«Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos.
Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente,
como la de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y olvidada,
vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos.»
Jorge Luis Borges
Estaba ojeando los últimos títulos que la librería más grande de Quito había adquirido cuando se cruzó en mi camino uno de los ejemplares de la colección Biblioteca Lovecraft. En aquel momento me asaltó la nostalgia, pues vinieron a mi memoria todos aquellos cuentos que había leído cuando aún era un adolescente: Los asesinatos de la Rue Morgue, La noche boca arriba, Anaconda, La llamada de Cthulhu, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius; cada uno de ellos era para mí una pequeña obra maestra a la que siempre regresaba, y que me permitió abandonar las inocentes fantasías literarias de Julio Verne y Emilio Salgari.
Invadido aún por tan gratos recuerdos se me ocurrió solicitar a una de las empleadas del local una copia del Necronomicón. Su respuesta fue una tímida y maliciosa sonrisa. Me dejó en compañía de los textos y dijo en voz alta, “alguien aquí está buscando el Necronomicón”. Me dirigí hasta la caja registradora, donde insistí en mi pedido. La réplica de la dependiente fue aún más desconcertante: “te daría una copia si el librito que me pides existiese”. Entonces, por primera vez en mi vida, advertí que las referencias bibliográficas que abundan en la obra de H.P. Lovecraft no son más que elucubraciones suyas. Me ruboricé; no podía creer que hubiera caído en una trampa tan vieja como el siglo que murió. La cajera, que tenía el inconfundible aspecto de una estudiante de ciencias humanas, de antropología, quizá, en su afán por humillarme todavía más, se atrevió a buscar el Necronomicón en su base de datos. Mientras esperaba me miró de reojo y alcanzó a preguntar “¿no te gustaría leer también El acercamiento a Almotásim?” Sin duda no se refería al cuento de Borges, sino al libro ficticio sobre el que Borges había escrito su cuento, pero la muchacha tuvo que tragarse sus palabras cuando el Necronomicón apareció en el listado de su computador. La pedante sabelotodo no atinaba a explicarse cómo pudo haber sucedido, lo cierto era que el “Libro de los nombres de los muertos” alguna vez había estado allí. Continuó buscando en la base de datos y localizó varios tratados apócrifos que llevaban por título Necronomicón o algún epígrafe similar. En mi ingenuidad llegué a pensar que el hallazgo del Necronomicón de Abdul Al Hazred en el inventario de tan prestigioso negocio era el equivalente al encuentro de un zahir borgesiano o de uno de los volúmenes de la enciclopedia tlöniana. La muchacha quedó sin palabras, y yo, aunque me había salido con la mía, también. Por fortuna para todos, el dichoso libro que pasaba por ser una edición conmemorativa y limitada a cargo de Wilson H. Shepherd, de la casa editorial The Rebel Press de Oakman, Alabama, estaba dentro de la categoría “agotado”. Abandoné el local, tan inquieto como sus empleados, y me decidí a investigar por mi cuenta. Lo primero que vino a mi mente fue There are more things, cuento que forma parte de la colección «El libro de arena» y que Borges dedicó a la memoria de Lovecraft. Todo lo que me había ocurrido aquel día, los recuerdos, el hallazgo del Necronomicón, las burlas de la cajera, apuntaban a una extraña relación entre Lovecraft y Borges que me propuse esclarecer.
Jorge Luis Borges y Howard Phillips Lovecraft fueron contemporáneos, no obstante nunca en sus vidas tuvieron noticias el uno del otro. El primero nació en Buenos Aires, el 24 de agosto de 1899, y murió en Ginebra, víctima de un cáncer hepático, el 14 de junio de 1986; el segundo nació en Providence, Rhode Island, en 1890, también en agosto, el día 20, y falleció a causa de complicaciones renales en su amada ciudad natal el 15 de marzo de 1937, pero, a diferencia de Borges, sin lograr reconocimiento por sus aportes a la literatura. A pesar de todo, sus obras comparten algunos rasgos comunes. En primer lugar, está el estilo barroco que se les atribuye a sus primeros escritos. En algunos de los ensayos de «Inquisiciones» y «El tamaño de mi esperanza», Borges no apela únicamente al criollismo, sino también a cierta influencia barroca. Tal vez fuera la relación de amor-repulsión con el estilo de los clásicos peninsulares lo que llevó a Borges a declarar en el epílogo de «El libro de Arena»: «el destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista involuntario de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula There Are More Things”.
