Al trote

La respiración entrecortada de la yegua ruana se acompasaba a los sonidos de la estepa. El silbido del aire entre los lejanos promontorios, el crujir de las pajas de los nidosnube, el relinchillido de los hipogrifos al disputarse un territorio… Entre el terreno llano surgían abruptos promontorios que otrora estuvieron en el fondo de un mar somero y tropical como arrecifes coralinos. Ahora, las más grandes de esas aglomeraciones pétreas eran ciudades para seres variopintos. El croar de las gaviotas de las rocas, a decenas de metros por sobre la cabeza de la viajera disminuía conforme se acercaba a la ciudadelarrecife. –¡Hala, Lira!, Descansa, pequeña–. La yegua se detuvo mientras un silbido fino y prolongado anunció la llegada del halcón astado, que, fastidiado después de una cacería infructuosa, se posó en el hombro de la jinete. La joven cetrera miró hacia atrás, como despidiéndose de la estepa por unos días. Ante sus ojos se extendía aquel mar de hierba amarillenta, con los nidonubes amarillos de las gaviotas moteando el azul celeste. En lontananza, se veía el límite de esa parte del desierto, marcado por los enormes montículos, blanquecinos y porosos, que se elevaban por encima del pastizal. A lo lejos parecían cabezas deformes, en infinitas galerías hacían de múltiples ojos . Para todos los habitantes de la estepa, los tremendos corales resecos eran  los rostros de quienes trastocaron esa tierra en épocas pasadas, cambiándola de mar a desierto. Un temor reverencial la sobrecogió al pensar en el origen de esas rocas. Conforme se acercaba a su destino los promontorios coralinos frente a ella revelaban galerías habitadas. La plétora de sonidos y olores que surgían la devolvió a la realidad. Con aire cansino, se dirigió hacia el más cercano de aquellos montículos.

Lo que a la lejanía se antojaba sólo un pedrusco horadado adquirió dimensiones colosales al acercarse. No se trataba de una única torre de piedra: columnas abigarradas daban la idea de una mano maltrecha; y pasadizos y calles se formaban entre las bases de cada aguja coralina, con un gran patio o plaza al centro, mientras travesaños irregulares dejaban pasar la luz para formar mosaicos irregulares en el suelo pavimentado con conchas fósiles y piedras blancas. Cada túnel que salía a las paredes de las columnas estaba adornado de manera distinta: a veces telas de colores macilentos formaban puertas y templetes; otras, elaboradas filigranas daban formas caprichosas a las bocas de las cuevas, cubiertas de añejas estrellas marinas.

En la base del cilindro más rocoso, la más grande de las galerías tenía un enorme anuncio labrado en madera negra: “Lutjurna”, el nombre de aquel enclave. El camino que llevaba hacia ahí estaba flanqueado por algunas acacias y cactos en flor, y el zumbido de las abejas era tan intenso que por poco conseguía ocultar la pujante bulla de los mercaderes de la ciudad entre promontorios.  Recuerdos infantiles le invadieron y sonrió para sí. Atrás había quedado la desolada inmensidad de las Estepas de Coral. También lejos quedaba la salvaje Floresta Afilada, con sus caminos traicioneros, sus mil grutas y sus criaturas terribles. De nuevo había llegado a Lutjurna ella sola; a este paso, pronto podría tener un buen rango en la caravana “Sonrisa del León” y compartir guardia con sus padres. Sus ojos brillaron de emoción, e irradiaba confianza en sí misma. Lira, sintiendo que su ama estaba exultante, hizo algunas cabriolas, soltó un bufido emocionado y comenzó un trote alegre para adentrarse en la ciudadela.

Después de amarrar a Lira y de dejar a Dirin, su halcón astado, posado en la grupa, la joven se encaminó a uno de los locales más grandes. El Hostal de la Mano Negra se encontraba junto al octágono central de Lutjurna, y, cosa extraña, no había la acostumbrada algarabía. Mientras la joven se dirigía a la puerta de madera curtida por sal, Lira se quedó mirando, expectante.

