La niebla roja

La luz del alba se reflejó en las altas cúpulas de Illak-Thanoth y una niebla delgada como los ropajes de las vírgenes del Templo de la Gran Madre se alzó lentamente al cielo, lleno del melodioso canto del pájaro-arcoíris. Alcime fue despertado por los rayos del sol que entraron por su ventana y la escena que contempló al mirar a través de ella llenó su alma de belleza. Sonriendo, mientras daba gracias a la Gran Madre, tomó entre sus dedos su arco de cuerdas, y la belleza que el paisaje tras la ventana le regalaba emanó de sus dedos y de su arco en forma de una hermosa melodía que armonizó en contrapunto con las dulces notas del pájaro-arcoíris, que seguía con su canto sobre los enormes árboles frutales mecidos suavemente al viento.
Alcime era el músico principal del rey de Illak-Thanoth, Urzimnath II El Sabio. El reinado de Urzimnath II era el más esplendoroso que Illak-Thanoth había tenido desde los lejanos días de la segunda dinastía, que había dado a la ciudad gloria y renombre tras vencer y expulsar a los terribles Yharik, el pueblo caníbal con piel de lagarto que asolara en eras ya olvidadas los bosques de Illak-Thanoth.

Gloria del mundo y orgullo de los hombres era la gran Illak-Thanoth, con palacios de oro y plata, alzando al cielo enormes torres coronadas de áureas y argentinas cúpulas, incrustadas hábil y estéticamente de zafiros y rubíes. Y su gente paseaba alegre por sus calles junto a mercaderes y comerciantes, músicos y poetas; los primeros, cubriendo las necesidades del cuerpo, los segundos, cubriendo las necesidades del alma. Dicha y belleza reinaban en Illak-Thanoth, fuera de día o de noche. Dicha y belleza cada día y cada noche, excepto esta noche: la Noche Roja.

La melodía dejó de fluir de los dedos y el alma de Alcime y a su mente volvió el recuerdo de la Noche Roja. La horrible noche que no recordaba haber presenciado, pero de la cuál le contaban sus abuelos cuando era niño como si fueran cuentos infantiles para que se metiera a dormir. Ya adulto, descubrió que eran historias reales del horror que se abatía sobre Illak-Thanoth cada veinte años. Nadie hablaba abiertamente de la Noche Roja, aunque toda la ciudad sabía de su realidad. Cada dos décadas bajaba del monte Antharik-Moloch al final del crepúsculo la Niebla Roja. Esta Niebla, se decía, tenía un oscuro origen que se remontaba a la magia de los antiguos amos de la Tierra, antes de que el ser humano saliera arrastrándose del Lago de la Vida.
Anteriormente, la Tierra tuvo como amos a unos seres llegados de las estrellas hacía eones, que decidieron hundirse en las profundidades de mares y montañas ante la oleada de seres humanos tras su emersión del Lago de la Vida. Pero, aun después de todo ese tiempo, las criaturas seguían ahí tomando de vez en cuando, directamente o a través de su magia, lo que necesitaban de la superficie incluyendo seres humanos para sus terribles ritos y celebraciones.
Así era como cada veinte años una Niebla Roja bajaba del monte Antharik-Moloch y se llevaba con ella a cinco niños, cinco ancianos, cinco jóvenes y cinco doncellas. Nadie sabía a quién se llevaría; podía ser cualquiera. Ricos y humildes, príncipes y artesanos, vírgenes y amantes… nadie era discriminado por la Niebla Roja. Los habitantes de Illak-Thanoth se habían acostumbrado a este terrible suceso casi como si fuera una tradición, pidiendo cada familia a la Gran Madre para que la Niebla Roja no se llevara a uno de los suyos.

Esa noche, todos debían resguardarse en sus casas, pero más por instinto que por efectividad, pues ningún resguardo podía evitar la entrada de la Niebla Roja que envolvía a sus víctimas y las hacía desaparecer por medio de una magia desconocida. Nunca volvían a ver a los desaparecidos sino como estatuas de piedra que llenaban el terrible monte Antharik-Moloch, como si de un mausoleo conmemorativo se tratase. Cómo terminaban las desafortunadas víctimas de la Niebla Roja convertidas en estatuas de piedra, nadie lo sabía. Las gentes de Illak-Thanoth sólo sabían que los antiguos amos necesitaban a los seres humanos para los ritos que practicaban en las ocultas profundidades del monte Antharik-Moloch. Si las estatuas eran sólo eso o los cuerpos de los infortunados elegidos, tampoco lo sabía nadie. Nada podían hacer los habitantes de Illak-Thanoth al respecto, más que pensar en ello lo menos posible y disfrutar de la temporada de paz y dicha que se prolongaba por veinte años, hasta que la Niebla Roja bajaba a la ciudad como un monstruo devorador de cuerpos y almas humanas. Nada más había que hacer. O a eso se había acostumbrado la gente, hasta que el joven Alcime decidió que las cosas no podían seguir así.