Resulta indiscutible el estilo barroco que Lovecraft cultivó en sus trabajos, sobre todo gracias a la influencia que desde temprana edad ejerció sobre él la estética del siglo XVIII. El objetivo que persiguió con la adopción del barroco en el plano literario fue la creación de una atmósfera asfixiante y sobrecargada para sus cuentos de terror, objetivo que alcanzó con creces. La provocadora sentencia de Borges con respecto a Lovecraft encuentra su eco en la tardía traducción de sus cuentos al castellano. En efecto, No sería sino hasta la década del setenta que la popularidad de Lovecraft crece en todo el orbe. Borges no yerra, pues así como la primera sección de su propia obra suele ser tachada de barroca —debido a la búsqueda de un estilo que con el transcurrir de los años llegaría a definirse—, Lovecraft, en inicio, trata de imitar a Poe; más tarde, durante la etapa de la madurez de su producción, se hallará a sí mismo fusionando el relato de terror con la naciente ficción científica, manteniendo además el estilo barroco que lo caracteriza. Lo que Borges dijo de Lovecraft se explica, asimismo, debido a la escasez de estudios acerca de la obra de éste último, e incluso a la ausencia física de sus textos en las bibliotecas públicas; la fuente más cercana de la que pude extraer información acerca de la relación Borges-Lovecraft fue Internet. De hecho, la edición de los cuentos de Lovecraft que leí cuando muchacho desapareció de mi librero y sólo pude volver a ojearlos gracias a los textos disponibles en las bibliotecas virtuales. Tan es así, que fue el ciberespacio el causante de mi confusión respecto al Necronomicón.
El segundo rasgo común que pude identificar fue el uso de recursos intertextuales –que va de la mano con la creación de mitologías–, tercer punto al que me referiré. Ambos autores fueron verdaderos maestros en el arte de conseguir que los objetos nacidos de su febril imaginación escapasen del texto o saltasen de uno a otro. En el caso de Borges está El acercamiento a Almotásim. La verosimilitud de la narración fue tal, que varios lectores de la época creyeron se trataba de una reseña de la novela The Approach to Al-Mu’tasim -Borges prefirió escribir la reseña de una novela ficticia a entregarnos una novela.
Lovecraft profundizó en el uso de este procedimiento, pues alentó a sus amigos más cercanos —el grupo de escritores conocido como Círculo de Lovecraft—, a alimentar los mitos en torno al Necronomicón y a otros grimorios quiméricos como los Manuscritos Pnakóticos. Los discípulos no defraudaron a su maestro y lo hicieron intervenir personalmente en varias de las tramas de sus relatos, e incluso sugirieron que la pronta muerte de Lovecraft podría encontrar explicación en su conocimiento de lo oculto.
Sin embargo, antes de mi bochornosa visita a la librería, y a causa de mis frecuentes viajes a través del ciberespacio, no tenía conciencia del engaño, del juego intertextual en el que cientos de incautos habíamos caído. Tantas eran las referencias que había encontrado acerca del Necronomicón que admití su existencia irreflexivamente. En el Gigers’s Necronomicon, de H.R. Giger —una suerte de recopilación de los trabajos más conocidos de este visionario artista—, se explica que el libro lleva aquel título debido al gusto de su autor por los engendros, los conjuros y la hechicería. Sam Raimi, afamado director de cine “serie B”, basó el argumento de su trilogía Evil Dead, Evil Dead 2 y Army of Darkness, en el hallazgo y mal uso del libro en cuestión. Asimismo, en Los grandes misterios, enciclopedia editada por Toulousse, el apartado dedicado al astrólogo John Dee lo relaciona con la traducción al inglés del libro. Con estos antecedentes, no sorprende que los ocultistas del siglo XX hayan ido todavía más lejos. La contracultura esotérica y neopagana contemporánea se inspira directamente en las sagas literarias de H.P. Lovecraft. Los rituales del satanista Anton Sandor Lavey y de los ocultistas Aleister Crowley, Kenneth Grant y Michael Bertiaux, todas las ediciones falsas del Necronomicón y algunas sectas como la O.T.O., Typhoniana, la Orden de los Trapeziodes del Templo de Set, la Orden Esotérica de Dagon, Bate Cabal, Lovecraftian Coven, Starry Wisdom y la Magia del Caos, no son más que esfuerzos de cientos de fanáticos por experimentar las desventuras de los protagonistas de las historias lovecraftianas.
