Recorrí con las yemas de los dedos la textura de las plantas artificiales. Se veían fabulosas en el corredor, mucho mejor que las orgánicas; aunque ese aroma sintético me hizo sentir que mi hogar estaba perdiendo su esencia.
Una vez más pensé que quizá no había sido buena idea traer a Miyumi a vivir aquí.
—¿Por qué cambiaste los geranios? —le pregunté.
—Porque los anteriores se marchitaban, generaban basura y requerían de cuidados. Los que yo elegí son mejores desde un punto de vista decorativo y también funcional —me respondió con su adorable voz desde la cocina.
—¿Y qué hiciste con los otros?
—No se preocupe por ellos, muy pronto serán biomasa.
Me encogí de hombros, me daba igual lo que ella hiciera con las plantas. Al fin y al cabo cualquier objeto que comprara se volvía un inminente triunfo estético. “Había que dejar fluir esa creatividad simulada”, era el acuerdo más importante con la compañía.
Al principio me agradó que Miyumi embelleciera mis espacios con presupuesto ilimitado; pero luego noté que colmaba las cosas de una armonía tan perfecta que me resultaba exasperante. Supuse que cualquier decorador habría advertido la fría lógica de un algoritmo complejo detrás de toda esa elegancia. Estaba claro que habían dejado de gustarme sus arreglos, empezaba a extrañar esa calidez humana de la creatividad genuina. Puede ser que hasta echara de menos al propio desorden.
Caminé a lo largo del pasillo. Me consoló la idea del poco tiempo que faltaba para que todo terminara. Había que probar la versión beta de Miyumi unos días más, se la llevarían para hacerle los últimos ajustes y después venderla por millones. Era cierto que ya existían incontables ayudantes domésticos en el mercado, pero sólo ella era capaz de adornar una residencia de acuerdo a cualquier estilo concebido por la humanidad. Se pronosticaba un éxito rotundo.
Llegué a la cocina y me sonrió desde la estufa solar. Abrí el refrigerador para servirme un vaso de leche y escuché un clap-clap a mis espaldas. Me volví para encontrar uno de esos pet-bots minimalistas que parodiaba en plástico blanco a una mascota auténtica.
—Así que te compraste un compañero, ¿eh? Qué bueno que usas el dinero de la empresa y no el mío—, bromeé. Ella dejó escapar su risita inocente.
—No se trata de mi compañero, es la nueva mascota para el hogar. Los pet-bots son más económicos que un gato viviente. Además no hacen ruido, no estropean los muebles y no dejan la casa llena de pelusas.
La sangre se me fue hasta los pies. Mi mano temblorosa cerró despacio la puerta del refrigerador y encaré a ese maniquí que me preparaba crepas mientras silbaba una tierna melodía.
—Dime por favor qué hiciste con el gato —le hablé esforzándome por guardar la compostura.
—Detecto que su estado de ánimo está sufriendo un cambio brusco. Permítame poner algo de música suave para que se tranquilice un poco.
—Sólo quiero que me digas dónde pusiste a mi gato.
—¿Prefiere bossa-nova o algo de jazz?
—¡Que me digas dónde está mi gato o te arranco la cabeza, idiota!
No pude más. La tomé de los hombros escuálidos y la empujé contra la estufa solar. Su mejilla derecha, su brazo y su costado burbujearon sobre los páneles incandescentes. Sin dejar de sonreír se enderezó con cuidado, se acomodó el delantal y se dirigió a mí con la misma voz dulce y cariñosa que me puso de nervios desde el primer día.
—No hay razón para alterarse. Estoy programada para modificar este lugar en cualquier aspecto: lograr que sea más eficiente, más bello, mejorarlo. Lo que hice fue lo correcto con base en mi lógica.
—Con base en tú lógica… —le dije—. Entonces, si por ti fuera mandarías traer un monigote de “los tuyos” porque son “más eficientes”, ¡y me cambiarías por él!
Ella me dedicó su más hermosa sonrisa de quinceañera, que contrastaba horriblemente con las quemaduras de su rostro. Mi reflejo quedó inmóvil en esos ojos atroces, tan vacíos…
Perla Saldívar Analís