor, Tío Octavio alzó su voz aguardentosa y quebrada por el llanto —¿Quieres el rancho, cabrón? ¡Te lo regalo! ¡Pero te lo quedas con esa aparición, que vas a ver en tu ventana cada tantas noches, aunque no vivas aquí! ¡A’i donde el ánima de Manuel cuelga a Rogaciano y a papá, a’i también te estará esperando un espacio pa’ colgarte cuando te mueras!

 

Abraham Martínez

Un comentario sobre “Las tierras del abuelo Chano

  1. Exelente, cuento que transporta al rancho a la casa y logra trasmitir las emociones y sientimientos de cada uno , y el mejor de los finales en la misma historia de todas las familias que pelean por las propiedades me
    Gusto mucho felicidades

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