Ambos autores, Lovecraft y Borges, apelan al relato en primera persona y al apoyo en citas textuales extraídas de libros poco difundidos en nuestros días o, bien, del todo inexistentes. Aunque Lovecraft fundamentó el engaño intertextual en torno al Necronomicón en los aportes y la difusión que sus amigos y discípulos habían logrado, Borges obtiene el mismo efecto convirtiéndose en uno de los personajes de sus cuentos: el protagonista. Es lo que ocurre en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde su entrañable amigo, Adolfo Bioy Casares, hace las veces de interlocutor. Debo confesar que durante mucho tiempo, y de no ser, una vez más, por las posibilidades que ofrece Internet, creí que Jorge Luís Borges había sido un héroe romántico que basaba sus cuentos en experiencias reales. Durante el tornasiglo, cuando abandonaba la secundaria, descubrí en el ciberespacio, muy para mi pesar, que el Borges de carne y hueso no fue el aventurero incansable que yo había imaginado —¿cómo pude haber llegado a conclusión tan errónea?—, sino un erudito aristocratizante —autor de Ragnarök, narración en la que asocia la degradación de la estirpe olímpica a rasgos étnicos propios de mulatos, orientales y amerindios, y a los ademanes del arrabal—, bastante cercano al oscuro y sectario Lovecraft —autor de poemas de versos racistas como On the creation of Niggers y New England Fallen. Cuentos como El Aleph, El inmortal, El Jardín de los senderos que se bifurcan, La secta del Fénix, Tres versiones sobre Judas, Pierre Menard, autor del Quijote, Funes, el memorioso, El acercamiento a Almotásim, El zahir, y, principalmente, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, están escritos de tal manera que bien pueden confundir al lector inexperto o incluso a aquel que, como yo, está dispuesto a ser embaucado. En la posdata que Borges agregó a su afamado cuento en el año de 1947[1], se desarrollan dos anécdotas sobre «la intrusión del mundo fantástico en el mundo real»: la primera protagonizada por la princesa de Faucigny Lucinge, y la segunda por Borges y Enrique Amorim. Nótese, además, que la princesa de Faucigny Lucinge es el mismo personaje que, de acuerdo con la mitología borgesiana, recibió las confesiones del inmortal, ocultas en el último tomo de la Ilíada de Pope, de manos del anticuario Joseph Cartaphilus en junio de 1929. Éste es el tercer rasgo que aproxima a Lovecraft y a Borges, su capacidad para crear mitologías.
Los Mitos de Cthuhu, que tienen su origen en el cuento lovecraftiano La llamada de Cthulhu —relato escrito en primera persona que se apoya en supuestos reportes policiales, informes arqueológicos, bitácoras de navegación, entrevistas y notas periodísticas—, introduce al lector en un mundo de deidades alienígenas. Esto se debe a que su creador fue un agnóstico convencido que, influido por los descubrimientos científicos que en materia de astronomía y física tuvieron lugar a principios del siglo XX, entendía al hombre como un ser mínimo perdido en uno de los vórtices de un universo inmarcesible. El panteón creado por Lovecraft está conformado por monstruosidades extraterrestres que manipulan a la raza humana; los dioses lovecraftianos —de nombres casi impronunciables como Cthulhu, Nyarlathotep, Shub-Niggurath, Yog-Sothoth, Azatoth, Hastur, Wendigo— son, ante todo, materiales. No existe elucubración sobrenatural alguna; el terror en los cuentos de H.P. Lovecraft no tiene su base en el temor al más allá o a seres de ultratumba —como en Poe—, sino en la ausencia total de éstos. Las implicaciones para el lector son enormes: sin Cielo ni Infierno, sin recompensa ni castigo eternos, sin una deidad creadora absoluta en cuya creencia se afinque la moral secular —¡la pesadilla kantiana hecha realidad!—, los personajes lovecraftianos luchan por mantenerse vivos o pierden la cordura. Por su parte, Borges le otorga un lugar decisivo a la metafísica en sus mitos. Es así que el mundo de Tlön se constituye en una realidad paralela con estatus ontológico propio -descrita en una precisa enciclopedia-, atrapada dentro del cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Jorge Luis Borges, en tanto que personaje central y autor actual de este cuento, se mueve entre su invención más perfecta y el mundo real. Gracias a su incomparable genialidad, Borges consigue, sin necesidad de apelar a elucubraciones fantasmagóricas, deslizar la ficción en la realidad. Sobre su texto alguna vez comentó: “esa enciclopedia tendría el rigor que no tiene lo que llamamos realidad. Dijo Chesterton que es natural que lo real sea más extraño que lo imaginado, ya que lo imaginado procede de nosotros, mientras que lo real procede de una imaginación infinita, la de Dios”.
