Puntos de luz

Con la llegada de la noche comenzó a nevar. Los caminos que conducían a Hagen se fueron cubriendo poco a poco de un manto blanco. Por la radio el locutor de la estación local les recomendó a los vecinos que permanecieran en casa, encendieran la chimenea, prepararan una taza de chocolate y mantuvieran la sintonía. Anunció una suite para piano y orquesta interpretada por la banda municipal de Rostock y dijo que al regreso hablaría con el capitán Werner, una de las principales figuras políticas del lugar, alguien que hablaría de modo claro sobre los objetivos de la guerra y los pronósticos económicos, políticos y sociales, una vez que la nación triunfara tras la toma de Moscú.

La baronesa apagó la radio, dijo en voz baja que lo más probable era que Moscú no se rindiera, que la nevada durara toda la noche y que la cena que había preparado para los tres oficiales de las Waffen-SS que estaban de paso en la ciudad, se enfriara de modo irremediable. Caminó hasta el salón, encendió la lámpara y se mantuvo junto a la ventana viendo caer la nieve a través de las luces amarillas que custodiaban la carretera principal; esperando lo peor (o algo parecido a lo peor).

Tomó uno de los libros en la mesita de centro. Era el primer tomo de cuatro volúmenes de botánica que detallaban la vida de las algas, el modo de reproducirse y los beneficios que entraña su existencia para el equilibrio del entorno marino. En las primeras cuartillas se hablaba del autor, un tal Bernabé Santelices, un biólogo de Antofagasta que era especialista en el campo de la ficología, un hombre que había dedicado toda su vida al estudio de las algas.

Leyó un par de páginas y lo echó a un lado. Tuvo la idea de caminar hasta el despacho, pero se mantuvo sobre el butacón mirando hacia afuera, intentando hallar una causa lógica por la cual su marido estuviera interesado en la botánica.

Al rato sonó el teléfono. Del otro lado el barón le decía que en Berlín no había nevado aún pero según la prensa el tiempo podría empeorar de un momento a otro, los trámites eran más difíciles de lo que él había imaginado y tardaría otro día más en tenerlo todo listo. No podía regresar a Hagen hasta dejar los documentos en orden.

—No debiste dejarme sola —dijo la baronesa—. Sabes que llegará esta noche.
—¿Tienes lista la cena, tienes preparado el tributo?
—No debiste dejarme sola —repitió la mujer.

El hombre colgó el teléfono y comenzó a prepararse para tomar un baño. El tiempo prometía ponerse peor, y si comenzaba a nevar, no habría dios que lo obligara a entrar en la bañera.

La chica de la cocina interrumpió los pensamientos de la baronesa para decirle que ya la cena estaba lista.
—Es probable que bajo esta nevada no vengan mis invitados —dijo la baronesa y miró hacia afuera, entre las luces amarillas comenzaría a perfilarse la presencia: cada año, sobre el manto blanco, como un aviso promisorio, se marcarían las pesadas huellas.
—Si lo desea puedo servirle. El asado quedó muy bueno.
—Voy a esperar un rato más, los oficiales alemanes son gente muy seria a quienes les incomoda no cumplir con lo que prometen. Quizás lleguen dentro de un rato.
—Quizás —dijo la chica de la cocina.

El barón sacó de su maleta de viaje una camisa limpia, unos calcetines negros y un pañuelo de cuadros azules. Se vistió despacio frente al espejo. Miró la hora en su reloj de pulsera, tomó el abrigo, la bufanda, y bajó hacia la calle.

La baronesa oyó el sonido de un auto que se detuvo frente a su puerta. Se asomó a la ventana y vio a tres hombres que con paso apurado caminaban hacia el portal. Miró a la chica de la cocina y le dijo que abriera de inmediato. “Justo a tiempo”, pensó.
Los oficiales pidieron disculpas por el retraso. La baronesa les dijo que no debían preocuparse, el tiempo allá afuera era terrible, el gesto de haber venido ya era halago suficiente.
La chica de la cocina tomó las chaquetas y las colgó de una percha junto a la puerta.
—Siéntense acá, cerca de la chimenea. ¿Quieren algo de beber? Tengo whisky, vino, brandy…
—Es difícil conseguir whisky en estos tiempos —la interrumpió un oficial de amplio bigote y cejas tupidas.
—Mi marido lo trae de Berlín. Tiene buenos amigos, amigos con recursos.
—Pues eso, pónganos una copa de whisky, si nos permite el atrevimiento —dijo el más joven de los oficiales.
—No faltaba más, yo misma se los sirvo.