Sobre la entrada del lugar, una placa de madera con una mano negra de metal brillante acompañaba al único techo de madera y paja de toda la villa. De sus alforjas tejidas, la joven sacó unas plantitas de albahacar, romero y salvia, fragantes como sólo ellas podían serlo. También había un arbolito de limón, de apenas unos centímetros de altura.  La calle se inundó de olor vegetal, de frescura, y varios transeúntes de inmediato advirtieron las plantas, y las miraron con codicia, cual si fueran esmeraldas. Incómoda, la joven entró; efectivamente, había pocos parroquianos, aunque la cocina seguía activa. Como si el lugar quisiera competir con el aroma de las plantas, una vaharada proveniente de los fogones le recordó que llevaba varias horas de camino y que mientras más pronto vendiera sus mercancías, más rápido podría comer un buen plato de lentejas y muslos de gaviota.

Acorde al silencio reinante, la barra de recepción estaba vacía.  De los grandes salones del fondo apenas si salía algún cuchicheo, e incluso las lámparas de aceite y los lentes conductores de luz no estaban funcionando. Sin embargo, parecía que el abandono era reciente: prácticamente no había polvo sobre las mesas, y los tarros y platos estaban acomodamos púlcramente en sus respectivos estantes.

Se encaminó hacia los fogones, preguntándose porqué habría tan poca gente. Apenas allí pudo ver caras conocidas a través de los grandes huecos de las ventanas: Annah, la añeja cocinera, daba vuelta a unos espetones sobre las brasas. Pero no estaba ninguna de sus acostumbradas ayudantes. Quien le auxiliaba era Yaunh, el enjuto dueño del lugar. Era un buen hombre, respetado en la ciudad, y trabajador como pocos, ¿qué podría estar pasado?

Se detuvo en el umbral de la cocina mientras veía sus espaldas; ellos acomodaban la comida en unos cuantos platos.

“¿Cómo estás, Margodig? Tiempo sin verte. ¡Qué bueno que traes plantas de olor, buena falta nos hacen! “

Margo se sobresaltó y contuvo un hipido.

“Perdona Yaunh, no quería interrumpir, ¿está abierto? He venido a saludarte y con algo de mercancía, de la que pediste hace dos temporadas”

Percatándose de que la soledad del recinto provocaba la extrañeza de la joven, Yaunh le sonrió de la manera más cálida posible mientras amasaba panes de aceituna y alga junto a la señora Annah.

“¿Por qué no acercas tus hermosas plantas y charlamos? Probablemente más tarde estaremos a reventar. Come un bollo y ayúdanos.”

La señora Annah le lanzó una mirada ceñuda y lanzó un bufido.

Después de que Margo deglutió los panecillos y se hubo limpiado las manos, comenzó a ayudar a amasar los panes, después horneó algunos bizcochos de queso de camello, ayudo a escoger algunas hojas de sus hierbas para picarlas y ponerlas en aceite de uvas de las dunas y mowrah, aliñó los muslos de gaviota con vinagre de nea, bañó los espetones, y, por último, fregó los utensilios con tierra de diatomeas. Para cuando Margo terminó, el sol ya se estaba ocultando y ella tenía más hambre que cuando llegó. Mientras tanto, el hostal se mantuvo vacío: los ocupantes de los salones salieron poco a poco y sólo entraron parroquianos a comprar viandas, que llevaban para comer fuera. Yaunh entraba y salía de la cocina, con aire distraído, ora taciturno, ora murmurando para sí.

Margo se dejó caer en un sillón de cuero totalmente exhausta, hambrienta y sedienta; y apenas lo hizo, todavía tuvo que salir a darle pienso y agua a Lira y unas golosinas a Dirin.

