Llegas a la arena preparado. No quieres pasar a los vestidores. Aún falta cerca de una hora para que empiece a llegar la gente. Los asientos vacíos se ven enfermos, a algunos ni se les notan los números; piensas que deberían darles una manita de pintura y de barniz para que estén bien, como antes, cuando los señores venían de traje y las señoras bien arregladas, igual de léperas que ahora, pero más elegantes.
Nunca te quedas tanto rato afuera del vestidor, no te dejas contagiar de la tristeza que trasmina la arena vacía. Pero hoy es la función especial de Navidad y no te da la gana de entrar a los vestidores. Hace casi treinta años que no venías un veinticinco de diciembre, desde lo de Sangre India.
—Ojalá todos fueran tan puntuales como el Güero —decía don Salvador.
Los demás te hacían bromas por ser el consentido del patrón. Ese día llegaste temprano, como siempre, pero no fuiste el primero. Cuando entraste al vestidor ya estaba ahí Sangre India, sentado sobre la banca de azulejo, su maleta abierta en el piso. El muchacho parecía rezar, dejó de hacerlo al notar tu presencia. Le tocaba salir a la segunda lucha, faltaba un buen rato para que subiera al ring, pero él no quería perderse la llegada de todos, especialmente de los estelares; además, te platicó, prefería estar en la arena que solo en su cuartito; no tenía con quién pasar esas fechas; su familia vivía en La Piedad, Michoacán. Te saludó con afecto, tal vez recordando el día que le invitaste unas flautas y un tepache al oír su rechinar de tripas. Se las pasan negras estos muchachos que vienen de fuera, pensaste. A él le había ido bien en comparación con otros novatos, pero enviaba casi toda su paga a La Piedad. A don Salvador le gustaba la entrega del muchacho, los lances suicidas; mantenía al joven con mucha chamba, aunque de preliminar, abriendo las funciones, hasta ese día en que muchos no quisieron trabajar para estar con los suyos. Sangre India se apuntó inmediatamente. Don Salvador dio órdenes de que lo programaran en la segunda lucha, en relevos sencillos. El nombre quedó en tinta roja, “Sangre India”, en las paredes de todo el barrio de la Merced.
Aquel día estabas alegre; hoy no querías venir, pero el patrón te lo pidió especialmente. La empresa se quedó sin réferis para esta función: dos de ellos enfermos por el frío decembrino, otro había pedido permiso desde antes. Sólo estuvieron libres tú y uno más. No quisiste quedar mal con el patrón, intentaste ignorar tu desasosiego. Eres el único elemento de la empresa que estuvo ahí la noche de Sangre India. Los demás se han ido retirando del ambiente o de este mundo. Sólo tú has durado tanto. Ninguno de los que les tocó vivir esa noche buscaba trabajar en las funciones especiales de Navidad, decían que el espíritu del gladiador muerto venía a la arena cada año, y que ellos, los que compartieron ese momento, podían sentirlo. No crees en fantasmas, pero recordar al muchacho te engarrota el alma.
Sangre India estaba muy serio. Le preguntaste si extrañaba a su familia y respondió que no, aunque no te miró a los ojos y la voz se le rajó. Cambiaste tu ropa de calle por los pantalones bien planchados, la camisa blanca, el moño y los zapatos negros. Él iba con ropa deportiva. Sacó de la maleta casi ritualmente las mallas rojas, las botas y butargas negras, un montón de vendas y un carrete de cinta adhesiva. Mientras se vestía para luchar, te platicó del pozole que iba a preparar su mamá con el dinero que él había enviado, de los regalos de Día de Reyes para sus hermanos. Aunque se hacía el duro, le dolía no compartir esas fechas con ellos.
—Ya será el otro año —–comentaste—, ahorita don Chava te está levantando y hay que joderle, mano; ya cuando tengas más cartel pides permiso.
—El otro año… ¿usté cree, Güero?
—Sí.
No mentías. De verdad luchaba bien y dejaba los riñones en los entrenamientos. Seguro que al siguiente año ya estaría en las luchas especiales. Otros con menos carisma y aptitudes lo habían logrado, sólo era cosa de necearle. Se lo dijiste y se entusiasmó. Te prometió que esa noche iba a dejar todo en el ring. Por eso no quieres entrar al vestidor hoy. No quieres recordar los ánimos que le diste. Los bríos excesivos con que subió al cuadrilátero.
En la tercera caída, nada más lo viste salir entre las cuerdas como misil, en uno de esos vuelos que fascinaban al público. A lo mejor iba demasiado rápido y no lo recibieron bien. A lo mejor se pasó por arriba de su compañero. Lo que sí es que esa noche le tocaba. La muerte fue quién acogió ese lance.
La gente gritó, pero ahí no hubo sorpresas, siempre gritaban. Seguiste supervisando las acciones de los otros gladiadores sobre el cuadrlátero hasta que el comisionado te indicó desde abajo lo que sucedía. Ya habían llamado al médico del ring. El combate se detuvo. Sangre India no reaccionaba. Trajeron la camilla. Alcanzaste a ver cómo se lo llevaban: ojos cerrados, la melena oscura encrespada entre sudores y sangre, él balbuceaba algo que no escuchaste, aunque estás seguro que decía “el otro año”. El aficionado sentado en la butaca donde el luchador se estrelló limpiaba la sangre con su programa de mano.
—Ire, Güero —te había dicho Sangre India mientras te enseñaba la media hoja de papel revolución unos minutos antes—, ¿no se ve a todo dar mi nombre en rojo?
Dicen que se fracturó el cráneo. No quisiste entrar a los vestidores. Sólo sabes que refereaste dos encuentros más en una arena muda antes de que el micrófono del anunciador se balanceara sobre el encordado como una campana luctuosa.
No hubo otro año para el muchacho.
Un leve sonido dentro de los vestidores te indica que de nuevo alguien ha llegado antes que tú. Seguramente un novato que no quiere perderse un instante de este día que para él es tan especial. No quieres que la historia se repita. Piensas en Sangre India, no te despediste de él esa última vez. Se veía triste. Lo invitaste a cenar pozole en tu casa al término de la función para que no estuviera solo esa Navidad. Aceptó de inmediato.
El ruido del vestidor semeja una voz que reza, la misma oración que aquella noche, tal vez la misma voz… Mejor te vas. Ya luego aclararás las cosas con el patrón. Por eso no querías trabajar en las funciones del veinticinco.
Abres la puerta que da a la calle. El sol de la tarde te agrede y te sustrae por completo de la arena vacía.
—¿Qué pasó, mi Güero, a dónde? —pregunta el encargado de la entrada.
—Me siento mal, ahí le dices al patrón.
Nota tu palidez. Se ofrece a ir por medicina, pero sabes que no es eso lo que necesitas. Te despides. Vas al restorancito donde eres cliente.
—Aprendan al Güero —viene a tu memoria la voz del patrón—, cuarenta años en la empresa y siempre es el primero en llegar a la arena.
No siempre, piensas antes de pedir dos pozoles.
Dan Lee