Los oficiales se quitaron los guantes y se los extendieron a la chica que, solicita, esperaba en una esquina de la sala. Todos vestían el uniforme de gala y sus medallas, al calor de la chimenea, parecían puntos de luz. La baronesa trajo las copas y quiso saber de las impresiones que tenían los oficiales sobre Hagen, del tiempo que permanecerían allí, de sus anécdotas sobre la guerra. El oficial de pelo engominado respondió a cada una de las preguntas. Contó anécdotas personales y ajenas. Le confesó sus propias impresiones y le dijo que sin dudas la victoria sería para Alemania.
La velada prometía ser encantadora. La baronesa asentía a cada comentario, servía el whisky con verdadera elegancia y esperaba el momento justo para decirles que ya podrían pasar al comedor; esperaba el instante perfecto para ofrecer el tributo. La chica de la cocina aprovechó unos segundos de silencio para, con prudencia, hacer una pregunta.
—¿Es cierto que llegará a la ciudad un cargamento de judíos?
El oficial del amplio bigote dijo que en los campos de concentración no cabía uno más. El gobernador de Hagen se había comprometido a sostenerlos un par de días, el tiempo suficiente para hacer espacio en los campos y poder trasladarlos hacia allá.
—Es algo que nos preocupa —dijo el oficial del pelo engominado—, acá no hay dónde ponerlos y en el tren no se pueden quedar. Las vías deben estar libres.
—Seguro que encontrarán una solución —incitó la chica.
—Así será —dijo el oficial joven y la miró con morbidez.

El barón repasó varias veces la dirección, encontró la calle, el edificio, la puerta, y su amigo lo recibió con una amplia sonrisa y un abrazo efusivo.
—No te perdono que hayas decidido hospedarte en un hotel —le dijo Heinrich—. Acá tengo una habitación disponible. Esos lugares, desde que comenzó la guerra, han empeorado de modo fatal.
—Pensé que este viaje sería cuestión de una noche, pero las cosas siempre se complican.
Después de las preguntas y respuestas de cortesía, pasaron a la mesa, a la botella de vino y el asado de cordero.
—Los negocios no andan bien —dijo el barón después de limpiarse los labios con una servilleta.
—Acá nada está bien. Hay que esperar que termine la guerra. Si Alemania sale victoriosa, nadaremos en oro.
La visita del barón a Berlín estaba precedida por la buena impresión que le había causado a uno de los intendentes del Tercer Reich su último libro publicado. El título era Biología de la democracia, un ensayo acerca de los estudios de un científico cubano, un tal Alberto Lamar Schweyer. El intendente le envió una carta al barón felicitándolo, le dijo incluso que era un libro muy importante para las artes de la guerra, para las artimañas de la política y que, si el Führer tuviera la oportunidad de leerlo, de seguro orientaría hacer una edición millonaria para distribuirlo entre los alemanes.
El barón le contestó la carta, agradeció la correspondencia, le pidió que de ser posible le enviara un ejemplar al Führer, aunque imaginó que el líder debería estar muy ocupado planeando la toma de Moscú como para invertir el tiempo en leerse un ensayo, y le reveló varias ideas que le habían surgido a partir de las lecturas de algunos libros de botánica, varias ideas que de ponerse en práctica serían significativas para la guerra en la que el país estaba inmerso.
—Esto es algo de lo mejor que se hace en Berlín —dijo Heinrich mientras cortaba una cuña grande de pastel de arándanos.
El barón lo probó y le dijo que estaba en lo cierto, el pastel era magnífico. Comieron despacio, saboreando cada cucharada. Afuera había comenzado a nevar. El tiempo empeoró de modo repentino y para cuando se sentaron en la sala a saborear un trago de brandy como digestivo, ya resultaba prácticamente imposible salir a la calle.

El barón miró la hora en su reloj de pulsera, faltaba poco para ofrecer el tributo, pensó que no debió haber dejado sola a su esposa. “Si no logra hacerlo, todo será un desastre”. Imaginó la fuerza del viento, las pesadas huellas en la nieve, las manchas de sangre en la pared.
—Es mejor que te quedes aquí —dijo Heinrich—. Mañana puedes ir al hotel por tus cosas. Antes de marcharte te voy a regalar una botella de whisky.
El barón dijo que debía levantarse temprano para asistir a una entrevista. Tenía que pasar antes por su habitación para recoger varios apuntes y un libro de botánica.
Al rato se fueron a dormir. La nevada aún persistía.

