El famoso escritor Alberto Castillo perdió su toque. Sus bestsellers: ‘Buenas noches, Sr. Jones’, ‘Cenizas del pecado’, ‘Navaja sin filo’ y otros más, sobresalían por su complejidad dentro género de misterio. Con el tiempo llegaron algunas adaptaciones cinematográficas, series y, que se lo lleve el diablo, hasta historietas. Tocó los cuernos de la luna. Sin embargo, sus últimas obras, insípidas ante la crítica, auguraban que pronto caería en el olvido. Para agriar más la vida del prolífico escritor, llegó un lamentable acontecimiento: su hermosa esposa Beatriz, su musa, había muerto. No. Muerto es poco. Fue asesinada, ultrajada y mutilada por un enfermo malviviente cuando regresaba de visita de con sus padres. Quedó irreconocible.
A trece días después, sólo he conseguido un par de pistas inconexas, excepto una precisa: el mote de un tipo que llamaban ‘el saltamontes’, famoso por escapar a saltos entre las techumbres y desaparecer completamente. Pasé noches enteras buscándolo sin resultados.
Alberto, de porte informal, parecía un buen sujeto. Luego de una charla que sostuvimos en una cafetería, después del funeral de Beatriz, unos cigarrillos de por medio y una extraña amistad nació. Un escritor de misterio y un detective curtido con los años. Irónico. Hablamos de trabajo, de su éxito abrumador y que Dios te patea las bolas de vez en cuando. Siempre me habló de usted.
En una ocasión y con algo más de ánimos, me consultó si el personaje principal de su próxima novela podía basarlo en mí. «Sería un honor», respondí. Sonrió por ello y sacó un ejemplar de ‘Cenizas del pecado’ de su portafolio. Insertó una lujosa tarjeta de presentación plateada entre sus páginas y lo autografió con dedicatoria. Usó una fina pluma fuente azul índigo.
Los días transcurrían sin progreso. Hasta que me llegó una notificación. Una muerte nunca es grata, sólo que esta vez lo era de alguna manera. ‘El saltamontes’ fue encontrado muerto por sobredosis en un picadero. Nada extraño, salvo que entre sus pertenencias estaba lo que al parecer era una tarjeta de presentación platinada de lujo, sin texto, con el número noventa escrito con pluma fuente. Azul índigo. Por lo fino del material y la tinta, seguía intacta. Era idéntica a la tarjeta dentro del libro que me obsequió Alberto. Seguía en la guantera de mi auto. Pensaba leerlo hasta cerrar el caso. Página noventa, capítulo dos: ‘Liberación’.
Llegué con refuerzos al chalet de Alberto. Ahí estaba, sosteniendo una copa de champagne y un arma en mano.
—Fue mi obra maestra sin escribir, amigo detective —dijo con una sonrisa de satisfacción—, necesitaba algo… sublime, que no podía ser escrito con letras. El oasis que representaba Beatriz se secó. Ya no era suficiente ni necesaria. Usted sí. Todos a mi alrededor. Debía hacerlo real. Una vez envuelto en el remolino de la inspiración no paras, ¿no cree? Me liberé. Le dejo el título de la obra a usted.
Se disparó por la boca. Todo terminó.
Excepto algo.
Quizá la llame ‘La noche del saltamontes’.
Julio César Medina Uriarte