El aire limpio olerá a albaricoque plateado

Rikka despierta, salta de la cama, se pone las pantuflas de flores rosas que esperan en el suelo porque papá siempre la regañaba por andar descalza y corre hasta el cuarto de mamá. La puerta abierta, la cama hecha, las cortinas echadas. El libro Árboles del mundo sigue abierto en el capítulo que leyeron la noche anterior. Mamá no está allí.
Rikka da media vuelta y baja las escaleras hacia la cocina.
Encuentra a mamá sentada, una taza que ya no humea frente a ella, la cabeza apoyada en las manos. Rikka se detiene en la puerta.
La cocina también está a oscuras. Las sombras la aplastan, siente que necesita guardar silencio, mamá salta con el menor ruido, pero Rikka está harta del silencio.
—¿Puedo checar los niveles? ¿Puedo? ¿Puedo?
Mamá levanta la cabeza. Le sonríe suavemente y extiende la mano en señal de bienvenida. Rikka atraviesa la cocina para recibir el abrazo. Apoya la cabeza en su pecho y el olor a seguridad la envuelve. Con sus dedos, mamá le desenreda el cabello lacio y negro. Rikka aguanta un par de minutos, pero cuando no puede esperar más se desenrosca del abrazo.
—¿Puedo checar los niveles? —repite bajito.
—¿No quieres esperar al abuelo? ¿Recuerdas qué día es hoy? Vamos a ir al Bosque Regional.
Rikka asiente.
—Podemos checar los niveles antes de que Jiji llegue.
—Rikka…
—Por favor —extiende cada vocal mientras habla.

Mamá se levanta y Rikka nota que no trae pijama, sino la ropa del día anterior. La sigue hasta la puerta de cristal que lleva al jardín. La cápsula blanca las espera al fondo, cerca de la verja donde ningún árbol le hace sombra al retoño de ginkgo que se asoma. La cápsula o maceta, como la llama mamá, es suficientemente alta como para llegarle al pecho a Rikka y suficientemente ancha para que cuando la abrace, sus dedos apenas se rocen del otro lado.
Llegó hace veinte días. Jiji la trajo en su camioneta y a pesar del dolor de espalda la cargó hasta el jardín. Desde entonces Rikka se ha levantado cada mañana para pedirle a mamá que revisen los niveles: humedad, nutrientes, luz. Rikka aprieta los botones uno tras otro y mira las gráficas en la pantalla. Luego observa con cuidado las hojas, comparándolas con sus dedos. Revisa si hay alguna hoja nueva, si han cambiado de color, lleva una cuenta exhaustiva del crecimiento. Le sonríe a mamá cuando termina su inspección.
—Le voy a contar de mi diente —dice y señala el hueco en su boca.
—Jiji llega en una hora. ¿Me prometes que vas a estar lista?

Ella asiente y mamá regresa al interior de la casa. Rikka le cuenta al ginkgo en la maceta sobre el diente que se le cayó la noche anterior. Mamá le estaba leyendo y Rikka jugaba con el diente flojo cuando de repente pop y el diente estaba en su mano. Una brisa mueve las hojas verdes del ginkgo y Rikka siente que la escucha. En los últimos veinte días ha crecido tanto que ya está listo para cambiar de hogar. A Rikka le han explicado varias veces que los árboles normalmente no crecen tan rápido, que la cápsula tiene nutrientes modificados, que es un proceso acelerado, pero ella no ha puesto atención, todo su interés se centra en los cambios que observa día a día: la aparición del retoño, de las primeras ramas, de los primeros capullos, de las primeras hojas, los cambios de color, la caída de algunas hojas, la aparición de otras. Pronto, le ha dicho Jiji, será tan alto como ella.
El ginkgo representa resiliencia, supervivencia, incluso renacimiento. Hace cien años cuando cayó una bomba atómica, en Hiroshima sobrevivió un ginkgo que aún está vivo. Árboles del mundo tiene un capítulo dedicado al ginkgo, el mismo capítulo que mamá le ha leído cada noche. Tantas veces ya que Rikka puede corregirla cuando se distrae y lee algún detalle incorrectamente. El Ginkgo biloba es un fósil viviente, un árbol que existía en la época de los dinosaurios y que no tiene ya ningún pariente vivo. Es uno de los árboles más longevos y que purifican mejor el aire, tal vez por eso fue elegido hace treinta años como la especie a modificar para limpiar el aire. Rikka nunca ha ido al Bosque Regional, la reserva más cercana, pero ha visto videos y Jiji ha respondido todas sus preguntas. Le dijo, por ejemplo, que cuando el presidente anunció las nuevas iniciativas en las que cada ciudadano contribuiría a reforestar mencionó que en el futuro el aire olería a albaricoques. Rikka se cruzó de brazos y contestó que las frutas del ginkgo olían muy mal y que no eran albaricoques reales; ese sólo era su nombre en chino.

