El gris pasado

—Anda, Irael, acompáñame. Sólo será un momento —pidió Arodi a su hermano mayor.
—Ve con Itio y déjame dormir, Arodi —exclamó el mayor adormilado.
—Es que justo es Itio el que no quiere ir solo… y yo tampoco.
Irael no se pudo resistir a la cara compungida de su hermanito. Se levantó de la hamaca en donde había estado tomando la siesta al igual que los adultos e hizo una seña al jaguar que había estado durmiendo debajo. De mediano tamaño al igual que él, Clío era para Irael lo que Itio era para su hermano, más un compañero que una mascota.

Los tres viajeros cruzaron pues entre los enormes árboles de la selva hasta que pudieron escuchar, aun entre el constante zumbido de los insectos, el maullido quejumbroso del cachorro jaguar. Itio hacía aspavientos de querer entrar por un enorme agujero dentro de la montaña que aparentemente se había abierto hace poco por alguno de los temblores; pero justo antes de entrar el cachorro se echaba para atrás de nuevo. Al ver llegar a los dos humanos y a su congénere se emocionó, corrió hacia ellos.
—Itio dejó caer allí dentro la pelota que le hice hace unos días —explicó Arodi, acariciando al pequeño felino—. Queremos recuperarla.
—Los dos son unos cachorros —se quejó Irael—. Vamos, Clío, salvemos a los pequeños para poder volver a dormir.

Clío alzó la cabeza con suficiencia e inició el camino dentro de la misteriosa cueva. Arodi infló las mejillas en señal de molestia pero siguió a su hermano con Itio muy pegado a sus piernas.

Algunos metros más adelante la luz se desvanecía por completo, por lo que tuvieron que regresar sobre sus pasos para poder improvisar un par de antorchas. Al volver se percataron de que dentro de la cueva el suelo y las paredes eran de una piedra totalmente lisa y muy dura, el túnel se iba adentrando en la tierra aunque la pendiente no era muy inclinada. Todo gris opaco y húmedo.

—Sólo un poco más, Arodi, si no la encontramos volveremos antes de que esto se ponga peligroso… —había comenzado Irael hasta que llegaron a una gran estancia cuadrada.
Itio descubrió la pelota en una esquina y comenzó a correr hacia ella pero Irael se quedó en su lugar, observando todo a su alrededor. Había en las paredes lo que parecían grabados, pero eran demasiado nítidos, demasiado reales en algunos aspectos pero muy irreales en otros, muy extraños en general.
.—Quien dibujó esto no sabía dibujar, mira su piel y su cabello, son muy claros como si estuvieran hechos de arena en lugar de humano —susurró el hermano mayor.
—Tienes razón, Irael —exclamó Arodi observando por encima de su hombro—. Y tampoco dibujó a los compañeros de esos humanos.
—Ni siquiera supo dibujar las montañas, míralas, todas cuadradas y grises, y esos lagos cuadrados tan cercanos ¿Has visto alguna vez algo así?
—Nunca… —Arodi lo pensó un poco—, aunque eso explicaría porqué los  enterraron aquí, la persona que los hizo se avergonzó de que no sabía dibujar y prefirió dejarlos aquí.
—Sí, quizá tengas razón… aunque hay algo más, no me gustan esas imágenes, parecen muy… grises. —comentó Irael sin encontrar en una mejor palabras para describirlo.
—Ninguno parece realmente feliz —concordó Arodi.

Levantó del suelo otro grabado, este parecía hecho sobre una hoja muy blanca y lisa que no permitía ver ni jugar con ningún relieve. Ni Irael podía distinguir de qué planta era esa hoja pero no les gustaba. En el grabado aparecían las mismas personas grises y tristes entre las montañas de lagos cuadrados, con cielos grises y nubes negras, incluso aparecía la sombra de un gran árbol totalmente negro al fondo.

—Lo mejor será que nos vayamos de aquí ¿Encontró ya Itio su pelota?

En respuesta, el cachorro ronroneó junto a ellos con la pelota en el hocico. Con tal afirmación los hermanos comenzaron a buscar la salida, por algunos momentos temieron no encontrarla, pero de nuevo Clío abrió el camino y los guió de regreso a su mundo fresco y colorido; un mundo lleno de frutas dulces y carne jugosa, un mundo de paz y equilibrio en el que en realidad nunca se estaba solo o desamparado pues cada humano tenía a un compañero que lo quería y lo acompañaba durante toda su vida.

Los hermanos contaron a los adultos su temible aventura pero éstos creyeron que no eran más que exageraciones y los dibujos de algún chiquillo de la zona.

A los pocos días un nuevo temblor volvió a cerrar la entrada de aquella “cueva” que se había abierto sólo unos pocos días antes; y el pasado volvió a quedar enterrado donde era mejor que permaneciera para siempre y que no perturbara con su gris esterilidad el verde presente que se le ofrecía a la humanidad.

 

Laurent Goldsmith

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