“Algo diferente pasa aquí, Lira, ¿también lo sientes? Pero seguro estaremos bien. Presiento que deberé salir antes de lo planeado, pero al menos, trataremos de descansar esta noche “, le dijo a su yegua.

La noble bestia lanzó un breve soplido, como asintiendo, pero relinchó con preocupación conforme Margo se despedía. Después de palmear cariñosamente los belfos de su montura una vez más, Margo se encaminó de nuevo al hostal. Cerró la puerta con tranca. A esa hora, sólo entraría quien tocara.

Cuando regresó, la señora Annah, sin otra palabra más que un seco “gracias”, le dejó una jarra de cerveza de nea y tomó rumbo a sus habitaciones. Al unísono, Yaunh salió de uno de los grandes salones después de apagar los candelabros.

“Bueno, parece que hoy será una noche tranquila, no viene mal un descanso de cuando en cuando, eh. Podremos comer algo, charlar de tus viajes, de tus padres…”

“Yaunh, ¿desde cuándo dejaste de tener clientes? ¡La Mano Negra está casi tan sola como las Estepas!”

“No hay nada de qué preocuparse, joven Margo. Una semana, dos a lo sumo. No lo habría esperado, pero el negocio sigue bien, de maravilla. Aparte, ¿sabes cuánto tiempo tenía sin tomarme ni un breve asueto…?”

-“… 20 años o más…”, imitó Margo burlonamente, “Ya lo sé Yaunh: desde que mis padres me traían de niña siempre han sido 20 años o más, ¿de verdad te sientes bien?”

La mirada de Yaunh pasó de nerviosa a perdida, y tuvo un instante de euforia. Con sus pies comenzó a trazar unos breves círculos sobre el piso coralino, pulido por largos años de pisadas y bailes.

“Estoy de maravilla Margo, ¡y me encanta verte! No estabas por aquí desde hace dos temporadas; recuerdo que tu padre, incluso con esa cara marcial que siempre tiene, no dejaba de tomarte del brazo.”

Un recuerdo, una añoranza se abrió paso en la memoria de Margo. Hace apenas poco todavía era una niña que paseaba del brazo de su padre y escuchaba las historias de Yaunh, de cuando era navegante y viajabas hasta las Islas Frías, y de cómo después recorrió las estepas en busca de restos de barcos y muelles, de cuando eran los desiertos eran mar, siglos atrás. Ahora, las Leyes de las Estepas indicaban que ella debía valerse por sí misma. Ya lo hacía, y bastante bien, pero extrañaba profundamente la compañía de sus padres. Guerreros endurecidos, moldeados con las arenas de coral, templados con el aceite de las dunas. Aun así, padres cariñosos, atentos. Y claro, estrictos, exigentes. Sin esas cualidades, ella nunca habría sobrevivido a los acechadores azules, ni a esa última partida de gnolls que la acorralaron apenas hacía dos noches.

Como si Yaunh pudiera leer sus pensamientos, le preguntó:

“Margo, ¿te gustaría verlos ahora?, ¡Puedo ayudarte!”

De nuevo la voz de Yaunh la sobresaltó.

“¡Claro que me gustaría! Pero incluso si saliera en este instante, no alcanzaría a llegar a la Herida antes de que crucen, y nadie debería andar solo por ése rumbo, ¡no puedes ayudarme, Yauhn!”

“Pues sí puedo, y lo haré Margo querida, ¡mira!”