Cuando Alcime era niño, con apenas cuatro años, la Niebla Roja descendió del terrible monte Antharik-Moloch como hacía cada dos décadas y lo envolvió como hacía con todas sus víctimas; su padre se cubrió el rostro, su madre empezó a llorar con gritos que avisaron a sus vecinos que uno de los suyos había sido elegido por la Niebla Roja. Pero los gritos se transformaron en un asombrado silencio cuando el pequeño Alcime, dormido en su cama, no sufrió ninguna alteración. Sin embargo la terrible Niebla hizo presa de Theseida, su hermana gemela, a quién se llevó a cambio de Alcime. Al final, la Niebla Roja desapareció, como hacía cada vez que terminaba con su horrida tarea. Alcime recordaba a Theseida como en un sueño, pero con un cariño real, aunque no recordaba nada de cómo la Niebla Roja lo había envuelto inútilmente y se había llevado a su hermana gemela en su lugar. Los padres de Alcime no contaron nada de esto a nadie, hasta que su madre en su lecho de muerte se lo reveló a Alcime. Alcime había sido protegido por la Gran Madre de la Niebla Roja.
Esa no fue la única vez que la protección de la Gran Madre sobre Alcime sorprendió a quienes lo rodeaban. En muchas ocasiones en que cualquier otro mortal habría encontrado la muerte, el joven salió sano y salvo de cada una, por lo cual fue creciendo en el corazón de Alcime la idea de que la Gran Madre lo había elegido para un destino especial que debía cumplir antes de morir.
Así fue como, al amparo de la Gran Madre, Alcime decidió que su destino era acabar con la terrible Noche Roja que representaba el horror de su amada ciudad de Illak-Thanoth.

Esta noche la Niebla descendería, pero Alcime no se escondería dentro de su hogar temiendo ser elegido para el rito de los antiguos amos. Se había preparado por muchos años y esta noche enfrentaría él solo a la Niebla Roja, y únicamente con un arma: su arco de cuerdas.
Alcime había leído los antiguos y pre-humanos Manuscritos Pnakóticos y escuchado a los ancianos poseedores del Saber de los Padres Zbanarianos, y rompiendo el tabú de la Niebla Roja que dominaba la mente de su ciudad, aprendió todo cuanto sobre ella se sabía.

Los Antiguos Amos deseaban retomar su dominio sobre la superficie de la Tierra; pero ya habituados a las profundidades no podían volver a sus antiguos dominios, por lo que requerían cuerpos humanos para transformar los suyos propios y regresar nuevamente a la superficie. Los conseguían a través de la Niebla Roja. El alma, le dijeron los sabios, tiene una conexión invisible pero poderosa con el cuerpo aun desprendida de este, siempre y cuando el alma no haya pasado al plano que le corresponde y se mantuviera en esta tierra; una vez el alma se marcha al mundo al que deben ir todas las almas tras el sueño de la muerte, el cuerpo no es más que un cascarón que vuelve a la tierra de la que vino. Por tanto, los Antiguos Amos mantenían a las almas de sus infortunados elegidos en un sueño sin sueños dentro de las esculturas de piedra en el monte Antharik-Moloch. Así podían usar los cuerpos de las aprisionadas almas para transformarse y regresar al mundo que un día dominaron. Los Antiguos Amos exudarían un día del monte Antharik-Moloch en una horda que retomaría la tierra que en otro tiempo habían poseído, convirtiendo al hombre en un esclavo de sus necesidades, ritos y caprichos. Nadie podía hacer frente a la Niebla Roja, pero había una leyenda, según la cual un protegido de la Gran Madre podría hacerle frente, en la única oportunidad que Illak-Thanoth y la humanidad tenían para acabar con esta amenaza. Si este héroe lograba acabar con la Niebla Roja, el plan de los Antiguos Amos se vería frustrado y todas sus víctimas regresarían al mundo del que fueron arrebatadas en cuerpo y alma.
Esto último dio al joven Alcime aun más impulso y esperanza de acabar con la Niebla Roja, pues si salía victorioso de la peligrosa hazaña que se proponía podría traer de vuelta a su hermana Theseida. La dulce compañera de juegos que la Niebla Roja le arrebató cuando eran apenas unos niños, y a quien recordaba como en sueños, pero con un cariño especial que el pasar de los años no había arrancado de su corazón.

