Esmeralda – 1 de 2

Aquella mañana el aire vibraba en el país de los Djárlides. Desde sus costas arenosas la desazón se extendía hasta el paraje de Olivalle, con sus tierras repletas de oro y ámbar. Una vibración corría por los campos sembrados de trigo y okra por entre los prados donde paseaban los rebaños de cabras y ovejas, sobre las pendientes pedregosas repletas de vetas argentinas. Chocó con los bosques milenarios de olivos, alcornoques y robles, repeliéndose y silenciándose contra la mole pétrea que fuera hace milenios la cuna de los Darcein, la sierpes de alas y saberes arcanos, por cuyas venas pujaban los elementos de la creación misma. Pero ya ningunos de esos seres quedaba ahí, y el sitio ahora era llamado “el Cuenco de Osamentas”, y era evitado por los hombres.

El silencio reverente de la gran alfombra verde que rodeaba el Cuenco estaba también roto desde dentro.  El ritmo de un runrún en un claro inundaba el paraje. Ahí estaban unas treinta mujeres; cuerpos recios, acostumbrados a esfuerzos físico tremendos, con el torso desnudo y una larga daga a la cintura, machacando raíces jabonosas contra las prendas de lino, tallando esforzadamente contra las rocas. El agua cristalina del río discurría helada, a saltitos, entre redondeados pedruzcos. Procedente del deshielo de glaciares montanos, no era la mejor para la lavandería. Arroyuelos de espuma se diluían en el agua, y de cuando en cuando alguna pequeña burbuja escapaba, elevándose con el soplo del aire matinal. Un par de ojos vivaces e infantiles seguía con detenimiento cada una de ellas, hasta que se perdían en el firmamento. El niño, piel morena, ojos verdes y almendrados, tendría escasos dos años. Disfrutaba el vuelo de las burbujas sin intención de tocarlas mientras el resto de los pequeños jugaban entre los árboles. Después se concentraba en la arenilla. Con sus manitas apartaba las piedras más grandes, y se metía al bolsillo de su túnica las que más le gustaban. A unos metros, una mirada severa alternaba su atención entre el pequeño, las lavanderas y los límites del bosque de fresnos y álamos, mientras la mano estaba tensa sobre la sobria empuñadura de una espada de hoja ancha. Las grandes montañas al fondo, en el Cuenco, cubiertas de nubes revueltas y relámpagos, parecían justificar la tensión.

Sólo al comprobar la calma Eireiane relajó su postura. Tenían ya casi un mes huyendo sin noticia alguna. Esperaba que en cualquier momento llegaran las emisarias conforme a lo planeado. Ojalá la coalición de las villas hubiera podido detener la amenaza. Pero era algo que ni siquiera habían conseguido las grandes ciudades de Kharris y Jekkera, que yacían ruinosas y abandonadas. Rhidertonia se había salvado sólo por la intervención del héroe Eoineo, quien tenía consigo a dos de las Portadoras, Adraris y Cnoripea. Una victoria pírrica: el país de los Perdágilos estaba arrasado. Y por sobre toda aquella destrucción se erguía la figura de una doncella salvaje, con una horrísona espada. Se hacía llamar Lemnehev, y había jurado hacerse de todas las Portadoras para ella, así tuviera que sembrar el país entero con cadáveres. Lo estaba consiguiendo.

Por su parte, la coalición de villas liderada por Olivalle había hecho todo lo posible para ocultarle la sagrada lanza Eromo, Nacida de Sangre, la única Portadora que ellas resguardaban. Eireiane ignoraba el paradero y habría dado con gusto su vida para proteger la reliquia. Pero tenía una labor igual de importante: conducir a los sobrevivientes de la aldea al refugio-santuario. Debían pasar entre el bosque de Faudes, justo a la sombra de la gran mole del Cuenco de Osamentas. Apenas hoy habían conseguido llegar al único claro del trayecto, y le parecía raro no estar bajo la fronda protectora de los árboles. Ese bosque había sido dominio de los Darcein tiempo ha. Esos seres increíbles poblaron la faz de aquel país, sometiendo todo lo existente junto con sus aliados, ya fuera con su poderoso vuelo, su grave intelecto o el uso de poderosos sortilegios. Juntos a sus ancestros, los hombres Djárlides de poniente, los Darcein habían derrocado a los antiguos poderes. El mundo yacía ahora sin dioses, pero también las venerables sierpes había desaparecido. Sólo quedaban los orgullosos Djárlides, con su vicios, sus mitos añejos, y las Portadoras, esas armas terribles que habían hecho que los Darcein los consideraran como aliados.