La chica de la cocina sacó del horno la última pierna de cordero que, hasta esa tarde, quedaba como reserva en el refrigerador. La colocó sobre una bandeja al centro de la mesa y dispuso un cuchillo para que alguno de los oficiales hiciera el honor de cortarla. El del pelo engominado se ofreció. Dijo que de niño había pasado largas temporadas en Rumanía, en una casa de campo que tenían sus tíos paternos, estaba entrenado en matar cabras, colgar reses y cortar todo tipo de carnes.
La baronesa dijo que uno de los sueños de su marido era combatir en la guerra, ganarse grados y medallas tan brillantes como aquellas que ostentaban los invitados; pero la diabetes, unida a la hipertensión, a los cólicos y a las crisis de hemorroides, lo habían inhabilitado. Después del dictamen médico se deprimió mucho y ha hecho de todo para combatir desde otro frente.

La chica de la cocina llevó los platos sucios hasta el fregadero. La baronesa advirtió que aún quedaba whisky en la botella. Les sirvió un último trago a los oficiales y caminaron hacia la sala. Afuera persistía la nieve. Los caminos a esa hora de la noche ya debían estar cerrados.
—Es mejor que se queden aquí —dijo la baronesa—. Tengo dos habitaciones libres. Con un tiempo tan malo no podrán regresar.
—No se nos está permitido ausentarnos del cuartel durante toda la noche —dijo el oficial del bigote amplio y las cejas tupidas—. Debemos estar presentes por si llega el cargamento de judíos.
—Mira hacia afuera —dijo el oficial joven—, bajo esta nevada el auto no vendrá a buscarnos. Que Werner se las arregle como pueda. Es probable que los judíos no lleguen hasta mañana.
—El joven tiene razón —dijo la baronesa y le hizo una seña a la chica de la cocina para que buscara sábanas limpias, preparaba las dos habitaciones y dejara abiertas, como al descuido, la ventana del comedor y la puerta trasera.

Al rato comenzaron a oírse algunos ruidos en el patio. La baronesa dijo que no tenían de qué preocuparse: “es la nieve que cae desde el techo, siempre es así en diciembre”, anunció que estaba cansada y que se iría a la cama.
Podía sentir de modo leve la fetidez, la presencia deambulando en los pasillos.

El oficial del amplio bigote y el del pelo engominado hicieron lo mismo. Le desearon buenas noches y una vez en el cuarto, pusieron sobre la mesita junto a la cama, bajo la escasa claridad de la lámpara del techo, sus puntos de luz.
El oficial joven se quedó un rato más en la sala para oír la radio. La chica de la cocina terminaba de limpiar los platos y los cubiertos. Sacudió la mesa, alineó las sillas, se lavó las manos y le preguntó al oficial si podía tomar junto a él una copa de whisky. Hablaron un rato sobre la toma de Moscú, el fin de la guerra. El oficial dijo que lo peor de la guerra era la soledad, que se imaginara por un instante a un montón de soldados sobre las trincheras, con la vista en el horizonte y la mente puesta sobre la fija imagen de una mujer. La chica levantó su copa, se tomó el trago de un tirón y dijo que regresaría en un momento. Caminó hacia la cocina. El oficial de las Waffen-SS sonrió por un instante, sólo por un instante; alcanzó a sentir el hedor, la frialdad en la espalda, la sangre caliente brotando de su garganta.

El barón les mostró una carta a los soldados que custodiaban la puerta del cuartel. Dijo que tenía una cita importante con el intendente. Estos buscaron su nombre en la lista y le pidieron que esperara al interior de la sala. El hombre aprovechó el tiempo de espera para repasar sus notas y leer algunos fragmentos del libro de Bernabé Santelices. Hojeó los capítulos donde se describen las algas de Europa, China y Japón. Concentró todo su interés en un acápite dedicado a la tipología de las algas que habitan en el mar Caribe. El autor había descubierto en las costas de República Dominicana una nueva especie a la que le puso su nombre: Gelidium bernabel. Este tipo de alga tenía facultades asombrosas, como la de encenderse por las noches, en una determinada época del año, con una fluorescencia entre blanca y amarilla. Las costas de Dominicana, sobre los meses de noviembre y diciembre, se colmaban de diminutos puntos de luz.
En un viaje posterior descubrió en las costas de Cuba otro tipo de algas nunca visto. La llamó Petrohua bernabei. Después de los estudios en laboratorio y algún que otro accidente, descubrió que con la unión de ambas se obtenía un producto altamente nocivo, incluso mortal, siempre y cuando fueran justas las proporciones.