El siguiente capítulo de mi investigación me condujo al texto Historia del Necronomicón. Lo encontré —para variar—, en una biblioteca virtual. El escrito no abarca más de dos páginas, pero trae una importante pista[2]: Lovecraft aseguraba que una de las pocas copias sobrevivientes de su apócrifa creación reposa en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires, sin duda, uno de los lugares que Borges debió haber frecuentado. Este acierto me llevó a buscar referencias que vinculasen al “tuerto” con el Libro de los nombres de los muertos, y las encontré. Corre entre los admiradores de Borges y de Lovecraft —que para mi sorpresa abundan en la red—, un extraño rumor acerca de la existencia de la ficha del Necronomicón en la Biblioteca Nacional Argentina y en la Biblioteca de Santander en España, que corresponde con la descripción que días atrás se mostró en la pantalla del computador de la cajera. Los seguidores de Borges alrededor del mundo, llenos de entusiasmo, le atribuyen esta jugarreta a su bien amado mentor. Así, portando todo este cúmulo de información, mi último paso para esclarecer el misterio del Necronomicón filtrado en la base de datos, fue regresar para entrevistarme con los administradores de la librería, y establecer si tenía lugar alguna suerte de relación entre su inventario y el fichero de las bibliotecas consideradas.
El administrador, un hombre de unos treinta y cinco años de edad y de relucientes aparatos de ortodoncia, prestó total atención a la historia que tenía para contarle y supo disculparse por la falla en base de su sistema que mi candidez había ayudado a ubicar –como era de esperarse, el inventario de la librería se alimentó inicialmente de los listados de la página de la Biblioteca Nacional Argentina. Me agradeció y me invitó a tomar una taza de café en su oficina. Durante la conversación me confesó que más de una persona había intentado adquirir El acercamiento a Almotásim o el Necronomicón; yo no había sido el único, ni tampoco sería el último. Antes de despedirme quise conversar con la cajera que había tratado de pasarse de lista conmigo, pero sus compañeros supieron explicarme que había desaparecido la misma tarde que tuvo lugar nuestro primer encuentro. La policía y su familia estaban buscándola, no obstante todos sus esfuerzos habían resultado inútiles hasta el momento. La muchacha se esfumó sin dejar rastro alguno, salvo por el bolso que había olvidado en su puesto de trabajo, y que a pesar de su tamaño traía tan solo dos libros, una copia de En búsqueda de la ignota Kadath, de Lovecraft, y otra de Seis problemas para don Isidoro Parodi, de Borges y Bioy Casares.
Mientras escribo estas líneas pienso aún en otras coincidencias y paralelismos que hallé en las obras de Borges y Lovecraft: las geometrías imposibles de la ciudad de los inmortales y de la ciudad pétrea de las montañas de la locura, las sectas heréticas, las geografías ideadas, los mundos oníricos, las indagaciones detectivescas, los objetos nigrománticos, la teratología, las peregrinaciones, la posibilidad manifiesta de modificar la realidad fundiéndola con la ficción… el encuentro de la ficha del Necronomicón, la desaparición de la cajera, las sectas lovecraftianas que últimamente rondan por el centro de Quito, los métodos borgesianos de los que tendré que echar mano para dar con el paradero de la muchacha, la autoría universal de todo lo que se ha escrito, se escribe, está por escribirse o nunca se escribirá.
[1] «Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas —con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido—, latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant’Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas –más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente… A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo ‘que venía de la frontera’. Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön”.
[2] “La edición árabe original se perdió en los tiempos de Wormius, tal y como se dijo en el prefacio (hay vagas alusiones sobre la existencia de una copia secreta encontrada en San Francisco a principios de siglo, pero que desapareció en el gran incendio). No hay ningún rastro de la versión griega, impresa en Italia, entre el 1500 y el 1550, después del incendio que tuvo lugar en la biblioteca de cierto personaje de Salem, en 1692. Igualmente, existía una traducción del doctor Dee, jamás impresa, basada en el manuscrito original. Los textos latinos que aún subsisten, uno (del siglo XV) está guardado en el Museo Británico y el otro (del siglo XVI) se halla en la Biblioteca Nacional de París. Una edición del siglo XVII se encuentra en la Biblioteca de Wiedener de Harvard y otra en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham; mientras que hay una más en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires”.
Roberto Alméndariz Rueda