El pequeño Lhyon había heredado el perfil y el cabello por parte materna, pero nadie se explicaba el color verde tan profundo que tenían sus ojos. Ya era capaz de formular sus primeras oraciones, y el brillo de sus ojos delataba una aguda inteligencia. Era un bebé meditabundo, y su tía pensaba que su carácter melancólico se relacionaba con la muerte de su madre. Escuchaba atento y aprendía docenas de palabras a la semana. El niño era consciente de su propia inteligencia. También sabía que sólo él era capaz de escuchar algunas cosas. Hace un par de semanas, conforme se acercaban al Caldero, oyó por primera vez el sonido en el cielo: un estruendo-rugido-risotada. Quiso atraer la atención de las mayores pero fue inútil. No había nada cruzando el firmamento, ni siquiera la más fina nube, y el cielo era un lienzo de color azul. Pero había oído. Ahora ocurría de nuevo, y eso hacía que las burbujas explotaran. Tal vez su tía, más lista que las demás adultas, podría entenderle, y fue hacia ella.

La carrera del pequeño la sacó de sus cavilaciones. Tropezando entre los redondos pedruscos, el nene se encaramaba y saltaba torpemente por donde podía. Con ojos lagrimosos y raspones, le abrazó las piernas con ternura. Eireiane se inclinó para alborotarle el pelo lacio mientras veía las piedritas que el niño le mostraba, elevando sus manitas juntas.  Había trocitos diminutos de oricalco, ónice blanco y malaquita revueltos con arenilla opaca, tal como era común en aquel país pródigo. Sobresalía una pequeña esmeralda, de verde apagado.
—Esa, esa —decía el pequeño.
—Sí, Lhyon, esa es como tus ojos —“y como los de tu madre en su lecho de muerte”, pensó para sí. Los ojos de aquella mujer, su hermana, habían sido de un brillante color miel hasta antes de su viaje a oriente como embajadora. Pero regresó encinta y enferma de tormentas después de un grave naufragio, y con unos inquietantes ojos verde esmeralda.

Eireiane sólo había tenido unas semanas con Cybele, su hermana, antes de que ella mueriera. Kynna la había traído consigo. Estaba explorando las lejanas costas de Philobromen cuando recibió la noticia de una gran navío Djárlide encallado después de una terrible tormenta. De los djárlidos sólo había sobrevivido la fuerte Cybele, y del restos de la tripulación, nadie estaba cuerdo. El embarazo de la embajadora era evidente.  Durante el viaje a casa cualquier pregunta que hiciera Kynna acerca de sus peripecias en el barco o del embarazo era respondida con silencio. Llegaron apenas a tiempo de que la iatreina, la sabia local, le prodigara sus cuidados. Lhyon nació sano y radiante. Pero con el nacimiento, Cybele comenzó a menguar. Su espíritu decayó, como si simplemente no tuviera más energía para vivir, y dejó de hablar totalmente. Pasaba las horas mirando a Lhyon, embelesada. El nene, silente, contemplaba el cielo o su entorno, con un brillo creciente en sus ojos de color verde encendido.

Antes de su último aliento, Cybele habló. Comenzó indicando que en cuanto hubiera peligro se refugiaran en el santuario sin dudarlo, y pidió fervientemente a su hermana tener a Lhyon con ella siempre. Después habló de la tumba de los de Darcein y del río del tiempo, de cauces y existencia. A partir de ahí, fue como si estuviera poseída, despotricando, farfullando acerca de las nubes de tormenta y de los Darcein migrando entre corrientes estelares, más allá del tiempo y de la esfera del mundo, y de sus huesos mondos, apilados, blanqueándose a la luz de las estrellas. Murió entre espasmos y estertores, con la boca espumeante, lanzando gritos y llamando a su hijo. Se llevó a la tumba el secreto del padre y dejó en su hermana una imagen que la perseguía constantemente.

En su tienda, Ereiane estaba impaciente. Las noticias deberían haber llegado al alba, y ya estaba a punto de oscurecer. Lhyon tenía un par de horas dormido y balbuceaba entre sábanas. Había llamado a Kynna y a las exploradoras más experimentadas. Acordaron posponer la marcha hasta la mañana siguiente. Al despedirlos, Ereiane se guardó sus peores temores. Toda la planeación y los discursos le sonaban huecos. Ladró unas órdenes para que los vigías redoblaran sus rondas. Agotada, se dejó caer en su lecho. Entre sábanas, el pequeño Lhyon, con los ojos entrecerrados, soñaba con esmeraldas, relámpagos y batallas, y pensaba en palabras nuevas, que nadie había pronunciado jamás.