De entre sus ropas, Yaunh sacó un colorido cuarzo mediano envuelto en un extraño fulgor. Los colores se agitaron y delinearon formas. Un temor reverente embargó a Margo, y quiso apartar la vista, pero las imágenes no la dejaron. La visión voló sobre las estepas y las dunas de polvo de coral fósil, como un halcón astado. Descubrieron el profundo cañón que llamaban “La Herida” y se adentraron vertiginosamente. Aparecieron en escena. Vio a sus padres, exultantes, batiendo a una partida de yuantíes y salvando a la caravana de la Sonrisa del León, con sus valiosas mercancías que viajaban a los reinos de poniente. Incluso creyó oír sus voces, lanzando gritos de bravura. Yaunh, con una sonrisa paternal, tenía el rostro transformado: totalmente tranquilo, como si alcanzara un estado de paz e iluminación. Las llamas mortecinas y amarillentas de las velas de la cocina y del salón principal se tornaron brillantes, blancas. Esferas de cristal sobre los candelabros y en las repisas, que nunca había visto, comenzaron a reverberar y repetir los colores y las imágenes del cuarzo. Una vibración tenue cundió entre el mobiliario, y por momentos parecía que las mesas de servicio y algunos bancos cobraban vida y se desplazaban hacia los cuartos. La taberna se vio inundada de objetos inanimados que adquirían una vida, y un dejo inexplicable de asombro y alegría le invadió. Ya no había temor. Yaunh tomó una paleta de madera y pasó su mano sobre ella, y el fulgor del cuarzo, los colores de las esferas, y los movimientos de los muebles parecían obedecerle. La visión prosiguió por minutos: sus padres limpiando la sangre de las cimitarras, el resto de los guerreros llegando a felicitarlos, los mercaderes agradecidos y aún temblorosos. Incluso, las visiones se remontaron al pasado, a los días de su infancia, ríspida pero feliz; a la Fiesta del León, en Yldriz, y pudo ver el gran pase a lomos de camello…

¡Brooooom! La estancia se cimbró violentamente. Un estruendo en la puerta y gritos de una multitud resonaron fuera. Ambos resollaron.

“ ¡Brujo!, ¡tomen al brujo!, ¡impío!, ¡que pague! “

La gente comenzó a forcejear; la puerta, a retumbar. El techo crepitaba y unas llamas rojas y amarillas invadieron las tablas y la paja. Con lágrimas en los ojos, Margo vio cómo desparecían las imágenes del cristal y la estancia se llenaba de humo y fuego.

“¡No te preocupes Margo, esto se arregla pronto! “, gritó Yaunh para hacerse oír entre el barullo, “sólo permíteme… “

El sonido de madera quebrándose y el rugir de las llamas no la dejó oír más. La puerta cedió y la turba entró a raudales. Quebraron lo que encontraron y prendieron fuego a todo lo que estaba a su paso. Relinchos de terror se oían de las caballerizas. La gente prendió a Yaunh, y estuvieron a punto de molerlo a golpes si no fuera porque un hombre altísimo, vestido de cuero gris lanzó a la chusma hacia atrás, al tiempo que levanta al posadero en vilo. Creyó que era el fin, que colgarían a Yaunh, que la llevarían presa por algo que no alcanzaba a comprender, que lastimarían a Lira; se dispuso a vender cara su libertad. Sin embargo, se hizo el silencio una vez que el hombretón de gris dirigió su vista al gentío, y hasta el fuego pareció amainar. Las manazas del hombre aferraban a Yaunh por el cuello y la pechera.

“¿Eres tu Yaunh Xenir?” clamó el hombretón

“S…, sí, su señoría” espetó Yaunh, con apenas aliento

“Se te acusa de empañar la verdad, de perjuro, abominación y de emplear símbolos prohibidos para ejercer artes oscuras, malditas; de atisbar en el futuro y de recordar a los dioses desterrados, de repetir los símbolos perjuros de las piedras dentadas y de traficar con productos de la Niebla”.

La mirada de Yauhn seguía perdida, y balbuceaba algo ininteligible. Margo tuvo un momento para estudiar al hombretón: debía medir más de dos metros, y estaba cubierto por completo con un capote de color gris claro. De su cuello pendía un amuleto de bronce que representaba a un león rugiente. Era un ajusticiador de Yldriz.

