Ecos del desierto: Los últimos rostros.

«La palabra es rojo»

Son estos tiempos tan extraños que pareciera que vivimos entre las páginas de una revista dedicada a la ciencia ficción, la fantasía, el horror, la poesía y, tristemente, el terror, a fin de cuentas como si viviéramos en un Ojo de Uk un poco malvado.

En esta ocasión Ecos del desierto, esta sección de tu revista, trae ecos del pretérito que resuenan fuertemente en este tu presente. De la pluma de Coral Aguirre esta obra, Los últimos rostros, nos hace recorrer el pasado de su Argentina y el pasado de su México. Ganadora del Premio Nuevo León de Literatura 2007, la obra nos sumerge en la vida de aquellos días del Mayo francés, sí, aquel mayo de aquel triste 1968. Nos cuenta las peripecias de jóvenes, con el permiso de mis patrones, valientes que se enfrentaban a un estado rabioso y enloquecido engendrado en una dictadura militar sudamericana instalada algunos años después.

El terror, que en estos casos quisiéramos que fuera simplemente horror, se enseñorea en la vida cotidiana, entre los amigos y los familiares. En el barrio, la escuela, el trabajo e incluso en el desempleo. En el saber que no debes confiar en cualquiera pero de todas maneras necesitas confiar en alguien aunque en ello vaya tu perdición. O tu salvación.

Y como si viajáramos en un DeLorean, la estructura narrativa va y viene para entretejer vidas como hilos y pone a personajes exiliados, que buscan poner distancia de su pasado amenazador y su presente aun con nubarrones, en una patria nueva con olor a guayaba que los recibe con los brazos abiertos pero con el corazón herido con historias compartidas.

Monterrey como nuevo terruño elegido a partes iguales entre decisiones y azares del destino, les devela huellas del terror que pisó estos lares lustros ha. Nuevos personajes aparecen con su memoria zurcida por los retazos de información que se consigue a regañadientes con una paciente clepsidra y que sacia a medias la sed de saber. Contada esa parte con ojos de niña que ve al desparecido como héroe y esos mismos ojos con años encima que no se conforman con aquella visión y quieren saber. Simplemente saber.

Esta obra es un fortísimo ejercicio de memoria, ejercicio que nos hace tanta falta en este balndengue presente que se deja llevar tan fácil por doscientos ochenta caracteres, y que tarda más en darle laik a un meme que en pasar al siguiente circo mediático.

Es también un recurso para conocer voces que no son las del mandamás, de aquel que por haber ganado se arroga el derecho de escribir la historia y se ofende por algún juicio que no comparte y que exige, como en otras épocas, que las cosas sean sólo como ellos dicen, como sólo ellos las ven, como sólo ellos las nombran. Si lo pensamos bien esas guerras, o guerrillas, nacieron para combatir esos monopolios de razones y sinsentidos. Aquí. Allá. Ayer. Esperemos que hoy no sea necesario.

El pensamiento crítico se basa en contrastar información que juzga verídica para descartar la que no lo es, por ello la memoria de los silenciados es una parte del rompecabezas que debemos armar entre todos.

«¿Y los crímenes de Diego?, ¿qué pensás de eso?
¿Qué crímenes? ¿De cuáles crímenes estás hablando?
Era un guerrillero, asaltaba bancos, mataba gente, secuestraba, ¿o no?
Por el bien, por la justicia, para cambiar el país, porque amaba su patria, porque no se aguantaba tanta mentira, tanto olvido, tanta canallada con la gente».

También la lectura de comprensión es algo de lo que adolecemos en estos tiempos. Juzgar como apología de la violencia un adjetivo sacado de contexto, o unas líneas de una obra como las que reproduje encima de este párrafo, es un flaco favor para alguien que escribe con una calidad narrativa tan bella como poderosa. No es una lectura fácil, le pide al lector sus entrañas para removerlas, su cerebro para abarcar todas las aristas de la historia, y sus retinas para apreciar colores más allá de dicotomías simplonas.

La memoria de la obra, como en este cercanísimo presente, recupera tangencialmente el hecho del asesinato del patriarca regio por antonomasia: Eugenio Garza Sada. En medio de la guerra de guerrillas y la siempre impoluta guerra sucia, los personajes se desenvuelven, se retuercen, buscan la paz combatiendo entre otras cosas el olvido y enseñándonos para que trasciendan: Los últimos rostros. Sean aquellos, sean cuarenta y tres, o sean miles más.

El riesgo de remover la memoria es la certeza de que te quedarás con una duda que siempre sería bueno contestar: Y después ¿qué más pasó? Ten por seguro que los dueños de la historia te contarán sólo lo que les convenga contarte. Por ello hay que agradecer a quien esgrime la memoria en contra del olvido selectivo. Gracias, Coral.

 

Samuel Carvajal.

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