La venganza.

Un día de octubre Samuel despertó con una horrible resaca, había bebido mucho la noche anterior. Se quedó dormido y ya era más que tarde para irse a trabajar. Se metió a tomar un baño tratando de quitarse ese olor a cerveza que emanaba de su cuerpo. Treinta y cinco años, delgado, con apariencia cadavérica, palidez extraña, malhumorado y para colmo, poseía unas ojeras muy marcadas producto de sus constantes borracheras.
Trabajaba como mesero en un restaurante. Poseía título universitario pero debido a su alcoholismo nunca pudo encontrar un empleo mejor. Había conseguido ese trabajo porque el dueño era su amigo desde la infancia.
Al salir de la ducha le gritó a Adela, su esposa, reclamándole por no haberlo despertado y la arrojó contra la pared. Se aproximó hacia la puerta “como alma que lleva el diablo”. En su camino dejó caer un retrato que estaba en una mesita de la sala, sólo se escuchó el estrellar del cristal sobre el piso. No se detuvo para recogerlo, abrió la puerta y salió rumbo a su trabajo.

El restaurante estaba a pocas calles de ahí. Mientras caminaba, maldecía todo a su paso. Antes de llegar un gato negro se atravesó en su camino. Samuel traía tanto coraje que le dio una fuerte patada. El gato soltó un horrible alarido de dolor, a cambio él esbozó una carcajada triunfante.

Ese día, Samuel atendió las mesas como siempre, no hubo nada espectacular en las propinas. Estaba a punto de irse cuando el jefe lo reprendió por su llegada tarde y el aliento alcohólico. Otro día que llegara así no se le permitiría trabajar. A él poco le importó, salió de ahí dispuesto a premiarse con una botella de tequila. Llegó a casa y su esposa le pidió dinero para comprar algo de comer, ya que la despensa estaba vacía. Ella y Samuelito, su hijo, tenían hambre. Él, a regañadientes, sacó un billete de veinte pesos de la cartera. Adela le dijo que no le alcanzaba para nada, que otra vez tendría que ir a trabajar con la vecina vendiendo tacos para tener algo que comer. Samuelito lloró al ver a sus padres peleando. Su mamá lo tomó en sus brazos y lo arropó en su cama, prometiéndole que cuando regresara iba a encontrar mucha comida en el refrigerador. El niño tenía tres años, una sonrisa angelical, era delgado y poseía una estatura menor a la normal debido a su mala alimentación. Era la razón de vivir de Adela, pero Samuel siempre lo consideró una carga, la razón de su desdicha, ya que fue producto de un “domingo siete”. El niño, después de algunos minutos, se quedó dormido.

Samuel estuvo horas bebiendo, cuando se terminó la botella fue a la cocina a buscar algo más para beber. Escuchó ruidos en la estancia y le sorprendió ver el refrigerador abierto. No podía creer lo que estaba viendo: ¡había un gato negro en su cocina! Tomó una escoba y golpeó al minino todo lo que quiso. Cuando el gato ya no pudo moverse, Samuel buscó en la alacena una botella de vodka que había dejado a la mitad y se dirigió hacia la sala para seguir bebiendo; lo hizo hasta quedarse profundamente dormido.

Gritos desesperados de su esposa lo despertaron. Se levantó del sillón y se dirigió hacia donde estaba su mujer. Quedó inmóvil cuando la vio tirada en el piso de la cocina aferrada al cuerpo de Samuelito que estaba cubierto de sangre. Samuel no había matado a escobazos a un gato, había matado a su propio hijo. Se acercó al cuerpo del niño, vio su carita toda golpeada, lloró como nunca. No le cabía en su cabeza cómo lo había confundido con un gato.

Cuando la policía se lo llevaba preso, por la ventana de la cocina vio al gato negro pasar. El gato ronroneaba triunfante, se había vengado de él. Tiempo después se le condenó a cadena perpetua y su esposa fue a despedirse de él a la cárcel; le juró que nunca más volvería a verla, no lo podía perdonar. Ella le dio un paquete y se marchó. Samuel abrió el paquete y casi le da un infarto cuando vio el retrato que dejó caer aquel día: era de su niño y en el cristal estrellado claramente se podía observar la silueta de un gato.

Claudia Yaneth Aguilar Herrera

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