Un secretario se acercó al barón y le dijo que lo acompañara. Después de algunas puertas llegaron a la oficina del intendente. El barón quiso saludarlo con un gesto militar pero el hombre se le adelantó, le estrechó la mano y le pidió que tomara asiento.
—Es un gusto recibirlo. He leído sus cartas y cada una de sus notas —el hombre puso sobre la mesa los apuntes que el propio barón había escrito—, he enviado para Cuba a dos oficiales de las Allgemeinen-SS, a un botánico de la Universidad de Heidelberg y a dos soldados. He recibido llamadas diarias y los planes marchan a la perfección.
—¿Encontraron a Bernabé? —preguntó el barón.
—No. Al parecer se dio por vencido. Esas algas lo único que producen es la muerte.
El hombre le extendió al barón algunas hojas.
—Según los cálculos que usted mismo hizo, la transportación y el procesamiento de las algas resulta mucho más económico que esos gastos enormes en gas. Ya no tenemos dónde meter a tanta gente. La solución que usted nos ha dado es perfecta.
El barón sacó de su cuaderno de apuntes algunas notas sobre el correcto procesamiento y las proporciones. Luego le entregó, envuelto en papel de regalo, el primer ejemplar de un libro titulado “Las algas como aliciente de la nación”.
—Si todo sale según lo previsto —anunció—, este ejemplar podría convertirse en un documento histórico.
—Por supuesto —dijo el intendente y lo guardó en una de las gavetas de su despacho. Luego extrajo un sobre—. Aquí tiene algunos documentos que acreditan su servicio y un poco de dinero, que en estos tiempos de guerra siempre hace falta —le hizo una seña al secretario.
Este salió por una puerta secundaria del despacho y regresó al instante con una pequeña caja en las manos.
—Póngase de pie.
El intendente abrió la caja, sacó una pequeña medalla plateada y la colgó del abrigo del barón.
—No olvide su boleto —le dijo luego—, le hemos hecho una reservación en primera clase, el tren rápido sale dentro de dos horas.
El barón se despidió, esta vez con un saludo militar, y salió a la calle. En su pecho brillaba la medalla como un punto de luz.

El teléfono de la baronesa sonó justo a las seis y treinta de la mañana. Del otro lado del aparato el capitán Werner pedía hablar de inmediato con el oficial del pelo engominado.
—No se encuentran —dijo la baronesa—, han marchado anoche, justo después de la cena.
—Esos idiotas se deben haber perdido por el camino.
—Les ofrecí alojamiento —aclaró la baronesa—, pero se negaron rotundamente.
—¡Esos inútiles! —bramó el capitán— ¡Deben salir de inmediato para uno de los puertos en el mar Báltico!
—¿El mar Báltico?
—Sí, baronesa, disculpe mi furia, hace cuatro días llegó a Santiago de Cuba un barco lleno de refugiados. El gobierno no le permitió la entrada. Al contrario, colocó al mando a dos oficiales de las Allgemeinen-SS, a un botánico de la Universidad de Heidelberg y a dos soldados alemanes. Lo enviaron para acá con un cargamento de algas.
—¿De algas?
—Sí, de algas.
—¿Y vienen judíos en ese barco?
—Creo que los judíos han muerto por el camino. No le quito más tiempo, tengo que salir personalmente a encontrar a esos perdidos hijos del demonio —y colgó el teléfono.

La baronesa se acercó a una de las ventanas en la sala, suspiró aliviada, pensando en los terribles pactos de navidad, en las nefastas consecuencias de la guerra, en la importancia de conservar un título nobiliario; se sumió en tales cavilaciones en medio de tanta nieve, mientras su marido viajaba a ciento veinte kilómetros por hora, la chica de la cocina limpiaba con fuerza las manchas de sangre en el suelo y la pared.

Y el vapor Virginia rumbo a las costas del Mar Báltico, después de haber servido para la cena un puré de papas verdoso y brillante, iba dejando una estela de cadáveres fluorescentes como señales lumínicas sobre el océano.

 

Yonnier Torres Rodríguez

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