—¡Rikka! Jiji ya va a llegar. Sube a vestirte.

Rikka elige su mejor vestido, uno blanco con encaje. Se pone también las botas de campo, amarillas y pesadas, que papá le compró para que fueran a acampar el próximo verano. Cuando suena el timbre, baja las escaleras de dos en dos gritando que ella abre. Rikka ni siquiera se detiene y se lanza directamente a los brazos de su abuelo. Jiji, un hombre grande, con el cabello blanco y los brazos fuertes, recibe a Rikka.
Ella comienza a hablar de su diente, de la cápsula. Mamá abraza a su suegro y luego mira a Rikka.

—Ese vestido… —empieza, pero Jiji la interrumpe.
—Deja que la niña se ponga lo que quiera.
Mamá suspira con cansancio y no continúa la discusión.
—Por lo menos sube por un suéter antes de que nos vayamos.

Rikka sube las escaleras de dos en dos, toma el suéter y, en el último momento, también toma el diente que escondió entre sus calcetines la noche anterior, para que el ratón de los dientes no lo encontrara.
Cuando baja, corre al jardín. Se detiene al cruzar la puerta de cristal y camina hasta el pasto aplastado donde antes estaba la maceta. ¿Por qué tienen que llevarse el ginkgo? ¿No sería mejor que se quedara con ellas en la casa? ¿No limpia el aire igual de bien desde allí? La voz de Jiji desde la reja le hace alejar la mirada del pasto. Sale por la puerta lateral. Jiji está cerrando la puerta de la cajuela.

—¿Lista? —le pregunta.
—¿No puede quedarse con nosotros?
—Los ginkgos tienen que vivir en el Bosque Regional. Son las reglas —dice mamá. Tiene la puerta del coche abierta y parece que es lo único que la sostiene, como si al soltarla fuera a caerse.
—Pero…
—Tenemos que irnos, Rikka, o vamos a llegar tarde a la cita.

Rikka obedece a mamá y sube al coche. Salen de casa, toman la calle, se alejan del vecindario con todas sus casas tradicionales, el pequeño pueblo pasa rápido a su alrededor. Papá y mamá habían elegido vivir ahí por la cercanía con la naturaleza, que era un claro beneficio para criar a una niña.
Cruzan el río cristalino y brillante bajo el sol. Veinte minutos después, Rikka señala la línea de árboles a la distancia. Pasan por debajo del arco que anuncia la entrada al Bosque Regional y se internan en busca del lote 3307.

Un hombre alto, vestido con un traje negro, pero con el pelo en una coleta larga, los espera en la entrada de la sección. Se inclina cuando estacionan el coche. Luego se acerca a la cajuela y ayuda a bajar la cápsula, aunque Jiji insiste en llevarla. El hombre los guía y ellos lo siguen.
Rikka observa alrededor, los árboles, todos ginkgos, son enormes, mucho más altos que las imágenes del libro. Algunos han comenzado a ponerse amarillos anticipando el otoño. La mayoría de los árboles en esta sección tiene más de veinte años, según las placas que hay frente a cada uno. En algunos casos, los árboles tienen un pequeño altar, una fotografía en frente de ellos. Rikka, que no ha perdido el placer de su recién adquirida habilidad de leer, busca cada uno de los nombres y los lee en voz alta.

Al llegar al lote ya hay un hueco abierto. El hombre y Jiji acomodan la cápsula, pero hacen una pausa antes de accionar la pequeña excavadora mecánica que abrió y cubrirá el hueco.