La resolución del héroe era firme y, ahora que la Noche Roja se acercaba, esperaría a la Niebla con resolución para enfrentarla con su única arma pero que, estaba seguro, con la bendición de la Gran Madre, sería suficiente para hacer frente al Horror Escarlata. El arma: su arco de cuerdas.
Los pergaminos, tablillas y palabras de los sabios concordaban en que la música era un regalo de los hijos de la Gran Madre a los hombres y encerraba, además de belleza, un poder ilimitado con el cuál enfrentar el mayor de los peligros y amenazas, aun a la Niebla Roja. No cualquiera conocía este poder, y eran aun menos aquellos capaces de practicarlo, pero un alma resuelta y la bendición de la Gran Madre podían convertir a la música en un terrible y maravilloso poder capaz de salvar a los hombres de males por otros medios invencibles.

Alcime, con el alma resuelta y sintiendo la mano de la Gran Madre bendiciendo su empresa, esperó sentado junto a su ventana, con la vista del bello paisaje frente a sus ojos, la imagen del terrible monte Antharik-Moloch en su mente y el onírico recuerdo de Theseida en su corazón. Alcime ayunó y oró a la Gran Madre durante todo el día, con el arco de cuerdas entre sus manos. La tarea que se proponía no era fácil, y de fallar podía encontrar la muerte, o algo peor: que su alma fuera encerrada, despierta, en una estatua que coronaría el monte Antahrik-Moloch como venganza de los Antiguos Amos y muestra de las consecuencias del atrevimiento de los hombres al enfrentarlos. Sea como fuere, Alcime estaba decidido a hacer frente a los Antiguos Amos y su Muerte Roja.
El sol se ocultó en el horizonte y cuando Alcime alzó la vista al cielo, por la ventana de su recámara vio la primera estrella de la noche: el anuncio de la llegada de la Niebla Roja.

Las calles de Illak-Thanoth estaban vacías, con sus gentes: obreros y nobles, hombres y mujeres, adultos y niños, escondidos y temblando en el poco útil resguardo de sus moradas. Y fue entonces cuando la Niebla Rojo cubrió con un manto sangriento las calles de Illak-Thanoth. Alcime bajó, decidido, hasta llegar a la puerta que daba a las calles de la ciudad. Su corazón latía con fuerza y en su mente mantenía el recuerdo de los arcanos secretos de la música que había aprendido en los viejos escritos y de los labios de los sabios, junto a otros secretos que le fueron dados en su corazón por la Gran Madre, a lo largo de los años, desde que su padre le diera su pequeño arco de cuerdas el día antes de que la Niebla Roja se llevara a Theseida. Theseida. El nombre de su pequeña hermana, perdida y dormida en estos momentos en una estatua de piedra, despertó en él un deseo aun mayor de acabar con la Muerte Roja que se abatía sobre la gloriosa Illak-Thanoth, llevándose a hermanas e hijos, madres y amigos, abuelos y recién nacidos. Alcime sintió en su pecho la responsabilidad de terminar con el dolor y la muerte que la Niebla dejaba tras de sí en los corazones de Illak-Thanoth, por más que sus gentes ocultaran con sonrisas el pesar que no podían erradicar de sus almas.

La Niebla Roja había llegado a Illak-Thanoth, y el héroe Alcime estaba ahí para enfrentarla.

