El ojo de vidrio de mi abuela está vivo. Rueda de la mesilla de noche y recorre la casa en silencio, mientras dormimos. Mi hermano me dice que es el zumbido del motor del refrigerador. Yo le aseguro que es el murmullo que hace el ojo al rodar por las habitaciones durante la noche.
Ahora somos dos los que no podemos dormir. Lo invito a investigar.
Abrimos apenas la puerta del dormitorio contiguo. Abuela ronca boca arriba. Lleva un parche de tela que le cruza la cara. Sobre la mesilla hay un vaso con su dentadura en agua, más otro vacío. Tomo coraje, entro en la habitación de puntillas y con mucho cuidado descorro el parche. Con la luz de la luna que entra descubrimos la cavidad vacía: el párpado aplastado, fláccido; y una rayita de piel rosada que asoma obscena.
Él, que miraba por sobre mi hombro, pega un grito de horror. Abuela se despierta y enciende la luz del velador. Se cubre la cara con ambas manos, como si la hubiésemos descubierto desnuda. Nos echa de allí mientras nos promete un castigo ejemplar para el día siguiente.
Ahora es de mañana. La encontramos zurciendo una media junto a la ventana. No se ha quitado el parche. Nosotros seguimos de pie, en pijama, enmarcados bajo el hueco de la puerta. Al fin levanta la mirada, nos apunta con su ojo sano y señalando la mesa vacía, nos dice: “No habrá desayuno hasta que me devuelvan a mi hijito”. Le decimos que nosotros no lo tenemos, pero ella sonríe y vuelve a su media: “Se morirán de hambre, entonces”.
Ya se le pasará. Nos vestimos y salimos a jugar. Mi hermano trae el frasco con las canicas de vidrio. Nos sentamos en el umbral de la puerta de calle para organizar nuestro ocio. Rebuscando entre las bolitas encontramos un bolón lechero muy particular: trae pintado un iris marrón y se siente tibio en nuestras palmas, como si no tuviera paz.

Maximiliano Sacristán