Plantas de plástico

Detestaba las plantas de plástico. Trabajaba con ellas porque, bueno, las cosas no habían estado bien últimamente, fue el primer trabajo en que la aceptaron, y se suponía que sería temporal. Pero ya había pasado más tiempo del que había planeado y por inercia… se quedó ahí.

La situación tenía que cambiar, se dijo. Pero ese día, no. Ese día tocaba formarse con los demás compañeros, y pasar el teléfono por el escáner, para que su supervisor le diera el material de trabajo: su caja de herramientas, artículos de limpieza y grandes canastas llenas de accesorios. Frutas y flores… de plástico, pensó con disgusto. Parecía llevar una cosecha abundante pero eran replicas, nada más.

Consultó su agenda en el teléfono. Tocaba un edificio de oficinas. La tendría ocupada toda la jornada.

Así fue. Había plantas de plástico en prácticamente todos los pasillos, en macetas grandes y pequeñas. Tuvo que encaramarse en una escalera para llegar a los diferentes maceteros de los grandes ventanales en arcos. Limpió cuidadosamente el polvo con un trapo seco, porque claro, esas cosas no podían mojarse como las plantas de verdad. También por eso tenían que quedarse detrás de los vidrios, recibiendo todo el sol posible, pero evitando la lluvia.

Una por una, colocó pequeñas frutas: moras, zarzamoras, arándanos, distribuyéndolas en los arbustos de las jardineras. Puso flores blancas y amarillas en forma de trompetas en las enredaderas que parecían trepar por las paredes. Apretados ramilletes de hortensias color crema y violeta. Rosas grandes como tazas, abiertas y en capullo. Debía verse lo más realista posible.

Fue meticulosa y lo consiguió. Falsas y todo, pero las plantas eran de buena calidad, sus hojas tenían sutiles tonos diferentes de verde, los rosales tenían espinas. No pudo evitar mirar con ojo crítico su trabajo, y asentir para si misma. Gente del edificio que entraba y salía de las oficinas, frenaba el paso para admirar el repentino despliegue de color, de las plantas aparentemente floreciendo y dando frutos, ¡el mismo día que entraba la primavera, ni más ni menos!

Mientras guardaba sus materiales, pensó que los ocupantes del edificio no tenían ni idea, pero ella sí. Al entrar a trabajar, le había tocado ir a donde se obtenía el plástico para las plantas. Era una mina de basura gigantesca, a cielo abierto, que parecía no tener fondo. De ahí, sacaban pilas y pilas de botellas hechas con algo llamado PET. Por Dios, mucha de la gente que las usó ya no estaba en el mundo, pero las botellas seguían enteras. Cuando mucho, aplastadas.

Afortunadamente, cada vez había menos de esos sitios espantosos. El manejo actual de los residuos era más eficiente que sólo dejarlos por ahí y esperar que las futuras generaciones lidiaran con ellos. Los nuevos materiales eran planeados usando de verdad la cabeza, ella sabía que nada de lo que usaba, le sobreviviría.

Las plantas zumbaban, como si invisibles abejas volaran entre las flores recién colocadas. Nunca atraerían abejas, esa no era su función. Sólo tenían que captar la luz solar para proveer de energía al edificio y llevarla a las baterías. Las flores y los frutos ayudarían con esa tarea hasta el otoño. Aún no se podía hacer que las hojas cambiaran de color con las estaciones, pero poner y quitar los complementos ayudaba a mantener la ilusión.

Terminado su trabajo volvió a casa. Para relajarse regó las plantas en el barandal de su departamento. Miró otros balcones semejantes al suyo con aprobación. Plantas verdes crecían, cambiaban con las estaciones, chorreaban hojas en forma de corazón en ramas cada vez más largas, cubrían todas las paredes, atraían abejas y, de vez en cuando, se marchitaban, como debía ser. Pensó en los paneles solares en el techo de su edificio. Simples, sencillos, útiles, y que no pretendían ser lo que no eran.

Tenía que seguir intentando. Esa noche, enviaría más solicitudes de empleo.

 

(Cuento ganador del 2do Lugar del Concurso de Cuento y Poesía de Ciencia Ficción José María Mendiola 2019 – Solarpunk)

 

Natlleli Azucena Avendaño Hoyos

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