Nunca una tormenta de arena la había desviado tanto de su ruta ordinaria. Con la respiración aún entrecortada por el esfuerzo de su última carrera, Dryska se arrellanó entre el mullido y almizclado pelaje de su montura. Había sido providencial que hubiera encontrado una grieta entre las incólumes paredes de basalto; no por nada todo mundo llamaba “la Floresta Afilada” a esas montañas. Mientras encendía la bengala, Dryska agradecía a las Potestades su benevolencia: en sus continuas caravanas por esos rumbos era común encontrarse con esqueletos quebradizos de alguien no tan afortunado como ella.
Aunque se encontraba segura en la grieta, Dryska se preguntaba cómo pudo haber pasado por alto los signos de la tormenta. Por más que daba vueltas y pensaba en si había escuchado croar a los nirks de huesos o si había visto volar en círculos a los rocs, no encontraba nada que pudiera haberle advertido del tifón. “Siempre hay una primera vez”, pensó. Fuera, el ulular del viento era indiferente a sus cavilaciones.
“Sólo faltaba esto”, se dijo después de resoplar profundamente. Sus párpados se cerraban por mucho que pugnara por mantenerlos abiertos. No podía permitirse ese error de novata. La montura padecía del mismo mal, y aunque comenzó a vacilar grotescamente, como cuando comía melaza fermentada, ni las tremendas ganas de reírse podían mantener sus ojos abiertos.
No podía dormirse y quedar a merced de los grillos arena. Esas alimañas, cubiertas de espinas y prestas a formar enjambres hambrientos, aparecían de súbito en las rutas que bordeaban los desiertos más allá de la Pared de Rostros. Tampoco podía quedar a merced de las lamias que pululaban esas montañas. Pero cada vez era más difícil tener los ojos abiertos. El ilji que le servía de montura se desplomó, roncando plácidamente. Era tan difícil mantener los ojos abiertos, tan difícil… Una seria, muy seria imprudencia… Mantener los ojos abiertos, sus ojos abiertos… Trastabillaba, roncaba, sus ojos cerrándose, ensoñaba,…
En un veo y no veo, la somnolencia se esfumó. El aire cambió, se vació de todo, en un entorno alquímico, casi quirúrgico. Pudo ver detrás de la grupa de la bestia que en la pared se dibujaban trazos laberínticos con un brillo ambarino, sobrenatural, de una luz que no se veía sobre la faz del mundo desde hace mucho. Trazos salidos de la nada, rectilíneos y curvos, de ángulos afilados y de recovecos. Rápidamente la grieta se llenó de caminos luminosos, no parecían tener fin, y la grieta se ensanchó, como si las paredes se hubieran combado hacia afuera. Atemorizada, Dryska comenzó a respirar agitadamente. El corazón latía como el fuelle del armero real. Las sienes comenzaron a punzarle y un olor a óxido inundó la grieta expandida, ahora una gruta de magnitudes importantes. Su montura seguía dormida, la respiración apenas notoria.
Las líneas por fin detuvieron sus trazos, y la luz ambarina se apagó hasta apenas ser un brillo mortecino. Sus ojos punzaban, latían violentamente, querían salir de las órbitas. Iba cayendo a una agonía muda pero no podía cerrar los ojos, y tampoco daba crédito a lo que veía. El corazón seguía martillando, los pulmones como fuelles, su respiración era la de una fragua llameante. En unos instantes se dio cuenta de lo que tenía frente a ella. Un temor profundo comenzó a invadirla; primero fue reverente, pero con cada respiro se hacía más y más desquiciado; a duras penas pudo contener sus temblorosas rodillas. ¡No podía pasarle a ella, jamás podría regresar a Yrlis! Lo que tenía frente a sí eran restos de las antiguas gentes, ¿así se veía la herejía, eran esas líneas un legado de lo arcano, lo prohibido?
