La culpa es de la casa. Ninguno de sus habitantes había jamás sentido que era tan infeliz, antes de ocuparla. Todos se recuerdan, por el contrario, henchidos de esperanzas, plenos de fuerza anímica, héroes de su propia existencia cuando decidieron mudarse a ella con la seguridad de quien respira aire fresco.
Una casa de campo, con jardín y piscina, dos pisos, balcones, terraza, vistas espectaculares frente al bello paisaje tropical del volcán y la niebla. Un verdadero paraíso de descanso, un oasis mágico para relajar las tensiones cotidianas que produce la vida, sobre todo en las ciudades, y en este siglo, en donde somos acribillados en forma constante por haces de rayos y señales electromagnéticas de todas clases. Una especie de rincón decimonónico que facilitaría el recogimiento, la reflexión, la calma, la inspiración y la creatividad artística.
La fotografía de la casa publicada en internet era la forma en que la misma ofrecía sus promesas de éxito y felicidad sin límites. Fue por ese medio que ejerció su atracción sobre una gran cantidad de gente, escritores, pintores, viajeros locales y de distintas nacionalidades, provenientes de todos los continentes, en busca de aventuras cargadas de folklore y magia en un pueblo mexicano. Émulos de Lowry, sin preverlo, acababan más bien como personajes de Poe o de Bradbury.
El día del arribo siempre era un maravilloso día soleado. Bellas mariposas de colores se metían a la casa y se posaban sobre las maletas de los recién llegados como si quisieran mostrar su beneplácito. Los pájaros cantaban y la gente saludaba al pasar con una gran sonrisa amistosa. El volcán se mostraba espléndido y las nubes jugaban a volverse figuras en el cielo para que los niños las voltearan a ver con entusiasmo. Los ríos ronroneaban suavemente como inofensivos arroyos.
Ese mismo primer día por la tarde se nublaba para advertir a los recién llegados que los momentos de sol son breves en estos húmedos lares. De ahí en adelante, cada tarde se volvía una espesa y agobiante nube; la nube, una lluvia oscura, húmeda y fría; la lluvia, una tormenta cargada de recuerdos eléctricos amargos y presagios ominosos; todo junto aceleraba la caída estrepitosa y aplastante de la noche, volviendo temerario el acto de dormir, como si se tratara de saltar al vacío, sin más asidero que un intento de olvido. El silencio sonaba a insectos nocturnos y a criaturas rastreras imaginarias agazapándose debajo de la almohada y acechando para meterse en los sueños y atacar, en cuanto se cerraban los párpados, se bajaba la guardia… Los perros que los olfateaban, aullaban lastimeros a modo de advertencia. Los burros, sin saberlo, añadían sus rebuznos profundos, entrecortados y desconsolados al desconcierto onírico que fundía a los sentidos, produciendo sudores y sobresaltos, hundiendo a los soñantes en la loca carrera de las yeguas de la noche.
¿Cómo explicar los funestos virajes ocurridos una vez internados en la selva de sus muros? Serían los espíritus intrigantes que les azuzaban a cometer bajezas impensables entre criaturas civilizadas; o los influjos de la luna que se magnificaban al cruzar los cristales de las altas ventanas y rebotar en los mosaicos del piso pulido que brillaban como espejos; o la lluvia pertinaz que caía estridente sobre los techos metálicos y empapaba el frío de la noche llenando de moho el alma, de insectos y hojas la piscina, empantanando los sueños.
Los argentinos son los que más tiempo lograron resistir los embates psicológicos y espirituales de las densas olas de atmósfera ominosa del inmueble, pero sucumbieron antes de cumplir seis meses en el sitio, uno de ellos huyó de noche, corriendo en medio de la tormenta, perseguido por su propia angustia y un rayo lo transformó en humo, dejando sólo la sombra lastimera de su recuerdo. El otro se arrojó por la cañada y sólo un zapato lleno de fango le vino a servir de cenotafio.
La joven escultora que llegó acompañada sólo de sus convidados de piedra a ocupar tan amplio espacio tuvo un desplome nervioso a los dos meses. Fue difícil establecer lo sucedido. Se esfumó sin dejar más rastro que sus pesadillas y gritos labrados en roca colocados en hilera zigzagueante en interiores y exteriores, escaleras y ambas plantas del inmueble.
Otros, los más, cancelaron el contrato tras pasar un par de semanas entre sus garras, exigiendo indemnización por daños y afectaciones a la salud, tanto mental como moral y corporal.
El casero decidió tomar medidas a la altura de las circunstancias y llamó a la psíquica del pueblo para evaluar la escena de tanto drama. Bela informó que haría su primera auscultación a la medianoche anterior a un día de San Juan. Según cuentan, llegó con una camioneta cargada de artefactos y artilugios propios de la medición de energías espirituales, unas esencias aromáticas, velas y algunas gemas de colores. Toda la noche, la casa se vio refulgente, parecía ocurrir un gran baile estelar, se oían ruidos y susurros indescriptibles, los vecinos cerraron sus cortinas, sus ojos y decidieron huir por precaución hacia el interior de sus propias moradas espirituales. Bela entregó al dueño de la casa un informe contundente: es un problema de sed. Una especie de casa vampírica: atrae con sus encantos, seduce a distancia, prometiendo toda clase de éxitos y soluciones a deficiencias ancestrales, llena de euforia a quien la conoce, les hace concebir grandes planes llenos de optimismo, pero al habitarla, con bastante rapidez, vacía toda la dicha y la confianza de sus inquilinos, les roba los deseos y los deja desnudos ante la falta de sentido de sus existencias. ¿La solución? Había que alimentar a la casa.
Recibido el dictamen así como algunas sugerencias prácticas de parte de la psíquica; Hans, el casero, supo qué hacer, buscó la fórmula lingüística adecuada para el estilo peculiar de inquilinos idóneos para la casa draculiana: “Se renta casa que facilita el pasaje al acto de las ideaciones suicidas; ideal para espíritus agotados cuyo deseo sea apresurar su paso por este valle de lágrimas infernal llamado vida; un lugar, que en poco tiempo, se garantiza, se prestará servilmente a sí misma como arma letal”.
«Sobre advertencia, no hay engaño» fue el argumento que su abogado esgrimió en su defensa en el juicio. Cuatro familias habían respondido a aquella convocatoria, cada una tenía sus razones, y no se puede constatar, de manera directa, testimonial, con palabras, que hayan quedado satisfechos con los resultados de aquella decisión de alquilar la casa sedienta. Si estuvieran vivos, podrían declarar, pero no habría juicio, y no se hubiera podido contar esta historia.
Luz María Méndez Alvarez