El murmullo de la multitud comenzó a arreciar de nuevo, y el fuego siguió su avance. El ajusticiador, todavía levantando a Yaunh, le arrancó la camisa con una mano y le descubrió totalmente la espalda y el pecho. En ambos tenía un enorme tatuaje, en tinta roja. Cuatro líneas formaban un cuadro, con círculos y triángulos dentro y líneas crecientes en el perímetro. Todo el mundo se postró en tierra, aullando, como si el nefando símbolo hubiera traspasado sus ojos con fuego.

“Has sido encontrado culpable de los crímenes que se te imputan. Tu condena es morir en el fuego, que limpia la faz de las estepas”.

Yaunh cerró los ojos y bajó la cabeza, y siguió murmurando. En ese instante, Margo, a quien nadie había notado, cayó sobre el ajusticiador con espada en mano. Usó la posición de Leopardo danzante para hacer recular al inquisidor, pero él retrocedió, aún levantando al posadero en vilo. Margo giró sobre sí y arremetió de nuevo, ahora con Cernícalo en picada, pero el ajusticiador levantó su símbolo con la mano libre y la rechazó con un bramido:

“¡Atrás, mujer perjura! ¡Te condeno al fuego!”

Sin más, Margo quedó paralizada, sus extremidades rígidas y sus pulmones tensos. Decenas de manos de entre la chusma la derribaron y le pusieron un dogal al cuello. El ajusticiador tomó el extremo de una reata. Sentía que las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos, pero apenas podía resollar por ella misma. Su cuerpo ya no era suyo, y con un simple tirón de cuerda, comenzó a seguir al ajusticiador hacia el frente, a la plaza principal. Mil ideas giraron en su cabeza: sus padres, Lira, Dirin, Yaunh, que había perdido la cabeza, la reconfortante soledad de las estepas, la gente hipócrita que la rodeaba, la que siempre había sido amable y que ahora retozaba al verla sufrir

Una retahíla de imprecaciones salía de la multitud. Ya todos habían salido de la posada. Margo quiso girar la cabeza, ver si alguien había tenido misericordia y había soltado a Lira, o si Dirin había escapado. Con un esfuerzo doloroso pudo comenzar a girar la cabeza. Los tendones le escocían, los músculos se tensaban como si jalara una montaña con su cuello. El sudor comenzó a correar a chorros de su frente, de sus axilas, de su pecho. Las piernas se habían hecho de agua o de espuma. El ajusticiador haló más fuerte la cuerda, y ella no se resisitó. Pudo girar la cabeza repentinamente, como una bisagra oxidada por la arena. Vio que salían humo y llamas del hostal, que todo estaba consumido. No vio rastro de Lira, y por fin una lágrima pudo brotar, pero un relincho se abrió paso entre la multitud. ¡La yegua estaba libre e iba hacia ella! Con un esfuerzo aún mayor, abrió la boca y gritó, con una fuerza que salió de lo más recóndito de sus entrañas:

“¡Corre Lira, corre!”

El ajusticiador se detuvo y posó sus ojos de acero fundido en la joven, que temblaba. Bajó a Yaunh, que seguía murmurando. De su cinturón tomó un gran cuchillo de caza y lo empuño como si fuera a destazar a un cerdo.

-Tu resistencia me impide darte la misericordia del fuego, ¡te haré pagar frente a todos, insensata!

Se oyó un tosido, que comenzó a sonar fuerte, más fuerte, mucho más fuerte, hasta que ahogó los gritos de la multitud. El humo de la posada invadió todo y el techo se colapsó. Un estruendo, como si la tierra se abriese, acalló los gritos de la multitud, el relincho de Lira y el bramido del ajusticiador. Volutas de humo negro y blanco rodearon al posadero, quien tosía a un volumen inconmensurable. Su rostro congestionado se tornó a su habitual faz, afable. De entre el humo surgió el ajusticiador, ahora levantaba a Margo del cuello y apretaba la gran daga con el abdomen de la joven. Unas gotas de sangre ya manchaban el blanco coral del pavimento.