El sueño de Ereiane fue intranquilo. Ante sí veía a Lemnehev, tal como la habían descrito los primeros mensajeros que dieron fe de su llegada: una mujer tremenda, saliendo de un río de magma; fúrica y de cabello encendido, con la piel broncínea del oro rojo y empuñando un venablo y una ancha espada, erizada de púas y goteante de sangre. Sembraba a su paso muerte, cada uno de sus resuellos era angustia. Y sobretodo, buscaba la sangre de los niños, como si su inocencia fuera el combustible para aquella furia inextinguible. Derribaba murallas con la misma facilidad que cortaba cabezas y nada parecía hacerle frente . Y ahí estaba ella, huyendo entre campos de espinos y abrojos, con su hermana a cuestas, aullando; y llevando al pequeño Lhyon de la mano, con Lemnehev pisándole los talones. La horrible doncella le lanzó su venablo con la fuerza de un tifón, y ella apenas alcanzo a esquivarlo, cayendo sobre sí y arrastrando al niño y a su hermana, a quien trató de levantar como pudo. Un grito surgió de su garganta desgarrada cuando vio que el rostro de su hermana se había trastocado en el de Lemnehev. El niño se incorporó y la tomó de la mano. Siguieron caminando, adentrándose en una tempestad de luz blanquecina que acalló los rugidos de su perseguidora. Al pasar el resplandor, se dio cuenta que estaba en el Cuenco de Osamentas.

Despertó sudando, con la imagen aún fresca en su memoria. Fuera de la tienda, el canto del urogallo anunciaba el albor del día.  No había noticias de la amenaza. Para Eireiane, la decisión fue clara: llevar a todos al Cuenco sin perder tiempo. Fue a las prisas por Lhyon, pero él ya estaba jugando con su esmeralda. Lo arropó, se calzó los karbantines y tomó su túnica corta, su escudo y su espada.  Nunca había recorrido el camino que restaba, nadie en generaciones lo había hecho. Pero había memorizado cada detalle de la descripción ancestral, tal como correspondía a su puesto como adalid de las guerreras del pueblo de los messatanos, orgullosas entre todos los habitantes del país de los Djárlides, supremas entre todos los mortales.

Su entrenamiento también había incluido reflexionar rápidamente y tomar decisiones drásticas.
—¡Levanten el campamento, nos movemos ya! —Su voz retumbó entre los árboles. En un santiamén todo estaba recogido. Como si la orden hubiera llegado hasta los confines del bosque, un berrido estruendoso hirió los oídos de todos. “Está aquí y viene hacia nosotros” pensó con temor Erieiane. Decisiones rápidas. En su mente, Lemnehev llegaba a zancadas, abriendo los cuerpos en canal, hiriendo, asesinando a Lhyon ante sus ojos. Decisiones drásticas, pues la vida pende de un hilo.
—¡Al Cuenco de Osamentas, todos al Cuenco! —El grito desconcertó a todos—. ¡Al Cuenco, ahora! —Los pies comenzaron la carrera, presurosos ante la insistencia. Tal vez aún quedara algo del poder de los Darcein disponible para sus antiguos aliados.

En los brazos de su tía, Lhyon pensaba en sus rocas y en los sonidos celestes. Su colección de piedrecillas había aumentado considerablemente durante su caminar junto al río las últimas semanas. Su último hallazgo ahora tenía titilaba, como si dentro albergara un fuego paliptante. La esmeralda se encendía y apagaba al ritmo del viento vibrante. En el horizonte, los relámpagos sobre el Cuenco de Osamentas parecían responder a ese palpitar. De súbito, Lhyon supo que tenía que ir hacia allá. Y su mente se llenó de imágenes de escamas pétreas, de vientos, de relámpagos.

Lemnehev podía oler el pavor de su presa. Flotaba en el aire, y ya se paladeaba la sangre que derramaría. No habían sido la primera opción. Por alguna clase de embrujo, la comitiva que se había llevado a Eromo, la Portadora que buscaba, no había dejado rastro útil. Debía reconocerlo, esos campesinos eran buenos luchando y huyendo. Lo único que le había quedado era la pista de estos últimos desarrapados, la escoria de luchadoras y niños que corrían a esconderse. Seguro ellos tendrían idea del paradero de la lanza, y sino era así, al menos saciarían la sed de tormento que la mantenía viva. Y había niños. Su muerte era especialmente sabrosa. Arreció su pasó, ansiosa por derramar sangre.

La banda corría despavorida, dejando atrás el claro, siguiendo rauda el escabroso camino hacia el Cuenco, peligrosa como un lince o un leopardo acorralado. El sendero trepaba por rocas afiladas para perderse entre las nubes de tormenta, y los relámpagos retumbaban ya, estruendos secos carentes de lluvia o piedad. Tenía tras de sí a algo más allá de la realidad, una mujer que personificaba la crueldad y el ansia de muerte. Algunos creían que era la encarnación de una deidad muerta, deseosa de entrar de nuevo a la esfera del mundo a base de dolor y sangre. Sea como fuere, tenía consigo a algunas de las Portadoras, esas míticas armas que habían cimbrado la creación entera, y que habían asesinado a los últimos Darcein en tiempos ignotos.

(Continuará)

César Raziel Lucio Palacio

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