—¿Necesitan un momento? —pregunta el hombre a mamá—. Se puede encender incienso si lo desean.
Ella niega, pero voltea hacia Rikka cuando ella jala la manga de su vestido negro.
—¿Puedo dejar esto?

Saca su mano del bolsillo y le muestra a mamá el pequeño diente.
Mamá asiente, incapaz de hablar, así que Rikka camina hasta la maceta, se inclina sobre ella y la observa por un momento antes de enterrar el diente cerca de los sensores.
Regresa junto a mamá, quien la toma de la mano y la aprieta como si necesitara ese contacto para mantenerse en pie. La pequeña excavadora mecánica se despierta y comienza su trabajo. Durante los diez minutos que le toma cubrir el hueco, el único sonido es el ruido metálico de la pala al subir y bajar. Rikka la observa sin alejar la mirada, no quiere ver a mamá, ya es bastante con sentir su mano que tiembla. Vuelve a pensaren pedir que se detenga todo, tal vez debería decir algo, quizá no está bien que dejen la maceta allí, podría volver con ellas, pero no encuentra las palabras. El temblor de mamá la calla cada vez que quiere hablar.
Cuando la excavadora termina, el hombre vuelve a inclinarse y se aleja.
Les da un momento.
Mamá no dice nada antes de dar vuelta para irse, pero Rikka se niega. Se pone dura, no se mueve.

—¿Qué pasa? —la voz es casi un suspiro.
—¿Papá no puede regresar con nosotros? Ya no quiero que se quede.

Mamá se arrodilla para quedar a su altura y Rikka nota que tiene los ojos rojos.
—Cariño, papá tiene que quedarse aquí. Te lo expliqué, ¿te acuerdas?
Papá es un árbol ahora. Papá vive en la cápsula y ahora es un ginkgo y va a vivir en el bosque. Vendremos a visitarlo, te lo prometo.
Rikka mira el retoño, la tierra fresca a su alrededor hace que, entre los árboles grandes y frondosos del bosque, parezca más pequeño ahora que la maceta ya no se ve. El árbol se alimentó de las cenizas de su padre para permitirle crecer más rápido y grande que los ginkgos normales.
Rikka sabe que son un mismo organismo, pero aun así no se mueve.

Jiji nota su vacilación y la toma en brazos. Rikka siente que se le abre un hueco adentro y por primera vez desde la noche en que Jiji la llevó a casa desde el hospital, se echa a llorar mientras se alejan. ¿Qué importa que el ginkgo represente renacimiento, que todos estos árboles estén limpiando el aire para que Rikka pueda jugar en la calle, que ahora en vez de cementerios haya bosques y los problemas forestales se hayan hecho personales? ¿Qué importa todo esto si papá se queda aquí y ella se va? De aquella noche recuerda el sonido de la lluvia contra el parabrisas.
Se mezclaba con la música clásica de la estación que papá siempre ponía. Rikka iba sentada atrás, leía en voz alta cada uno de los carteles que pasaban. Papá y mamá discutían enfrente. Recuerda el sonido de sus voces, aunque no recuerda qué decían, recuerda la cara de papá cuando se giró a pedirle que dejara de leer, recuerda la vergüenza que sintió, sus quejas, la llamada de atención, de pronto las luces que la cegaron y el sonido de un claxon que la ensordeció. Después de eso, la aceleración, el golpe y luego el silencio. Algo olía a quemado. Unos brazos la sacaron del auto, la voz de mamá, el sonido de ambulancias.

En sus recuerdos, el hospital es un manchón blanco del que sale y entra gente. La siguiente imagen clara es la llegada de la cápsula. Mamá le explicó esa mañana, un mes atrás, cómo abrirla, cómo mezclar la ceniza con tierra fresca para llenarla, cómo plantar la semilla modificada, cómo colocar los sensores y sellarla. Durante un mes, Rikka creó un ritual para observar cómo su padre se convertía en un árbol, pero ahora mientras se alejan, lo observa desde los brazos de Jiji y no puede evitar recordar entre los vidrios del auto, aquella noche, la misma silueta de ramas iluminadas en la oscuridad.

Andrea Chapela

(Cuento publicado previamente en la antología «Una realidad más amplia: Historias de la periferia cultural» editado por Libia Brenda, y reproducido con permiso de la autora)

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