La venganza de María del Refugio.

La habitación está oscura. A María del Refugio no le importa, tiene buena vista. Ve al asesino de su familia, de su padre, de sus hermanos, tendido en un sofá sucio y roto. Hay pedazos de pizza y fritos viejos en el piso. Siente hambre, pero más miedo. No se decide a actuar. Aún.

Lo escuchó clarito al otro lado de la pared, el tipo del sillón llegó a la casa tambaleándose como es su costumbre, encendió su única compañía y el ruido aumentó. Oyó cuando se dirigió a la cocina, prendió la luz y así ella pudo apreciar mejor su atuendo: unos pantalones exageradamente amplios, una peluca vieja y sucia, la cara maquillada, unos guantes que en algún tiempo fueron blancos cargando en uno de ellos dos enormes zapatos bicolores y, rematando todo eso, una nariz roja que el tipo arroja frustrado al fregadero.

Justo ahí falleció su padre a manos de ese desgraciado. Lo había sorprendido cerca del refrigerador llevando un poco de comida a sus hermanos, ella lo acompañó esa noche y presenció todo desde abajo de la mesa, el miedo le impidió moverse y esa fue, piensa, su salvación. Su padre no corrió con la misma suerte, el intruso lo acorraló cerca del fregadero y con su pistola verde le disparo por la espalda. No lo mató pero si lo dejó aturdido. Y eso fue lo más cruel de todo. Se divirtió mucho haciendo sufrir a su querido padre, llenó el fregadero de agua una y otra vez, poco a poco empezó a disfrutar el espectáculo de la tortura. El autor de sus días luchaba por su vida, pero el monstruo no lo dejaba en paz. Muchas veces sumergió su cabeza, y todo lo que podía, en el fregadero lleno de agua. Finalmente su padre murió ahogado. Ella aprovechó para salir corriendo de ahí. Ignora cómo se deshizo del cuerpo de su progenitor.

Cuquis está decidida a vengarse esta noche; lentamente asoma la cabeza por un huequito de la puerta de madera podrida. Lo ve todo tan claro que le da miedo salir de su escondite, el asesino podría descubrirla… y matarla a ella también. El tipo toma un cuchillo enorme y ella se refugia, aun más, en la oscuridad, ahí se siente más cómoda. Él abre una puerta y saca una sandía enorme, ella siente un hueco desesperado en su estómago. Lo sigue despacio a la sala una vez que hubo él dejado la cocina en penumbras. Nadie sospecha de su presencia en el vano de la puerta de la cocina, la ilumina muy poco la luz de lo que el fulano observa embelesado. En ocasiones suelta fuertes carcajadas o dice palabrotas. Cuquis tiembla pero está decidida a vengarse. Esta noche.

Dos enormes botellas de cerveza después el tipo se ve menos despierto. El perro del vecino está ladrando más que de costumbre. Repentinamente el asesino se queda con un solo tenis, el otro lo arroja con violencia en dirección a Cuquis; piensa, mientras se mete corriendo bajo la mesa de la cocina, que el tipo la ha descubierto. Quiere huir pero el hambre y las ganas de vengarse son mayores que su miedo. No, el fulano ni siquiera sabe que ella lo observa, arrojó el tenis queriendo hacer callar al perro. Se acomoda mejor en el sucio sillón y deja caer una rebanada de sandía a medio terminar al suelo. El hambre es cabrona.

Por eso la otra noche su hermanito se descuidó, queriendo alcanzar unos pedazos de galleta que estaban en el piso, junto a la mesa de la sala, el tipo lo sorprendió y sin mediar palabra le arrojó una de sus enormes botellas. Maldijo al verlo vivo, festejo con gritos al saberlo muerto. La botella dio justo en la cabeza de su hermano. Afortunadamente la muerte fue instantánea.

Ahora ronca y Cuquis se la va a jugar. Despacio, muy, muy lento y sin hacer ruido ha llegado a la mesa de la sala, se ha trepado en ella; ahí está la pistola verde y otra rebanada de sandía. Cuquis es cabrona, lo sabe y aunque la pistola la pone a temblar ella está decidida a ejecutar su venganza. Come un poco de la sandía y sacia el hambre de dos días. Ahora viene la de ella, sí, se prepara y caga sobre ese pedazo de fruta. Se lo merece el tipo. Que se joda.

Con la panza llena se siente lenta y pesada. No sabe qué hacer ahora que su plan ha dado resultado, vaga en silencio, siempre en silencio por la sala, pero ahora sin la apremiante necesidad de correr. Se toma su tiempo y decide subirse sobre la televisión, está dando la espalda al asesino, ella se ha descuidado. Sus apéndices le avisan del peligro, voltea a verlo y él le apunta con la pistola verde. Lo último que podría haber contado es cómo el enorme chorro de agua fría la aplastó contra la pared y, en su agonía, la satisfacción al ver como el tipo devoraba esa última rebanada de sandía.

 

Samuel Carvajal

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