El segundo piso

Se sentía desesperado. Un dejó de tristeza lo invadió de pronto por la mañana, no sabía a qué se debía, simplemente estaba ahí, como una roca atorada en la garganta. Anduvo por la casa intentando deshacerse de la molestia, incluso tomó un té pero no podía calmarse. Un cúmulo de emociones se amontonaban detrás de sus párpados, de su boca, en medio del corazón y se sentía desfallecer.

Entonces decidió salir de casa, no iría a trabajar, se tomaría el día libre, no importaba nada en esos momentos excepto él mismo. Pero al llegar a la puerta de salida ésta no abrió. Frunció el entrecejo, jaló, empujó, jaló nuevamente pero la puerta no cedía. ¿Acaso era una broma universal? Sintió nuevamente el malestar, como si dicha tristeza lo golpeara en la boca del estómago, se horrorizó, golpeó la puerta, la pateó, la maldijo, pero ésta no se abrió.
Cuando caes en esa horrible espiral depresiva, tu cabeza piensa irracionalmente. Dejas que el terror te asfixie y hay muy poco que puedas hacer para salir. Es como ahogarte en un chapoteadero, sabes que es pequeño, pero no puedes levantar el rostro del agua.
Se llevó las manos a los ojos y comenzó a llorar, dejándose caer sentado en el piso, con la espalda recargada a la puerta inmóvil, no sabía a qué venía tanto problema, entonces, como los rayos de luz que entran por la ventana por las mañanas, su mente se aclaró y tomó el celular. Siempre había escuchado que pedir ayuda no era malo. Estaba buscando un número cuando de pronto escuchó pasos en el segundo piso.

—¿Hola?

Preguntó esperando no obtener una respuesta, puesto que vivía solo. Quedó en silencio unos minutos y él ruido no se escuchó. Se obligó a pensar con frialdad y regresar al número que marcaba. Dio con el contacto y antes de pulsar la tecla verde de «llamar» escuchó nuevamente otro sonido, pero este era diferente, como un chasquido, como si fuera una cámara fotográfica haciendo su labor. Y de pronto voces. Se levantó a duras penas, dejando siempre la espalda pegada a aquella puerta necia que seguía cerrada. Puso atención a lo que lo rodeaba, una sala, un televisor, libros; del otro lado un comedor, cocina; al fondo la escalera para la planta alta, sin embargo, entre aquellas paredes no había nada vivo a excepción de él. «Me estoy volviendo loco» pensó. Volvió a su teléfono y marcó el número, pero dentro del aparato no había ningún sonido, nada, ni siquiera el dulce palpitar de su propio corazón haciendo eco a través de sus oídos.

Silencio. Eso era todo lo que tenía. De pronto la casa le pareció un enorme caparazón vacío, una mansión embrujada, la boca del lobo. Cerró los ojos para tranquilizarse, lleno de angustia comenzó a deambular por la casa. Y cada que se movía, escuchaba nuevos sonidos. De pronto, voces, murmullos entre las paredes, arrastró algunas sillas para escuchar mejor, pero las voces callaban. Locura, pensó, es la locura que tocó a mi puerta por la mañana, intentó llamar nuevamente por su teléfono, nada. Sin señal, sin conexión, sin salida.

—Una hora aprox…

Escuchó esa frase más nítida, más clara, venía de la planta alta, salió corriendo hacia arriba, llegó a los cuartos y no había nadie, buscó debajo de las camas, movió cómodas de ropa, un mini librero, una cajonera, entró al baño en busca de no sabía qué, pero seguía estando solo. Tal vez, pensó un momento, en esta casa espantan. Se sentía ridículo de sólo pensarlo, se llevó las manos al rostro, aplastando su celular con el pómulo izquierdo. No puedo salir, pensó. No puedo hablar con nadie, ¿estoy atrapado? La pregunta la lanzó al aire, haciendo eco en los rincones de la casa, entre los cuartos, bajando las escaleras, chocando con los libros y los cuadros en la pared. ¿Estoy atrapado? Se escuchaba como un eco que seguía viajando entre los hilos de la tela que divide la realidad.

La realidad es subjetiva. La realidad es una masa que nosotros mismos moldeamos, pero más allá de eso, es un manto que nos separa de los diferentes planos astrales. Al mismo tiempo que el hombre intentaba salir de casa para combatir su tristeza, en esa misma residencia, bajo focos que iluminaban, cámaras fotográficas que disparaban, hombres que caminaban vestidos con ropa casual y algunos otros con trajes blancos de forense, iban y venían, bajaban y subían las escaleras, atestiguando y anotando el desafortunado incidente de esa mañana.

—¿Una hora aproximada? —preguntó uno de los hombres.
—Según el estado del cuerpo y rigidez… yo diría que murió a las once de la noche. Pero aún falta ver las pruebas del laboratorio.
—Doc, usted le sabe al negocio, siempre le atina.
—Jefe —entró otro hombre—, ya están listas todas las fotos y las marcas, sólo nos falta la orden.
—Bien, preparen las cosas y traigan la camilla.

El primer hombre regresó su mirada al doctor.
—Así como preliminar, Doc, ¿qué cree que pasó?

El viejo doctor lo valoró por una última vez, pasando su vista como lo haría un sabueso sobre las huellas que dejaba su presa.

—No me haga mucho caso, licenciado, pero creo que fue suicidio por un cuadro depresivo, vea su rostro, las marcas saladas en los ojos y la comisura de sus labios, y su celular a la mano, ¿Por qué ya nunca sueltan el celular? Creo que optó por un método silencioso, elegante. Verá que encontraremos rastro de pastillas y alguna otra mezcla mortal.
—Le apuesto a su veredicto, doctor.

Ambos hombres salieron del cuarto, bajando las escaleras, mientras una nueva tropa de personas entraba con una camilla, bolsas negras y demás utensilios. Haciendo un ruido infernal por toda la casa, entre mezclando voces y sonidos guturales.

Mientras, en algún espacio atrapado, un hombre veía su celular, esperando una llamada o una salida de aquella casa que no lo dejaría escapar, ni recordar y mucho menos vivir, sabrá Dios hasta cuándo.

 

Jorge Robles

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