Dryska jadeaba. Su respiración se entrecortaba con violentos hipidos, no pudo sostenerse más y cayó postrada. Quiso taparse la cara pero las líneas de extraña geometría le impelían a observarlas, le empezaron a roer el seso. Las manos se crispaban sobre su rostro, dejando espacio suficiente para perderse entre el laberinto que cubría las paredes. Unas lágrimas ardientes resbalaron entre las mejillas y las manos. Lo que veía eran los trazos de los que hablaba Barâsaghur, el consejero de palacio. El anciano semiorco había viajado durante años, y afirmaba que los abuelos de sus abuelos habían nacido en una tierra al norte de Muromyitz, y que habían visto la Montaña Invertida. Las palabras que Barâsaghur siempre usaba para los relatos de la celebración del Día Azul estaban grabadas en su mente. “Las Piedras de la Locura trajeron los males al mundo y arrasaron la tierra entre gritos desesperados. El Abismo insufló vida a lo no vivo, y los Normos condujeron nos al orgullo maldito que asoló este mundo”. Y justo ahora, lo que veía dolorosamente, eran dibujos de las Piedras de la Locura. Temblores violentos al retorcerse en la tierra herrumbrada. Perdió un momento de su vida arrancándose el dolor. No supo porqué terminó esa agonía pero seguía allí, después de quién sabe cuánto tiempo. Respiró profundo y procuró mantener la calma. También recordó los edictos de pena de muerte. Nadie podía observar o dibujar una de las nefandas piedras. Todos aquellos que las veían quedaban marcados, eran perseguidos hasta darles muerte. Y ahí estaba ella, rodeada de paredes colmadas de trazos malditos. ¿Sería cierto lo que afirmaba Barâsaghur? “El orgullo llevó a la muerte, hermanos contra hermanos, hijos contra padres. Las Potestades enviaron su purga y los atardeceres se tiñeron de sangre. Hojas de fuego, mazos de lava castigaron a los impíos, y las Piedras de la Locura quedaron malditas” La mejor prueba era, según él, el rojo encarnado, que pintaba los cielos antes de que cayera la noche. Los normos ya no poblaban el mundo, ya no elaboraban Piedras de Locura, y nadie más lo debería hacer nunca, pero los atardeceres continuarían sangrando hasta el fin de los tiempos de todos los mundos.
La luz mortecina le permitió ver que la caverna había ganado en profundidad. Las líneas al fondo parecían brillar con más intensidad. Una fascinación malsana la inundaba: no podía dejar de ver los trazos grabados en las paredes de negro basalto. Sin darse cuenta, Dryska encaminó sus pasos a las líneas más brillantes, adentrándose en un camino ignoto. De pronto quería saber más de esos días aciagos, de la época en que los Tejedores del Tiempo se enfrentaron con los Mancilladores, de las batallas de los Lachesis emulando a los enviados de las Potestades, del Lagarto de Siete Alas que cubrió con su sombra al mundo…Pero sobre cualquier otra cosa, quiso recordar el nombre de los dibujos sobre las paredes. Sabía que había uno diferente a “Piedra de la Locura”, un nombre que estaba maldito, que repetirlo equivalía a atraer la desgracia sobre sí misma y sobre diez generaciones venideras. Paso a paso. Un nombre que oyó en labios de un exiliado de los yermos. Más pasos, más cerca de las líneas brillantes. Una palabra, corta, atormentante. Una claridad incomparable, ¡las líneas, las líneas casi vivas, pulsantes! Cuando se percató, estaba frente a los trazos más firmes y más luminosos de todos. Al fondo de la caverna.
En su último paso chocó con algo. No supo cuándo se inclinó ni supo porqué la tocó. Sus dedos se posaron sobre una Piedra de la Locura (¡había otro nombre, estaba segura!). La Piedra yacía inmóvil sobre el suelo. Sintió que cedía bajo su mano. Presionó con más fuerza y las paredes se movieron con un chirrido estruendoso. Detrás había decenas, miles de Piedras moviéndose furiosamente, una contra otra, soltando olor a óxido, a ozono, y llamaradas y vapor, entrechoque de dentaduras incruentas. Y su ansia por adentrarse más creció, y también por recordar la palabra, aunque se condenara y su sangre fuera maldecida. Se dirigió hacía una galería que la llevaría a las entrañas de la tierra. Sudor ardiente, espeso y ¿sangre? Sí, el hierro de sangre, la sangre de hierro. Respiración agitada, fascinación, ¡exaltación, descubrimiento! Y en ese momento, frente a todos los ingenios vaporosos y herrumbrados, recordó el nombre de las Piedras de la Locura, esa palabra ignominiosa que la condenaba a los ojos de la creación. Y la palabra era “Engrane”; y mientras el nombre de las piedras dentadas y malditas venía su mente, los engranes, al unísono, gritaron despiadados, preparándose para una nueva era.
César Raziel Lucio Palacio