La mecánica y ciega Niebla se extendió para penetrar en los atemorizados hogares de la infeliz ciudad, y Alcime con una última plegaria a la Gran Madre brotando de sus labios, alzó su arco de cuerdas y comenzó a tocar la melodía a la que había dedicado toda su juventud para este único e irrepetible momento. La Niebla, como el joven esperaba, se detuvo, silenciosa y se fue reuniendo poco a poco, comprimiéndose frente al héroe y tomando una consistencia cada vez más material, de un profundo color rojo sangre. El joven no dejó de tocar a pesar del miedo que comenzó a producirle la forma que la Niebla estaba tomando. En su mente Alcime contrarrestó el miedo con el recuerdo de su querida hermana, atrapada dentro de una estatua en un sueño sin sueños.
La gente de los alrededores, al escuchar la melodía de Alcime, fueron atraídos por un encanto que les hizo olvidar el peligro de la Niebla Roja. Era una melodía indescriptible como nunca habían escuchado, llena de belleza y poder.
La gente salió, y contempló asombrada la sorprendente batalla que tenían frente a ellos: Alcime, músico principal del rey Urzimnath II, con su pequeño arco de cuerdas y frente a él un horrible y repugnante amasijo de un color escarlata que era la antítesis de la melodía que el joven interpretaba sin cesar.
Esa repulsiva masa se iba achicando más y más; pero al contrario de su reducción de tamaño, su apariencia se tornaba cada vez más insufrible, al punto que la gente de Illak-Thanoth que la presenciaban tuvieron que cerrar los ojos para no enloquecer.
El joven Alcime, aun cuando tenía una idea de lo que sucedería, sintió que el miedo lo asfixiaba al contemplar el horror sin nombre que ante sus ojos tomaba una forma sin forma. El color de la cosa, lo último que los testigos vieron antes de cubrir sus horrorizados ojos, era uno como nunca antes se había visto en el mundo sano y normal; fue un color que más adelante llamaron “Horror”. El color del horror.

Quizás lo único que salvó a la gente de la locura fue la dulce y enérgica melodía que fluía de los dedos de Alcime y su pequeño arco de cuerdas. No dejaba de interpretar frente a la cosa color “Horror”, que se convulsionaba a su alrededor con un sonido de arrastrar en el lodo, pero sin poder tocar al héroe.
Alcime, cubiertas sus manos y frente de un helado sudor, interpretó las últimas notas de su melodía y la cosa sin nombre que se retorcía a su alrededor rompió su silencio y lanzó un terrible rugido que fue seguido del sonido de una explosión.
La gente, que seguía con sus ojos cerrados, se cubrió los oídos, hasta que sólo se escuchó el lejano eco de la explosión, disipándose hasta dejar las calles de Illak-Thanoth envueltas en un silencio total.

Finalmente destaparon sus oídos y abrieron los ojos y encontraron al joven Alcime tirado, casi inconsciente, con su arco de cuerdas a un lado y frente a él, un objeto de lo más extraño: una pequeña esfera metálica del tamaño del fruto de la vid, pero de un color negro tan profundo como el de los cielos nocturnos sin luna y sin estrellas. Algunas sacerdotisas de la Gran Madre fueron por un cofre de electro y metieron ahí la extraña esfera, mientras la gente se acercaba al joven que mostraba en su rostro las señales de la muerte cercana. Prefirieron no moverlo pero pusieron una almohada bajo su cabeza y le agradecieron la invaluable hazaña que acababa de realizar.

La noche dio paso al alba y en el horizonte, junto a los rayos del sol, las gentes de Illak-Thanoth contemplaron asombrados la llegada de un incalculable número de personas, unas conocidas, otras desconocidas, pero con rostros y ropas familiares. Habían descendido del monte Antharik-Moloch: hombres y mujeres, niños y ancianos, jóvenes con bebés en brazos; todos sorprendidos y sin poder explicarse la forma en que habían escapado de la Niebla Roja que se los había llevado, según ellos, apenas esa misma noche.

El héroe Alcime rodeado de gente, respirando pesadamente y sintiendo el abrazo de la muerte cada vez más fuerte, distinguió entre los recién llegados a una pequeña niña de unos cuatro años, recordada como en sueños. Sonriendo y con el arco de cuerdas en una de sus manos llamó a la pequeña Theseida, que sin reconocerlo se acercó hasta el joven y se inclinó hacia él. Alcime besó la frente de la niña y le dio su arco, tras lo cual expiró su último aliento. La niña, desconcertada, se alejó abrazando el pequeño arco de cuerdas contra su pecho, sintiendo un inexplicable pesar por el joven que yacía dormido y sin moverse, detrás de ella.

Y la Niebla Roja no volvió a asolar a la gloriosa y mil veces bendita ciudad de Illak-Thanoth.

 

Jorge Sánchez

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