“¿En qué puedo ayudarlos, amigos míos?”, dijo Yaunh, a volumen atronador. Miró en rededor, sopesó lo que había pasado, y posó sus ojos en Margo.

“Ya veo “, continuó. “Pequeña Margo, no temas, déjame hablar con ellos, lo solucionaré en un instante”.

La gente se arremolinó frente a él, entre el humo que se pegaba como aceite, tosiendo sin toser. El tatuaje de Yauhn, de un rojo apagado, comenzó a tornarse carmín, a palpitar. No era sangre, era ámbar fundido de lo que estaba hecho. Margo, con lágrimas en los ojos, pudo ver cómo el ajusticiador, con el rostro desencajado, hundía la daga en su estómago. No pudo gritar. El humo volvió a enseñorearse de la escena, y sólo se veía el tatuaje de Yaunh, refulgiendo, como un remolino de lava en medio de la noche joven. El ajusticiador quiso gritar algo y tomar su símbolo de bronce, pero se derritió en su mano; después le siguió la carne y el hueso. Margo cayó como un sacó sobre el suelo. Sintió un aliento cálido en su rostro, ¡era Lira!

“¡Corre, yegua necia, corre! “ dijo la chica con apenas aliento

La sangre de Margo hizo un charco en el suelo, y se tornó ámbar también. Las tejas de madera que yacían entre cenizas comenzaron a vibrar, rápido muy rápido. El humo se disipó. La yegua, con expresión aterrorizada, coceaba gente; las personas huían, el ajusticiador se derretía sobre el pavimento, y Yaunh…Yaunh estaba erguido, murmurando, con el tatuaje como fuego líquido dominando todo. El humo se esparció, y cundió un chillido ensordecedor. Yauhn se acercó a Margo, que se desangraba en ríos de ámbar.

“Corre Lira, ve con los padres de Margo. Diles que está conmigo, que yo la cuidaré. Ven Margo, pequeña, lo arreglaré todo, sólo déjame…”

¡Kaboom! Una explosión y una barahúnda de gente, corriendo por todos lados, tropezando, empujando. Lira se tambaleó, toda la gente se tambaleó. El griterío se había apaciguado. Todo mundo estaba tirado. El humo se enseñoreó de toda la ciudadela.  Margo, con la cuerda aún ciñendo su cuello, bramó:

“¡Lira, vete!”

La yegua, con los ojos desorbitados, vio cómo las volutas de humo se arremolinaban, y un viento cada vez más fuerte hizo que las llamas se avivaran. Toda la ciudad comenzó a arder, y en el centro de la conflagración estaban Yaunh y Margo. Los restos de la Mano Negra comenzaron a flotar: las mesas socarradas, las briznas de paja, las tejas de madera, las esferas de cristal, los candelabros, los maltrechos utensilios de cocina, y todo se sumó a la vorágine humo y fuego. Cada partícula tomó altura y desapareció en el cielo del crepúsculo.

Lira, aterrada, se decidió a huir, y galopó para escapar de aquella catástrofe. El rugir del fuego ensordecía todo, las llamas consumieron la ciudad en un instante. Por momentos, pareció que una bola refulgente, de ámbar y lumbre, se elevaba hacia el cielo. El valle retumbó con una explosión.

La yegua corrió un poco más. En la noche, las llamas de lo que fuera Lutjurna se notaban a gran distancia, pero Lira se fijó en un punto oscuro que se aproximaba. El chillido de un halcón se oyó cercano. Lira se detuvo un momento y piafó, y Dirin, el halcón astado, se posó en la grupa. Se vieron entre ellos. Seguramente algo se dijeron algo en algún lenguaje animal; nunca se sabrá. Lo único que se puede interpretar es que tomaron un acuerdo, y después, Lira, con Dirin en la grupa, emprendió su camino, al trote.

 

César Raziel Lucio Palacio

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